16 de agosto de 2017

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21/11/2024

Literatura

¿Una sorpresa, el Nobel de Literatura?

El poeta Eduardo Milán razona su admiración por Bob Dylan y piensa las implicaciones de la elección de la Academia Sueca

Eduardo Milán | lunes, 17 de octubre de 2016

1.

Bob Dylan, uno de los grandes poetas contemporáneos, cuenta con un conjunto de atributos, los mayores que puedo reconocer en un poeta: atrevimiento formal, riesgo, capacidad de perderlo todo, eso que poco o nada tiene ya que ver con el mundo artístico de hoy. En la escena del cálculo, Dylan se había enfrentado a sí mismo y casi fue linchado por sus seguidores de la canción contestataria norteamericana de los sesenta cuando dio el giro eléctrico a su producción con “Like a Rolling Stone” (1965), una especie de himno pero no a una causa sino a un tiempo, un tiempo que había cambiado en sentido contrario a lo que Dylan parecía defender con “Blowin’ in the Wind” (1963) o “The Times They Are a-Changin’” (1964). ¿Qué es un himno? Un himno es algo que está en el aire, en los átomos del aire, en la impregnación del aire como polen en primavera montevideana cerca del puerto, Barrio Sur, Barrio Negro. Un himno se respira por las narinas o por las marinas, no por las marianas ni por otros cultos vegetarianos. Un himno está en la carne. Y así, Dylan se enfrentó a la forma. O sea, a lo que hacía. Dylan se enfrentó a sí mismo. El salto eléctrico de Highway 61 Revisited (1965) o de Bringing It All Back Home (1965) es de lo más arriesgado en cuanto a forma y de lo más conservador con relación a ciertos ideales de cambio que uno podría imaginar en los sesenta. Sin embargo, con esa capacidad de ser discontinuo en su producción, y por su proverbial capacidad de error, Dylan recuperó una parte esencial de sí mismo que parecía encaminada a disolverse en el pensamiento único de la canción de protesta: la capacidad de contradicción. Dylan nunca dejó de ser un pensamiento incómodo, disidente, crítico en sus letras. ¿Y su voz? ¿Sabrá la Academia Sueca que premió a uno de los cantantes pop más atrevidos –no por virtuoso sino por charlatán del canto, por hablador– por esa cosa conversada para la cual no existe la afinación, la ronquera, el gallo? El ímpetu, el entusiasmo, la verdad –esto va para los amantes de la verdad de hoy en el arte de hoy– de Dylan viene de lejos, de un entrañable lejos. Tiene la fuerza de un mito. Uno de sus grandes maestros –y eso que no se puso Bob Rimbaud sino Bob Dylan– es Rimbaud, no Dylan Thomas. El concepto de imagen –presentar lo que ocurre por imagen más que por narración o juego de lenguaje, algo que hereda Dylan– que Rimbaud maneja, eso de hacer posible en el tiempo algo que la modernidad posvanguardista y revolucionaria descartó: la vigencia, al costado de lo presente, de lo que pudo haber sido y no fue, la melancolía por lo que no ocurrirá traducida a posibilidad –posibilidad imposible, se diría hoy. Eso es Walter Benjamin, el de las Tesis… Por el contrario, el pensamiento conciliador del presente, heredero de la peor posmodernidad, la cínica, prefiere el regreso inmediato a formas fijas del pasado como si hubiera algo intacto en ese dorado que se inventa como consuelo que fuera más que una ideología de lo dorado. Polvo del pasado que fue. O sea, Dylan se apropia de su contradicción. La conciencia de estar en este tiempo situado en un enclave contradictorio –se podría decir paradojal: ¿qué si no es dedicarse a un arte que murió pero no murió cuando uno se dedica a las letras?– libera al artista de enfrentarse al dilema de la contradicción. Bajo esta óptica, Dylan es Friedrich Schlegel en estado puro, el más corrosivo romanticismo alemán: «Las formas son transitorias, propias de su tiempo». O sea: en el tiempo del cover, donde la bodega de la acumulación de formas se ofrece a todo el que venga por una versión, Dylan se coveriza a sí mismo. Ese nuevo giro de Dylan, muy patente en su concierto en Budokan (1978), se vuelve una cuestión teórica de la mayor importancia para mí. Eso diría más o menos esto: no hay una vez del arte, ese encuentro ideal de la forma y el contenido, especie de boda mística que alimentó al arte desde el Renacimiento –cuestionado conceptualmente durante el barroco del siglo XVII pero no formalmente hasta el siglo XIX con el dueto simbolista Rimbaud-Mallarmé–, ya no opera. Una obra, un poema, tiene más de una resolución. Cierto que esto subyace a la lógica del cover, sólo que el aura del cover cuenta con el tiempo reauratizado a su favor. Es no la versión sino el tiempo de la versión, la distancia de la versión, lo que reauratiza. Dylan hace un cover inminente de sí mismo, versiona su inmediatez.

