16 de agosto de 2017

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Literatura

Hegel lee a Pizzolatto

Leo Galveston (2010), de Nic Pizzolatto, por segunda vez. Trato de comprender el disgusto de los lectores. Hay un denominador común: el trasunto psicológico no es verosímil. Roy, el protagonista, un gatillero old school de Luisiana, ofrenda sus últimos días (está enfermo de cáncer) a proteger a la sensual Rocky y a la pequeña Tiffany. […]

Franco Félix | jueves, 18 de junio de 2015

Leo Galveston (2010), de Nic Pizzolatto, por segunda vez. Trato de comprender el disgusto de los lectores. Hay un denominador común: el trasunto psicológico no es verosímil. Roy, el protagonista, un gatillero old school de Luisiana, ofrenda sus últimos días (está enfermo de cáncer) a proteger a la sensual Rocky y a la pequeña Tiffany. Esto resulta desalentador, dicen los reseñistas decepcionados, porque esperan que un asesino como Roy Cady no aguante las ganas de poseer a la exquisita y juvenil Rachel (Rocky).

 

La trama, en corto: Roy se mete en un lío de faldas por Carmen, su ex mujer, que ahora está con Stan (el jefe), quien le ha tendido una trampa y lo quiere matar. La novela se trata de huir. Pero en el camino termina cargando con una joven prostituta (Rocky) y su supuesta hermana (Tiffany).

 

Más allá de que las obvias fantasías del lector frustrado opaquen la competencia literaria de Pizzolatto, esto me parece un acierto psíquico en la configuración del protagonista. Esta postura moral, además de rigurosa es hegeliana. Y hay un problema con los lectores de nuestro tiempo: odian a Hegel. Lo odian porque implica una certeza, una detención, una paralización que ofende la rapidez con que desean digerirlo todo. Es verdad que hay un deseo por equiparar la primera novela de Pizzolatto con su adelantada y exitosa True Detective (que este junio estrena su segunda temporada) pero son, al final de cuentas, lenguajes distintos. Señores: un libro no es un programa de televisión.

 

Es hora de encender una vela de una vez por todas sobre la lápida del posmodernismo. Se inauguraron nuevas prácticas que no se deben cuestionar: la masificación de la idiotez y la falsa idea de la democracia virtual en manos de velocistas de opinión. No hay nada qué interpretar. Las cosas son claras, no hay tiempo para meditar, si lo haces, te rezagas y quedas fuera. El señor Umberto Eco lo puso de esta manera hace un par de días: «Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad […] Es una invasión de imbéciles». La verdad, señala el pensador italiano, ha quedado en manos del tonto pueblo. Un duro golpe para la actualidad y su pretendido activismo electrónico que no hace otra cosa que denunciar y ser denunciado. Hay una suerte de canibalismo en las redes sociales. Unos portan la esencia del mundo, de su tiempo y otros son sus enemigos, los que portan la esencia del mundo y de su tiempo. Dos bloques de choque frente al espejo, donde la mano derecha es la izquierda en su reflejo al frente.

 

No resulta extraño que los lectores actuales encuentren despreciable el hecho de que un sicario de Nueva Orleans disuelva su yo (Roy), a favor de un nosotros (Rocky y Tiffany). Porque el lector contemporáneo es narcisista y vive una crisis de significación que desecha la posibilidad hegeliana de un personaje con altivez moral y una rigurosa ética que imprimen la nostalgia de una mafia con los viejos códigos de honor.

 

Lo cierto es que hay un impulso que sobrevive al fantasma del posmodernismo: el mundo todavía cree que la realidad es subjetiva. Y ante esta tiranía anti fenomenológica, donde lo evidente no tiene ningún peso, conviene echar clavos sobre el suelo y asirse a lo que uno cree tiene valor en el mundo. Esto es un regreso a Hegel. No creo que sea una propuesta total en la pluma del autor, pero debemos recordar que Pizzolatto echa mano de la filosofía de Schopenhauer y Cioran en la configuración del pesimista Rust Cohle. Roy, por su parte, supone una libertad hacia el objeto (la sexualidad posible con Rocky), esto nos recuerda que es un sujeto histórico, no aislado y eso lo hace ético. Las constantes remembranzas al pasado lo confirman, la manera en que piensa en su padre y su madre, la fisura en su familia. Además, él mismo comprende, a medio camino de la novela, la seducción que existe en la creación de comunidad: «Me he dado cuenta de que toda la gente débil comparte una obsesión básica: una fijación por la idea de la complacencia. Vayas a donde vayas, los hombres y las mujeres son como cuervos atraídos por objetos resplandecientes. Para algunos, los objetos resplandecientes codiciados son otras personas y antes que caer en esto más te valdría hacerte adicto a las drogas».

 

Eso, explica más adelante, es lo que pasó con Loraine y Carmen, sus ex amantes. Y ahora sucede con las dos chicas, Rocky y Tiffany. Roy es el cuervo atraído por el fulgor, el pesado interés moral de un viejo matón que puede sentir un deseo de complacencia y bienestar por el otro. Tampoco es que sea un filántropo, sino un sicario con episodios éticos en medio de una sociedad desencantada y sin escrúpulos. Los cuervos suelen ser vistos como aves de mal agüero, pero yo he visto, en Youtube, a uno de estos animales alimentar a un perro y a un gato con su propio pico.

 

Resulta bastante extraño que una sociedad acostumbrada a los vampiros enamorados, a los dramas medievales con dragones, a los triángulos amorosos en el apocalipsis zombi, a la antinatural sensibilidad de los superhéroes, etcétera, se sienta, repentina y drásticamente, realista frente a un matón con virtudes más o menos éticas. La narrativa de Pizzolatto, además de ser contundente, es profunda en su cuota filosófica.

 

 

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