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Vanidad de vanidades

Guillermo Núñez Jáuregui comenta ‘Vanidad’, el ensayo del italiano Mario Andrea Rigoni, que pasa de la oración-aguijón al registro de anécdotas históricas, o contemporáneas.

Guillermo Núñez Jáuregui | lunes, 19 de febrero de 2018

A finales del año pasado comenté aquí un ensayo que merece más atención, Entre un caos de ruinas apenas visibles (2017), de Guillermo Espinosa; pero me doy cuenta de que la conversación puede continuar con Vanidad, también de 2017, de Mario Andrea Rigoni (Asiago, 1948). Ambos libros permiten reflexionar sobre la manera en que se escribe ensayo, las distintas tradiciones que se ha elegido seguir o no. Aunque Ai Trani ha presentado el libro de Rigoni como una colección de aforismos, y sin ánimo de un gesto bizantino, creo que se asemeja más a un cuaderno de lugares comunes en torno a un tema (la misma estrategia, pues, que siguió Espinosa para comentar la cercanía entre el humor y lo fúnebre; no es el único punto de contacto entre estos libros, también Rigoni vincula a la vanidad con los memento mori).

Dividido en cinco apartados, Vanidad contiene algunas reflexiones sobre la naturaleza de este vicio, pero es particularmente divertido e interesante cuando de la oración-aguijón pasa al registro de anécdotas históricas, o contemporáneas, que se hermanan con el tema que recorre al libro. Va una, tomada de Victor Hugo: “En Choses vues, Victor Hugo cuenta que en París, en la rue Saint-Florentin, hay un noble palacio y una alcantarilla. El palacio es el Hotel Telleyrand, cuyo último morador había dominado durante treinta años la historia de Europa, atrayendo y capturando en su telaraña a ‘héroes, pensadores, grandes hombres, conquistadores, reyes, príncipes, emperadores’. En 1838, cuando Talleyrand murió, unos médicos embalsamaron su cadáver, abandonando el cerebro sobre una mesa: ‘ese cerebro que había pensado tantas cosas, inspirado a tantos hombres, construido tantos edificios, guiado dos revoluciones, engañado a veinte reyes, contenido el mund0. Un criado, que halló el cerebro olvidado, no sabiendo qué hacer con él y recordando que en la calle había una alcantarilla, lo tomó y lo tiró allí”.

Esta otra, sobre la vanidad de los literatos (de las que hay varias): “Un escritor me dice que desde hace dos meses está ocupado recorriendo el país, con la finalidad de promover su novela. ¡Promover un libro! Que lo haga el editor, es decir un empresario, es lógico y natural; pero que lo haga su autor, y de tal manera, me parece un imperdonable error de gusto, difícilmente distinguible de una forma de bajeza moral”.

La vanidad del conocimiento, de las sutilezas del autoescarnio, de las empresas artísticas; la aguda visión que tuvieron Leopardi, Cioran o Nietzsche sobre la cuestión; las gradaciones que van del esnobismo a la falsa modestia, incluso un comentario de Los embajadores (1533), la conocida pintura de Hans Holbein el Joven… el libro de Rigoni es una lección en las formas disponibles para atacar, ¿tal vez agotar?, un tema; del reporte de lectura, pasando por la reflexión fugaz o la anécdota pertinente, hasta el último apartado del libro, sobre la naturaleza contemporánea del fragmento. Más que un escritor que afila su mente con frases redondas, aquí parece operar el ojo atento de un coleccionista.

“Autorretrato de un aforista”, texto con el que cierra este título, es interesante por varias razones, entre ellas porque –si no era claro ya– revela la ascendencia elegida por Rigoni: Platón, Schlegel, Nietzsche, Cioran… (Rigoni estuvo a cargo de la edición italiana de la obra de Cioran, publicada por Adelphi). Es extraño cómo la obra de algunos de estos pensadores (específicamente, de Nietzsche y de Cioran), considerados por muchos académicos como filósofos de “segundo orden” (más que sistemas, ¿ofrecen ocurrencias?), comúnmente parecen ser meras lecturas de juventud. El libro de Rigoni, sin embargo, obliga a repensar la desfachatez intelectual juvenil, rebelde, que se asemeja tanto al estoicismo de la madurez. Explica Rigoni: “El escritor de aforismos, aunque sea un devoto o incluso un fanático del estilo, es animado ante todo por la preocupación, o más bien la obsesión, de la verdad, aunque fuera la verdad de que no existe ninguna verdad. Es esto lo que de todas formas convierte al escritor de aforismos en un moralista malgré lui. Por otro lado, éste rehúsa rebajarse a la explicación no sólo por razones de politesse y de elegancia, sino también porque cree que la intuición sea superior a la demostración y al discurso”.

Vanidad se suma, por su discreción, por su forma, por su brevedad, con toda naturalidad a “Notas sin texto”, la pequeña pero prometedora colección de Ai Triani.

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