 

2.

La Academia Sueca venía premiando a una resistente al régimen soviético –Svetlana Aleksiévich– y a un “liberal” latinoamericano (cosa que no existe sino como forma camuflada de la derecha internacional y como superficialización de conceptos duros relativos al pensamiento), Mario Vargas Llosa. Sabe, por supuesto, lo que premia al premiar a Dylan. En las redes, con la noticia del Nobel, aparecen los sambenitos que se le cuelgan, además de «figura clave de la canción de protesta» –posición ante la que se rebeló, como ya apunté– y «pacifista y emblema del movimiento hippie». Yo no sé si Dylan es pacifista o no en la actualidad. Sé, porque lo dice en sus Crónicas (2004), que odiaba a los hippies –que es algo así como odiar a los hopis, odiar a una comunidad destruida. Si hay algo que la historia actual puede reconocer –una historia radicalmente crítica medio desaparecida de la visibilidad y que encuentra su real en ese murmullo foucaultiano del “Prólogo” a la Historia de la locura en la época clásica, no publicado en la edición del Fondo de Cultura Económica– es que el “no hacer” hippie como resistencia a la lógica productiva encuentra en la encrucijada económica capitalista actual su razón, una razón no superficial, precisamente. ¿Dónde está Dylan, en qué lugar? Está en el lugar de su contradicción.

 

3.

Algo importante que va en el reconocer a Dylan desde la óptica “literaria” es que el soporte de su arte pertenece, materialmente hablando, al espacio sonoro o, si se quiere ser más amplio, ideosonoro. Dylan es impensable sin esa voz. Sin ese timbre, sin ese tono y sin esas modulaciones que varía de vez en vez. Ziraldo, un humorista brasileño notable, decía que Dylan era «el Pato Donald con conciencia social». La simpatía de Dylan por el mundo excluido o en problemas con la ley –Billy the Kid, Hurricane, para citar emblemáticos– es una zona que comparte con escritores que fundan géneros, como Norman Mailer. La «conciencia social» no es una empresa caritativa: es una opción de mundo. Y es, por lo que permite de “salida” del campo literario, la posibilidad de inventar formas que se desprendan directamente de la realidad. Cité de memoria: no estoy seguro de que haya sido Ziraldo. Pero la cita es exacta. Aludía el humorista a la amalgama tono-timbre de la voz de Dylan. En épocas de un peligrosísimo revival de los Donald –el Imperio siempre se las ingenia para que alguien pague el pato–, la conciencia social hace la diferencia. Es algo así como una solidaridad de base, muy humana. Ojo: no toda la especie la tiene.

 

4.

Esa Academia Sueca siempre tan política y sistémica en sus premios, que trata de llevar hacia adentro todo lo que puede, esta vez se rebasó a sí misma. Las dichosas redes critican el premio porque Dylan se niega –eso es su obra: una negación del cobijo y de la protección– a quedarse quieto en una forma estable, reconocible. Se lo puede permitir porque se permite caer. El lector-oidor no puede recurrir a Dylan como al espacio seguro donde encuentra lo que iba a buscar, es decir, Dylan bloquea el recurso al arte como consuelo e identidad. El público quiere que un novelista sea novelista, un poeta sea un poeta, un ensayista, ensayista, un cronista, eso mismo. Pero un poeta no es un poeta, es decir, ya no es eso que fue cuando era, en los buenos tiempos, palabra autorizada en su propia casa, habitante de una verdad de puerta abierta, metafórica, otra. El poeta hoy no se sabe dónde está. El refugio está escaso en esta época. “Shelter from the Storm” (1975), decía Dylan, no hay más. El hombre no está caído, está expulsado, dice Saskia Sassen. Tempest (2012), una obra maestra en la que se oye la resonancia de Shakespeare y de lo que está en la calle hoy pero, sobre todo, el tiempo carcomiendo su propia voz, es el registro de la temporalidad completa bajo la mirada de un poeta, la que empieza cuando puede verse a sí mismo envejecer. Y envejecer es un verbo que en Dylan no se ve.

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