24/11/2024
Redaccion
Lo que se ve ¿no se juzga?
House of Cards, tercera temporada. El antecedente de la segunda, claramente inferior a la primera, sembró dudas, pero Beau Willimon ha entregado trece capítulos formalmente consistentes, sólo lastrados por el revival de la Guerra Fría que propone a través de la pugna entre Underwood y Petrov (es decir, Putin). La cuestión, en este ejercicio de entretenimiento con momentos notables, es lo que se muestra sin demasiados matices: lo que los estadounidenses (aunque no sólo ellos) llaman democracia no es más que una plutocracia. («La democracia está tan sobrevalorada», dice a la cámara-espectador el brillante Kevin Spacey.) El éxito de público (que no acompañó a, por ejemplo, The Wire) invita a preguntarse si la forma de la serie, en tanto thriller político, logra sepultar lo explícito. O si en el fondo ya todos sabemos que se trata de una farsa gigantesca que sólo vale la pena atender como espectáculo. (No la serie: la democracia liberal.) Acaso House of Cards dice una sola cosa, como narración y como fenómeno televisivo: todo esto es posible gracias a un proceso intensivo de cretinización. No del espectador: del ciudadano.