En el número 115 de La Tempestad publicamos un dossier titulado “Perdidos en México”, donde se revisaba los casos de artistas que por diversas razones habían vivido, o por lo menos pasado una temporada relevante de su carrera en México. Hay casos paradigmáticos que todos conocemos: Luis Buñuel, Malcolm Lowry o Mathias Goeritz, pero nos interesaba ahondar en algunos casos marginales, como los de On Kawara, Jimmie Durham o B. Traven. En música dedicamos un ensayo a la obra de Conlon Nancarrow, uno de los compositores más originales del siglo XX que, además, vivió en México por casi seis décadas. Es decir, un compositor marginal en su aproximación a la música y en su concepción misma del sonido, pero con un vínculo con el país que, si bien se mantuvo fuera de los círculos culturales oficiales, estuvo lejos de ser anecdótico.
Hay otro caso, sin embargo, que por lo fortuito de sus circunstancias podría quedar fuera del listado, pero que nos servirá al menos para recordar un episodio de la vida de Charles Mingus. Podríamos resumirlo lacónicamente así: fuertemente afectado por una enfermedad, a punto de la desesperación, alguien le cuenta al contrabajista de los poderes curativos de los brujos del estado de Morelos, a donde viaja en 1978. Se asienta en Cuernavaca, en la calle de Humboldt, donde muere un año después. Es decir: podríamos limitarnos a contar una historia casi folclórica, pero ese último año de Mingus encierra un drama de mayor hondura. La enfermedad que lo aquejaba era una esclerosis lateral amotriófica que, naturalmente, limitaba drásticamente su movilidad, al punto que lo mantenía en una silla de ruedas. Al momento de su muerte, el jazzista era joven: tenía apenas 56 años, lo que vuelve más dramático su final. Pero nos interesa, aquí, remarcar otra característica. Retrocedamos a 1963, para encontrarnos con uno de los mejores discos de su carrera y tal vez del siglo mismo: The Black Saint and the Sinner Lady.
Con apenas un tema (dividido en cuatro cortes y seis movimientos), el contrabajista construye un edificio. Una obra maestra de la orquestación. Once músicos que transitan por el característico desarrollo amplio de los metales de Mingus pero que encuentran a su paso la guitarra clásica de Jay Berliner, con un sonido aflamencado. Música vitalísima, poderosísima, en la que Mingus oficia de conductor pero también de soporte. Es decir: no sólo nos enfrentamos a la mente del compositor, dirigiendo a sus músicos y puntualizando, aquí y allá, los pasajes y engranajes de su obra, sino a su corporalidad, cargando la masa sonora completa con el sonido y el ritmo del contrabajo. Con esa fórmula podríamos resumir la carrera entera de Mingus: piel gruesa, mente dúctil.
Nunca se acudirá lo suficiente a un álbum como The Clown (1957) para comprobar lo anterior. Ya el primer corte, “Haitian Fight Song”, es una declaración de principios. ¿Qué otro tema de décadas recientes contiene tanta energía en apenas doce minutos? Los primeros segundos, con Mingus marcando la cadencia, de lo que después se transformará en polirritmia, muestra su amplitud de miras. Y su músculo. No se trata de acumular sonidos, parece decir, sino de mantener un pulso; no hay quiebres en la forma si antes no se construyó una, y no hay reconstrucciones de la misma si no es a través de un sonido colectivo. Hay que imaginar, además, que semejante derroche energético llegaba a una audiencia que conocía apenas el umbral de la historia del rock and roll.
Podríamos seguir enlistando álbumes destacados de Mingus (nunca faltan en las listas especializadas Phitecanthropus Erectus, de 1956, o Ah Um, de 1959), pero quisiéramos recordar un par más. Por su rareza: Cumbia & Jazz Fusion (1977), que Mingus compusiera para la película Todo Modo de Elio Petri, y que si bien no figura entre sus mejores trabajos, revela la plasticidad de su sonido y su visión radical de la fusión, que ya había ensayado en The Black Saint and the Sinner Lady o en Tijuana Moods (1957).
Y, sobre todo, Charles Baron Mingus, West Coast, 1945-49, que agrupa sus primeras grabaciones en Los Ángeles como líder de una banda. Un jovencísimo Mingus –a quien su promotor, como se estilaba en la época, le había agregado el mote de “Barón”– muestra sus influencias más profundas (un verdadero catálogo de los primeros géneros del abanico del jazz: el swing, el blues, el boogie, el bop), pero también que su apuesta iba a ser más amplia. Basta escuchar “Shuffle Bass Boogie”, “Mingus Fingers” o “Story of Love”. Ya están ahí todas las semillas, aunque con un dejo de timidez. Charles Baron Mingus tiene, por lo tanto, una pátina especial: cierta melancolía que da el saber que apenas tres décadas después, esa masa de sonido, que explotaría conformando una obra preciosa, terminaría por arremolinarse en un cuerpo impedido al movimiento, al menor atisbo de fuerza, en una calle de Cuernavaca.
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