Es una sensación extraña ver los videos de Benjamin Clementine (Londres, 1988) cantando en el metro de París. Datan de hace apenas cinco años –de tiempos en los que, se dice, oscilaba entre la pobreza y la indigencia– e interpreta, sin mayor brillo, temas muy populares de Marvin Gaye, Sam Cooke o Bob Marley. No tendrían mayor relevancia si su carrera no hubiera despegado tres años después con la publicación de su sorprendente disco debut At Least For Now (2015), ganador del Mercury Prize (que reconoce el mejor disco británico del año y que ha sido otorgado a músicos como Portishead, PJ Harvey o Antony & The Johnsons). Su historia, entonces, podría limitarse a ser un simple cliché (similar a la de los programas televisivos de canto): el desclasado que, descubierto azarosamente por un manager, logra triunfar en los escenarios más reputados del mundo. Y sus videos callejeros funcionarían como una especie de credencial que demostraría la autenticidad de sus orígenes. Pero el salto de Clementine es distinto: no sólo es el de un músico que accede a mayores audiencias, sino el del individuo que pasa de habitar un entorno en donde apenas puede expresarse a otro donde puede construir, artesanalmente, cada arista de su obra. Es el paso del anonimato a la autoría; cuantitativo y cualitativo. El canto impersonal del metro se interna en una paleta expresiva amplísima, donde confluyen influencias que van de lo clásico a lo pop. La temática misma de sus canciones se impregna irremediablemente de este salto: no es que sean autobiográficas –o, mejor dicho, no es que eso importe– sino que son personales, es decir, están moldeadas por esas experiencias sin convertirse en caricaturas de lo autorreferencial. Basta escuchar un tema como “Adios”, donde cuenta en primera persona las razones y virtudes de una despedida; la canción súbitamente entra en un impasse, donde Clementine cuenta su encuentro con ángeles –y comparte, interpretándolas, las melodías que le cantaron–, no sin antes disculparse con el oyente por «disponer de su tiempo», como si todavía se encontrara en el metro y no frente a una audiencia atenta.
Este impasse importa por más razones: muestra la amplitud de su registro vocal y las técnicas que domina casi intuitivamente (un tenor lírico que en otros contextos se denomina spinto); revela su histrionismo, lo que en adelante será una de sus principales características; y demuestra que los rasgos personales con los que construye su obra están lejos de ser una simple marca identitaria: se articulan, al contrario, de fabulaciones y ficciones.
Las comparaciones con Antony Hegarty y Rufus Wainwright (ambos con carreras iniciadas alrededor del cambio de siglo, cuando Clementine era todavía un adolescente) son naturales: los tres compositores perviven en un mismo contexto, al menos en lo que se refiere a la industria musical, y comparten muchas de las características antes mencionadas (Clementine incluso menciona a Antony como un punto de inflexión para convertirse en músico). Las comparaciones con Nina Simone o Edith Piaf son ciertamente más arriesgadas, pero dan cuenta al menos de cierto ethos común: melancólico, doloroso, profundo. Pero hay otra influencia, atendida por algunos críticos, que encuentro fundamental para entender las formas en que la música de Clementine se desenvuelve (si es una influencia directa en su obra, lo ignoramos): nos referimos a Bola de Nieve. ¿Por qué? Porque el cantante cubano inventó, al menos para la música popular del siglo XX, una forma de interpretación pianística donde música y canto se estrechaban al punto de parecer corrientes de la misma naturaleza: ambas podían ser igualmente expresivas; influenciarse y corresponderse. Esa doble corriente convertía al producto final en un ente sonoro inmanejable, por lo que la estructura de la canción se flexibilizaba e incluso pasaba a un segundo plano en pos de la personalidad del intérprete-instrumento (por supuesto, en términos de estructura libre del piano antes de Bola de Nieve está Claude Debussy pero, para resumirlo drásticamente, creemos que el cubano filtra para el modo canción lo que el francés revolucionó para el sonido).
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Muchas de estas características encuentran un nuevo cauce en I Tell A Fly (2017), su producción discográfica más reciente. “Farewell Sonata”, el primer tema, ya establece que los caminos del álbum serán aún más intrincados que en At Least For Now. Un piano impresionista se verá abruptamente interrumpido por una batería más cercana al rock para, finalmente, volver a caer en su sonoridad delicada. Es un inicio arriesgado porque, según el cristal, puede escucharse sorprendente y refrescante o forzado y artificial. Es el borde, indisciplinado, en donde Clementine está dispuesto a caminar. Su voz se engrosa emparejándose con la batería en “God Save The Jungle” y, a la altura de “Better Sorry Than Asafe”, el tercer corte, ya ha terminado de establecerse en ese tono histriónico, que lo mismo acentúa o alarga los tonos y que, en general, le da un aire narrativo al recorrido de sus álbumes. Característica que hace que su música (como la de Anthony o la de Wainwright) sea comprendida también desde lo operístico. “Phantom of Aleppoville”, el primer sencillo del álbum, es el colmo de este proceso: el canto de Clementine se vuelve gestual, se asienta nuevamente sobre el piano que, a su vez, es contrapunteado por un clavicordio. Los elementos se superponen conformando un escenario barroco. Ya no habrá vuelta atrás: “One Awkard Fish” incluye una base rítmica que recuerda al drum and bass que se estilaba en Inglaterra a finales de los noventa; “Quintessence”, por el contrario, es un tema directamente debussiano, etcétera…Tal vez desde Tom Waits, tras su transformación a partir de Swordfishtrombones (1983), no se escuchaba un despliegue de gestos teatrales-musicales de alcances tan altos, si bien con intenciones muy distintas. Benjamin Clementine ha afrontado la «prueba del segundo álbum» con aplomo: la cantidad de elementos que hace confluir son riesgosos, decíamos, pero conforman su riqueza particular. Son las tentativas, acertadas o no, es lo de menos, de un músico que parece desbordarse.