En siete largometrajes Todd Haynes ha creado un cuerpo de obra con características propias abordando, a través de diferentes géneros, la figura del outsider, un concepto que al adaptarse al español arroja significados valiosos y pertinentes para estudiar la obra del cineasta estadounidense: “forastero”, “intruso”, “desconocido”. Aquel que no pertenece, otra interpretación posible de outsider, el que está afuera, es una idea que ha permeado todo el cine de Haynes, cuyo tema principal es el conflicto entre el interior y el exterior.
La obra de Haynes, que nació en 1961, podría insertarse como parte del diálogo que establecieron los cineastas de la modernidad europea con los maestros del cine clásico de Hollywood. La vocación del estadounidense, ejercitada en el territorio de la experimentación, ha persistido. En Poison (1991), su primera película, que hoy puede ser leída como un compendio y, también, un presagio de su cine, convergen su gusto por lo fragmentario (consta de tres historias que se distinguen por su puesta de cámara: falso documental, noir y ensayo fílmico) y los temas de “quienes rechazan el mundo que los ha rechazado”, como menciona uno de sus personajes. Safe (1995), que sigue a una mujer que renuncia al mundo al descubrir su alergia a casi cualquier cosa, confirma la estela que sigue Haynes. La película conversa directamente con Desierto rojo (1964), de Michelangelo Antonioni, uno de los mayores exponentes del cine moderno, en donde una mujer es excluida de su realidad y establece una dialéctica entre lo individual y lo social. La protagonista de Safe, una película de horror, debe encerrarse para poder sobrevivir, renunciar a la interacción social.
Esta tensión entre lo íntimo y lo que se comparte es generada a partir del proceder de los personajes de Haynes, cuyos deseos casi siempre son subversivos en el contexto en que se gestan. Quizá por ello en sus películas siempre hay puertas y ventanas, cuyos umbrales indican las negociaciones para que algo que resulta desconocido pueda acceder al estatus de normal. Este pacto, por supuesto, no es simple. En Lejos del cielo (2002), por ejemplo, hay una imagen en la que Julianne Moore –que interpreta a una acartonada ama de casa de los cincuenta– cruza una puerta giratoria antes de que su mundo colapse al enterarse de la homosexualidad de su esposo y de que surja en su interior una pasión por su jardinero negro. Ese efecto de bisagra, que permite tanto entrar como salir a través del mecanismo de la puerta, es lo que ensaya la película: la (im)posibilidad de cruzar de un lugar a otro sin dificultades. Otro caso: En Carol (2015) tanto Cate Blanchett como Rooney Mara –enamoradas una de la otra, de nuevo en los cincuenta– atraviesan, abren y cierran múltiples puertas, que sirven como elementos que acentúan su lejanía o cercanía como amantes. Las imágenes de Blanchett sentada sola en la mesa de una cafetería con un gran ventanal, que retoma la extrañeza de la América de Edward Hopper, indican, también, la oposición y la amenaza recíproca entre el adentro y el afuera.
En otras películas este antagonismo es menos literal. En Velvet Goldmine (1998), que inicia con el descenso de un OVNI que deja a un bebé en la puerta de una familia, la figura del intruso es clara: se trata de una cinta sobre los ídolos del rock glam. El escenario, que separa a la estrella del aficionado, es una metáfora de la contrariedad que encarna la diferencia entre el observador y el ejecutante; también de cómo las fantasías, los deseos más secretos, pueden cumplirse a través de la ficción que encarna un performer.
Por otro lado, en I’m Not There (2007), una biografía fragmentaria de Bob Dylan, escudriña el alma del músico, específicamente en los episodios que retratan su juventud y la crisis que sobreviene con la fama; su condición de celebridad, de personaje admirado y odiado por el mundo, es, de igual forma, motivo de indagaciones fincadas en la esfera de lo social, a través de la recreación de fiestas y reuniones. En Wonderstruck (2017), la cinta más reciente del director, la sordera de dos niños es una de las razones por las que son considerados como outsiders, expulsados de una realidad sonora. En esta película la ciudad es el espacio al que acceden los protagonistas, que cruzaron el umbral de las puertas de sus casas, que abandonan para buscar a sus padres. Esta búsqueda de aliados, de alguien que comprenda sus deseos, es una reinvención del gran tema de Haynes (donde, otra vez, rompe la narrativa lineal, clásica, y entrega dos películas –un filme mudo situado en 1927 y otro sonoro en 1977– que convergen), que regresa al mundo infantil de una de las historias de Poison, donde un niño desaparece al cruzar una ventana y no deja rastro de sí. Su fuga es un síntoma de un mundo que no lo comprende.