Hay músicos (y tradiciones musicales enteras) a los que hay que hacer un espacio artificialmente. A los que, en medio del torrente de novedades discográficas, hay que inventarles un territorio donde puedan seguir siendo escuchados. No tanto porque de ello dependa su supervivencia –que es cierto–, sino porque es demasiado lo que las sociedades pierden si los olvidan. Si pierden los artistas pierden más los pueblos, podría ser la fórmula. Es el caso, creemos, de Alfredo Domínguez (Tupiza, 1938-Ginebra, Suiza, 1980). Guitarrista boliviano de excepción (hace 50 años se le reconoció como el mejor solista latinoamericano en el Festival de Folclore de Salta, Argentina), supo construir una obra personalísima montada sobre los ejes del folclore andino. En su obra se filtra una época: tiempos de reivindicación latinoamericanista, a la distancia los esfuerzos de sus exponentes parecen también sus estertores. Por eso sus obras son irremediablemente nostálgicas. Por eso también es urgente reivindicarlos.
Domínguez Romero está unido en varios puntos con Violeta Parra: ambos, además de músicos, eran pintores; los dos vivieron en Ginebra en puntos clave de su carrera; tanto Domínguez como Parra potenciaron las tradiciones musicales de sus tierras con respeto pero con arrojo. Ninguno de los dos tenía una voz privilegiada, pero sabían ponerla al servicio de la profundidad de su imaginario. Fue Violeta quien aconsejó a Alfredo: «Cuando quieras decir algo, dilo, aunque no tengas buena voz», animándolo a interpretar sus temas. Los dos murieron jóvenes: la chilena a los 49 años, el boliviano a los 42. Un último vínculo: Gilbert Favré, el famoso Run Run, pareja de Violeta durante varios años, grabaría junto a Domínguez y Ernesto Cavour cinco álbumes seminales para la música boliviana (la conformación sería la base del legendario grupo Los Jairas, con el que Domínguez colaboraría pero del que nunca sería un miembro estable).
Ya desde el primero, titulado lacónicamente Folklore (1966), se adivinarían los vuelos que la colaboración depararía: hay que escuchar un tema como “Mis llamitas”, un estudio para charango, donde el instrumento de de Cavour se despliega libremente, estrategia que Domínguez repetiría en sus álbumes como solista. Las formas son las del folclore boliviano (huaynos, bailecitos, tonadas o chacareras), pero su desarrollo es libre, muchas veces lúdico, otras tantas experimental.
Este proceso de reconfiguración era implícitamente político, pero a veces se explicitaba a través del humor. “Wakatokoris” (incluida en el disco Folklore 2, de 1967; inicia a partir del minuto 4:40), una canción tradicional del altiplano, se escenificaba con una coreografía que se mofaba de los toreros españoles. La interpretación del trío es muy destacada.
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Por no mencionar “Oui Madame”, de su disco solista Boliviano (1971, llamado en algunas ediciones Oui madame, je suis un indien y en otras Evasión), que describe algunas de sus conversaciones en Suiza. «Yo estoy segura que tú eres un indio, ¿pero dónde están tus plumas? / Me las quitaron en la aduana, señora», recita, antes de partirse de risa. Ese mismo disco contiene un verdadero pico creativo de su carrera, “Agonía del ave”, tema que puede resumir sus potentes visión creativa y técnica interpretativa. Muestra de su temprana educación clásica, “Agonía del ave” pronto se descompone en pizzicatos y golpes; estrategia que hace de esos efectos una especie de estructura narrativa.
Es, sin embargo, el álbum Vida, pasión y muerte de Juan Cutipa (1970), el que podríamos defender como la obra maestra del boliviano. Domínguez captura la historia cristiana y convierte en su protagonista a un indio aimara. Juan Cutipa es Jesucristo; su pasión: la alienación militar, la extenuación en el campo y la explotación en las minas. Álbum conceptual, alterna canciones y temas instrumentales –como en la mayoría de sus obras– porque lo que Domínguez no enuncia lo sugiere con sonidos. Tal vez por ello, “La muerte del indio”, el último corte del disco (aunque algunas ediciones incluyan seis temas más, entre ellos “No fabriquen balas”), no especifica si Cutipa resucita.
Como hicieran tantos en la época (Daniel Viglietti en “Cruz de luz” o Víctor Jara en “Plegaria a un labrador”), y en sintonía con las izquierdas latinoamericanas, Alfredo Domínguez iguala los mensajes del primer cristianismo y el comunismo romántico para recordar una coyuntura (la Reforma Agraria de 1952 en Bolivia) pero, sobre todo, para internarla en un horizonte poético. Vida, pasión y muerte de Juan Cutipa es, así, una obra histórica e íntima, tradicional y experimental, testimonial e imaginaria. «Juan ya vive horas extras / un sueño lo va envolviendo». Se conocen pocos álbumes latinoamericanos que reúnan tantas virtudes.