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16 de agosto de 2017

La Tempestad

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Dragones de segunda

Fui, durante la adolescencia, lector impenitente de ese subgénero de la literatura popular (o industrial) llamado “fantasía heroica” [1]. Todavía, de cuando en cuando, leo algún texto de este tipo sin ninguna clase de culpa: una vez que uno acepta que, en términos generales, estas obras buscan el entretenimiento y sólo muy excepcionalmente alcanzan densidad […]

Antonio Ortuño | martes, 23 de junio de 2015

Fui, durante la adolescencia, lector impenitente de ese subgénero de la literatura popular (o industrial) llamado “fantasía heroica” [1]. Todavía, de cuando en cuando, leo algún texto de este tipo sin ninguna clase de culpa: una vez que uno acepta que, en términos generales, estas obras buscan el entretenimiento y sólo muy excepcionalmente alcanzan densidad estética e intelectual, pueden resultar muy agradables. Además de los esenciales Robert E. Howard (creador de Conan el Bárbaro) y J.R.R. Tolkien (de El Señor de los Anillos), cursé incontables (hablo de decenas o quizá un ciento) libros de Michael Moorcok, Fritz Leiber, Tanith Lee, Terry Pratchett, Ursula K. Le Guin, Robert Jordan, R.A. Salvatore, Joe Abercrombie, Andrzej Sapkowski, etcétera. (Acá hago un paréntesis para anotar que la colección de relatos Kalpa Imperial, de la argentina Angélica Gorodischer, es seguramente el mejor título que he leído en el género, al que redefine, deforma y subvierte, y no dudo en señalarlo entre los mejores libros escritos en español en el último medio siglo).

 

Uno de los tantos cuyos textos cursé fue George R.R. Martin, autor de la saga Canción de hielo y fuego, llevada por HBO a la televisión bajo el nombre de Game of Thrones (originalmente nada más el título del primero de los volúmenes). Los libros de Martin ya eran muy populares antes de la adaptación pero ahora han pasado a ser, de algún modo, uno de los arquetipos del género y el patrón con que se le mide. Game of Thrones en versión televisiva, por su lado, ha sido un éxito resonante. Una historia con tintes de fantasía heroica, sí, pero también una narración en torno a las luchas por el poder de una serie de personajes variopintos, unidos por su ambición y pocos escrúpulos. A diferencia de las obras de espada y hechicería habituales, la saga de Martin se burla de las nobles intenciones y se complace en asestar toda clase de destinos horrendos a diestra y siniestra. En ese elemento, y en el erotismo abierto que procura, estriban las principales diferencias del serial (escrito y televisado) con obras ceñidas a una moral conservadora como las de Tolkien o C.S. Lewis. Martin (quien se da el lujo de renegar de Shakespeare, con quien frecuentemente se le comparó por la mano fácil para matar personajes), asegura que su principal influencia son las crónicas sobre la Guerra de las Rosas y otros conflictos europeos entre estirpes nobles, que acarrearon la muerte de miles y la destrucción de ciudades, pueblos, cosechas, familias. Los excelentes valores de producción y la calidad de la serie le han ganado legiones de encendidos fans y el aplauso de la crítica, que celebra semana con semana las presuntas innovaciones de Game of Thrones. Una historia con final feliz, pues.

 

En mi calidad de aficionado al género, sin embargo, me atrevo a apuntar objeciones. La primera es que Game of Thrones es una historia que rompe los moldes de la fantasía heroica solamente si uno se quedó en Tolkien o, peor, en las adaptaciones de Peter Jackson. Cualquier libro sesentero de Moorcock o Tanith Lee contiene luchas fratricidas más encarnizadas, reflexiones sobre el poder más agudas, erotismo más provocador que todo Martin. Y, bueno, la prosa del buen George tampoco es como para impresionar a nadie. No posee el sentido estético ni la habilidad para evocar la literatura medieval de Tolkien, o la intensidad poética de Ursula K. Le Guin. Ni siquiera el humor negro de un Terry Pratchett o un Joe Abercrombie (por hablar de contemporáneos suyos).

 

Su adaptación en HBO contribuirá a popularizar una versión del género menos deudora de los cuentos de hadas. Eso nadie lo pone en duda. Pero, al igual que sucede en el terreno literario, tampoco da como para parangonarse con los mejores exponentes de su clase. Series como The Wire, Los Soprano, Breaking Bad o Treme son gran ficción contemporánea que, pese al proceso industrial de su elaboración, lograron establecer una tensión estética con la realidad mediante sus personajes y su lenguaje visual. Game of Thrones, en cambio, con esa fascinación adolescente por la matanza efectista y esas conspiraciones entre familias poderosas que recuerdan a las de viejos melodramas como Dallas o Dinastía, termina por ser sólo entretenimiento y una carta de presentación ante los no iniciados de un género que hace más de cincuenta años alcanzó esa madurez y esa diversidad que algunos creen que George R.R. Martin le ha dado.

 

Los dragones son tan viejos como la imaginación humana y nos sobrevivirán: Game Of Thrones es apenas una nota al pie de su historia.


[1] Llamo “literatura industrial” a la que se rige  antes que nada por las ventas que logra y los contratos que negocia y en el que los nombres y estilos propios de los autores valen menos que los “universos” sobre los que escriben y la tajada de merchandising que se les pueda sacar; pero esa sería materia de otro texto.

 

 

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