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16 de agosto de 2017

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24/04/2024

Literatura

“Por breve herida”

Por Margo Glantz | martes, 18 de octubre de 2016

Esta tarde, a las 19:30 horas, en Centro Horizontal (Colima 378, Roma Norte) Nicolás Cabral y Óscar Benassini, dos de nuestros editores, junto a la escritora Margo Glantz, presentarán Por breve herida, el más reciente libro de Glantz, editado por Sexto Piso. Compartimos parte del inicio de esta novela.

 

 

***

 

 

Es difícil definir el horror.

 

El gemido demente del terror.

 

Los adjetivos deletrean el horror constelando la prosa de Bataille en el cielo urinario de Historia del ojo o flagelan una grieta para derruir La casa de Usher de Edgar Allan Poe. Pero en lugar de ahogar con su literalidad obsesiva el sentimiento brutal que se intenta convocar, se alcanza una abstracción casi matemática, gracias a la repetición de la palabra horror, de la misma manera en que la repetitiva imagen de la boca abierta y dentada de Inocencio X ,en la obra de Bacon, logra hacernos partícipes de esa desmesura, en apariencia imposible de abarcar y, más aún, de definir o siquiera de deletrear: su desmesura provoca un juego de correspondencias ilimitadas, ocultas en la repetición, como permanece escondida la evidente Carta robada de Poe.

 

La insistencia, la aliteración —implícita en la misma pronunciación de la palabra horror— contradice su obviedad y subraya el sentimiento que se intenta convocar. Subrayar la palabra con la exuberancia abusiva de su sonido podría ser simplemente cacofonía: en Poe, en cambio, se convierte bruscamente en la metáfora que el abuso mismo hace aflorar: la angustia, el miedo se convocan en la raíz que los engendra.

 

La reiteración provoca la ambigüedad, por el mismo hecho de su repetición intencional. La organización de esta prosa —la de Poe, o de esa plástica, la de Bacon—, determina de entrada su eficacia: la excitación provocada por la repetición excede cualquier límite.

 

***

 

Thomas de Quincey, el comedor de opio más famoso de la historia, confesaba que recurrió a la tintura de láudano con el objeto de aliviar el más terrible dolor que existe, aun más terrible que los dolores de parto.

 

Dolor lancinante, atroz, horrendo, desesperante, insoportable, ni más ni menos que el dolor de dientes: Eso y solamente eso me impulsó a recurrir al opio, explicaba, comparando su adicción con la de otro opiómano célebre, el poeta Samuel Taylor Coleridge: La obsesión que me persiguió con furia y de manera intermitente toda la vida fue el reumatismo facial, combinado con el dolor de muelas. Dolores hereditarios que quizá, pensaba, hubiesen podido paliarse usando remedios más simples para mejorar la circulación, reducir el dolor, la rigidez y los espasmos musculares, remedios que quizá le hubiesen impedido caer en la adicción.

 

¿Podría afirmarse que las confesiones de un opiómano son una elegía entonada para celebrar los efectos bienhechores del opio, en su intento por aliviar las torturas causadas por el dolor de muelas?

 

Nadie en Europa está a salvo de ese dolor, afirma De Quincey. Piensa, sin embargo, que es difícil que pueda ocasionar la muerte.

 

Lo desmiento, esa enfermedad puede extenderse a todo el cuerpo, atacar el corazón y provocar la muerte, como bien puede leerse en la obra de Thomas Mann, quien a su vez hace morir a su elegante protagonista —llamado asimismo Thomas— de una septicemia provocada por la infección de una muela, dolencia que aqueja igualmente a Hanno, el único hijo de Thomas y Gerda Buddenbrook, como si la decadencia de la familia y sus miembros se metaforizara en los dientes.

 

(Y Ramsés II, quien reinó en Egipto durante más de sesenta años, murió de una septicemia provocada por los abscesos que tenía en los dientes).

 

El comedor de opio, libro autobiográfico, escrito para desmentir una calumnia de Coleridge, fue concebido en realidad, insiste su autor, no para ensalzar el poder del opio y sus efectos sobre la enfermedad y el dolor, sino para intensificar el poderoso y sombrío mundo de los sueños.

 

En suma, el opio como inductor de sueños y alucinaciones.

 

El opio parece poseer una virtud específica, no sólo para exaltar los colores del escenario soñado, sino para ahondar sus sombras y sobre todo para fortalecer el significado de sus terribles realidades, declara De Quincey en Suspiria de profundis, donde relata su tercera y más irreducta caída en la opiomanía.

 

El opio en la Inglaterra de su tiempo se vendía en las farmacias y era muy barato, se usaba universalmente por todas las clases sociales. Las damas de compañía y las nanas les daban gotas de láudano a los ancianos y a los niños para adormecerlos.

 

Los juegos de infancia de los Brontë fueron intelectuales desde muy temprano. Existen numerosas pruebas de su precocidad: sus obsesiones, presentes en las novelas de las tres hermanas, ya se revelaban en los cuadernillos que escribieron cuando eran niñas. En ellos destaca la figura diabólica y vampiresca de Lord Byron. Branwell, considerado como el más dotado de los hermanos, y cuyo desastroso final es típicamente romántico y literario, muere de tuberculosis. Al igual que sus famosos contemporáneos, era adicto al opio, distribuido en forma de gotas o de píldoras económicas que el joven compraba a seis peniques la caja en una farmacia que visité cuando estuve en Haworth, pueblecito inglés cuyo cementerio está situado frente a la casa donde vivieron, murieron y escribieron Ann, Charlotte y Emily.

