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LUZ DE LUNA

Laura Pardo | miércoles, 15 de febrero de 2017

La mesura se pasea poco por Hollywood, sobre todo en aquellas cintas con temáticas espinosas. Cuando aparece no hay sordidez sino una dosis de (dura) realidad; no produce timos sino emoción genuina. Si, además, va acompañada de discreción en las elecciones formales, el resultado es una película como Luz de luna (Moonlight, 2016), de Barry Jenkins.

 

Jenkins sabe bien dónde poner la cámara para mostrar lo necesario. Cuánto debe durar una secuencia de ensoñación para conservar el pudor del personaje, por ejemplo. O cuándo debe cortar la narración y atravesar el tiempo con una elipsis. Este recurso, de hecho, es la espina dorsal del relato, divido en tres partes: la infancia, la adolescencia y la adultez del protagonista. Se trata de Chiron, apodado Little, que desde niño sufre la burla y el maltrato de sus compañeros de clase: carece de la rudeza que exige el barrio de Miami donde vive, Liberty City. Más allá de las calles hostiles, repletas de dealers, las playas de Florida aparecen como el único lugar donde cabe la intimidad. Cuando Chiron nada en ese paraíso lo hace de la mano de la figura masculina que lo arropa en su complicada niñez: el traficante número uno de la zona. Años después será también en esa arena donde un amigo cercano le enseñará, por primera vez, el placer.

 

Jenkins teje finamente el tríptico, a través de acertadas elecciones formales. Con planos medios, contenidos y limpios, unifica los tonos y ritmos que exigen las circunstancias. Lo mismo intenta con los actores (impresionantes los tres), a quienes ofrece un abanico de gestos sutiles que los vinculan al personaje en las tres etapas. La pieza va in crescendo hasta llegar al potente final: antes de recordarnos la imagen del niño Chiron en la playa, dos hombres se abrazan en una habitación apenas iluminada con destellos carmesí. Se entrelazan con cariño, con deseo quizá, pero sobre todo con empatía verdadera.

 

Despojado de pretensiones, con un lirismo discreto y enternecedor, el segundo filme del director de Medicine for Melancholy (2008) se alza como una rareza, una de esas perlas escondidas en ostras rugosas y profundas.

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