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Un orden esquivo

Federico Romani | miércoles, 9 de agosto de 2017

La segunda vida que los textos y las fotografías de la novela Pozo de aire (2009) de Guadalupe Gaona encuentran en el delicado movimiento cinematográfico de Milagros Mumenthaler demanda al espectador una percepción azarosa, una especie de olvido crítico de cómo se hace para recordar una imagen, un momento, toda una vida. Y si la narrativa del libro original ya era de por sí difusa, deliberadamente apagada para lograr transformar el horror colectivo en un área de tristeza particular que nada tuviera que ver con el reclamo histórico rimbombante, en La idea de un lago (2016) reina un orden igualmente atenuado y esquivo basado, ahora, en notas, apuntes y fragmentos que representan la demanda de un objeto concreto en la más apabullante oscuridad del alma.

 

Inés (Carla Crespo) quiere traer de regreso a su padre desaparecido a través de sus fotos o, lo que es lo mismo, quiere rearmar el rompecabezas que le devuelva parte de su infancia robada. La película que va hacia ese proyecto es una historia sobre la relación entre Inés y su madre (Rosario Bléfari) y lo que la primera proyecta sobre la figura del padre ausente, tan determinante como para demandar la construcción de una nueva clave para la memoria del trauma. Gaona cedió su propio archivo personal para la filmación de la película (ese inventario fantasma que va de las locaciones a los objetos personales y la ropa utilizada por su padre asesinado por el terrorismo de Estado), y la película de Mumenthaler reproduce, en algunos pasajes, las posiciones y los encuadres del libro, instalando cierta tensión espiritual ahí donde la memoria nunca se termina de decidir por la fantasía, tal vez porque comienza, de una manera inesperada, a parecerse a ella. Uno de los grandes méritos de Mumenthaler es haber podido mantener, en el cruce preciso de las fotos al cine, esa intimidad casi intransferible de la experiencia de lectura.

 

Ese raro prodigio de “literalidad cinematográfica” consiste en el sacudimiento de una parte del peso específico de la tragedia histórica, que alivia a la película entera del deber de tener que decir “algo” sobre la dictadura porque allí donde se lee no hace falta decir nada. Por eso, La idea de un lago es estrictamente cinematográfica de una manera casi contradictoria, y en ese tironeo opta por ir desintegrándose lentamente entre los protagonistas y el espectador. Sus imágenes flotan el tiempo justo antes de convertirse en un polvo sombrío que, al caer sobre la superficie del presente, deja bien marcadas las huellas que señalan el camino hacia el futuro posible, como si el juego bellamente infantil con los materiales, e incluso esos momentos de una engañosa alegría a la que hay que estar muy atentos para llegar a “sentirla” hubieran, en verdad, protegido un ejercicio íntimo mucho más doloroso de lo que se nos ha permitido ver en este film al que el adjetivo “conmovedor” hace justicia como casi nunca lo ha hecho en la historia del cine argentino.

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