 

En el establecimiento donde Branwell compraba sus remesas de láudano, se venden ahora manitas de jabón color de rosa que de manera extraña simulan muñones.

 

***

 

Cuando era estudiante en París, comíamos en un enorme restorán universitario. Consignas de orden y prohibiciones de todo tipo se leían en la puerta de entrada. Recuerdo una en especial: no entrar con sombrero en el recinto. Si alguien osaba violar esa norma, los estudiantes, sentados en largas y toscas mesas, golpeaban con los cubiertos sus escudillas.

 

Recuerdo una ocasión en que estábamos haciendo fila, detrás de un francés y un africano, este último proveniente de alguna de esas regiones conocidas entonces como la France d’Outre Mer.

 

De repente, discuten, vociferan, se golpean. El estudiante africano le arranca de un mordisco un pedazo de oreja al francés que lo insultó.

 

Los dientes convertidos en fangs.

 

Con furor y, de inmediato, los estudiantes golpean con sus cubiertos las escudillas repletas de un guiso repugnante.

 

El alboroto y la sangre se confunden.

 

Pocos meses antes había comenzado la guerra de Algeria. Albert Camus recibió en 1957 el premio Nobel.

 

Sartre lo rechazaría pocos años después.

 

***

 

Hoy (¿hoy?) ha caído en mis manos un folleto de una exposición de Francis Bacon en el Museo Aristide Maillol, mayo de 2004; una reproducción a color muestra al Papa Inocencio X aprisionado en su trono, lleva ropas talares y una corona.

 

Bien abierta, su boca lanza un grito [inmenso]. Los dientes, muñones excavados por la luz.

 

Once años más tarde, en junio de 2015, voy a la Fundación Vuitton.

 

Enormes espacios coronados por estructuras de vidrio transparente le dan el aspecto de un barco de velas, descripción que acepto y reitero después de haber releído con fruición Juventud, una de las más hermosas narraciones marítimas de Joseph Conrad, donde habla de uno de los últimos barcos impulsados por velas de la marina mercante inglesa. Describe con minucia prodigiosa y absorbente el destino fatal que persigue al capitán, acorralado entre el fuego y el agua.

 

¡Una exposición y un libro maravillosos!

 

Destaca la primera sala; se han reunido varios cuadros. Estudio para un retrato de Bacon, 1949, representa a un hombre encerrado en una caja de cristal; sirvió quizá de modelo para otro cuadro situado enfrente, el retrato de Jean Genet de Alberto Giacometti, realizado entre 1953 y 1954. Ambos personajes pintados en colores sombríos y enmarcados por esa vitrina de cristal, abierta en Giacometti y, en Bacon, encerrando al personaje, quien coloca con desesperación sus manos sobre los brazos de un sillón casi inexistente (me vienen a la mente esos instrumentos de tortura, donde sometidos a una fuerte descarga eléctrica, los condenados a muerte en los Estados Unidos se asían con fuerza inhumana al brazo del sillón): el hombre grita, su boca desmesurada y negra deja entrever su dentadura. Fuera de la cárcel de vidrio —un simple cuadrado transparente— una sombra azul poco delineada, lindando con lo humano, acecha.

 

Imagen reiterativa en Bacon: la serie de más de cuarenta retratos del Papa Inocencio X, preso en su sillón y cuidadosamente enmarcado o protegido —en o por— una caja; algunos críticos pretenden que este cuadro evoca también el juicio de Eichmann en Jerusalén, separado del público y de sus jueces gracias a un recinto de cristal transparente, mientras espera la sentencia del tribunal israelí que lo condenará a la horca.

 

Al fondo y en el centro de esta hermosa sala, aislado, ocupando un lugar especial, el famoso cuadro de Munch, llamado justamente así, El grito.

 

Con las manos en la cara, el personaje grita, más bien aúlla, su boca es un agujero blanco: no tiene dientes.

 

Detrás, en colores estridentes y con pinceladas vertiginosas, el paisaje grita también.

 

Me conmocionó la serie de tres autorretratos de Helene Schjerfbeck, muy poco conocida fuera de Finlandia, exhibidos también en esa magnífica sala. Acuarela, tempera, oleo en tonalidades mortecinas para dibujar sin compasión un personaje en distintas fases de su enfermedad. Aprieta con fuerza sus mandíbulas (asocio de inmediato: de manera inconsciente: mientras duermo en las noches presiono tan fuertemente ambas mandíbulas, una contra la otra, que mis dientes se han desgastado. Para remediarlo, el dentista me fabricó una guarda a la medida. Guarda ya inútil, después de que una caries devastó una de mis muelas: en ella se apoyaba la prótesis perfecta con la que el dentista había logrado transformar la apariencia pasada de mi boca).

 

Acudo a la hipérbole —se neutraliza a sí misma— para intentar expresar el impacto que en mí produjo esa visita.

 

Impacto reiterado cuando hace unas semanas visité asimismo la exposición de Francisco Toledo en el Museo de Arte Moderno de esta ciudad, intitulada Duelo. Prodigiosa cerámica coloreada a menudo de un rojo estridente; en algunas de las piezas, los dientes se convierten en metáfora de la desesperación y en símbolo del duelo, como antes lo fueran en Bacon, en Poussin y en Eisenstein, las famosas escaleras de Odesa de su película El acorazado Potemkin.

 

Oigo el Réquiem de Mozart, las voces agudas, interpretadas por niños.

 

 

 

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