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El escenario de lo auténtico

Mónica Ramón Ríos | martes, 15 de agosto de 2017

En el coda de la película Viva (Paddy Breathnach, 2016), dos jóvenes ejecutan tareas domésticas en el balcón de un derruido apartamento de La Habana mientras se pasan de mano en mano a un bebé. El cuadro, compuesto de una toma larga, por una cámara ubicada al otro lado de la acera, se completa con la entrada de un tercer joven que toma al bebé y trata a los otros dos con fluidez afectiva. Ese reajuste al tema de la familia como happy end es engañoso, así como la centralidad que tienen dos de los tres jóvenes de esa escena en la totalidad de la película. Sólo uno de ellos, Jesús, es el protagonista; los otros dos han cumplido funciones más bien secundarias en las cuestas dramáticas por las que ha pasado el personaje principal. De hecho, esa escena final tiene una relación más bien programática con el resto del drama; allí se establece que los parámetros bajo los que se concibe la relación entre padre e hijo, tal vez en la misma medida que los parámetros bajo los que se concibe Cuba como la cruz de Occidente, han debido cambiar, a pesar incluso de ellos mismos.

 

La película cuenta la historia de Jesús, un joven peluquero que busca su identidad sexual dragueada bajo el nombre de Viva y modulando boleros de La Lupe en el escenario del club de travestis dirigido por la experimentada Mama. Aquella búsqueda se complica cuando hace aparición el padre de Jesús, un ex boxeador presuntamente muerto arrestado hace décadas por asesinato, y que quiere recuperar su vida a punta de alcohol y derroche de machismo. El drama queda establecido así en el conocido tópico de la relación padre-hijo; en Viva, el giro al tópico surgiría idealmente en que el reestablecimiento de los lazos simbólicos de la sociedad occidental requiere un reajuste de los límites del género, incorporando la fragilidad y la emoción, aspectos humanos que en la construcción afectiva de la película están vinculados con lo femenino y lo materno. Varios momentos nos permiten vislumbrar cómo se desarma el drama freudiano al introducir lo cuir/queer. En el primer espectáculo de Viva sobre el escenario del club, el encuentro entre el padre y el hijo está completamente sexualizado. Pero a pesar de que el director Paddy Breathnach intenta sostener ese flirteo entre el performer y esa particular audiencia, la escena termina desarrollándose bajo coordenadas poco densas: un arrebato de agresividad en el padre y la exacerbación de la pasividad en Jesús. La película, entonces, se separa de Viva y se concentra en el encuentro de Jesús con su padre, apuntalado por una serie de peripecias y anagnórisis propios del desarrollo melodramático. Eso hasta que el orden se reestablece en la conversión total de Jesús en Viva bendecida por el padre. Sólo entonces Jesús es capaz de encarnar la figura paterna, una figura paterna renovada, para el hijo de su amiga. Así pues, nos parece decir el guionista Mark O’Halloran, en el encuentro de Jesús con su autenticidad en el lip-sync de Viva, él encarna tanto a la madre como al padre.

 

En Viva no puede existir la opacidad. El trasfondo sobre el que se desenvuelve el drama identitario es completamente legible. De hecho, la película se sostiene sobre una cinematografía que hace brillar el polvo de La Habana –colores, por supuesto, vivos– y los pliegues dramáticos de los personajes. Asimismo, la cámara elige encuadres clásicos para enmarcar el trabajo de los actores, interpretaciones sobre las que se debe llamar la atención, pues sostienen el drama con cuotas fuertes de realismo. Tal vez los momentos más seductores sean cuando presenciamos los shows sobre el escenario, porque ahí radica la potencialidad de Viva: que la autenticidad surja sobre las tablas, en las miradas de los otros, y también en la mirada de uno como si fuera otro. Porque tal como ha sido descrito en innumerables ocasiones, el drama freudiano se trata únicamente del acceso del hombre a la subjetividad, diríamos a una posibilidad de encarnar un ser que coincida más o menos con el discurso de lo objetivo. La mujer o, mejor dicho, lo femenino como función en la sociedad queda relegado a la mera posibilidad de imitar ese acceso, de imitar la autenticidad. Viva, a pesar de presentar una cierta solidez técnica, no logra habitar esos complejos nudos por donde podrían eventualmente transitar los personajes. En cambio, deja que su complejidad se disuelva en el vínculo con el padre, la palabra y la ley. Su mirada que vuelve transparente y pintoresco el polvo de La Habana parece ser el proyecto de un turismo cosmopolita que mira, sin nunca cruzar la acera, los lugares que potencialmente podrían transformar la historia.

 

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