Ciertas defensas de Hollywood se activan indefectiblemente todos los años, con ese instinto de autopreservación que lo acompaña desde fines de la década del setenta –la última verdaderamente importante del cine norteamericano– y suele preparar el terreno para dos o tres películas “trascendentes”, inclinadas hacia los “grandes temas” y dispuestas a repartirse los Oscar más prestigiosos en la cada vez más blanda ceremonia de la Academia. A esta altura de los acontecimientos, estas películas ya constituyen un género en sí mismas, y son perfectamente identificables por sus variables de cambio: enfermedades terminales, duelos familiares traumáticos, exploraciones sensibleras –que no sensibles– hacia el corazón de la llamada “América profunda”. Belleza americana (Sam Mendes, 1999) y Crimen imperdonable (2001, Todd Field) fijaron ese espacio de miserias redituables, y apenas iniciada la proyección, la tentación de leer Tres anuncios por un crimen (2017), de Martin McDonagh, como una cita sobreimpresa de todos esos ademanes mortuorios y afectados es muy pero muy grande. La película es larga y se toma más de una hora para instalar su anécdota, bien chocante como para que al espectador no le queden dudas al momento de orientar su brújula moral: en las afueras del pueblito del título original, una madre increpa al sheriff local mediante la colocación de tres anuncios publicitarios que le recuerdan la ineficacia oficial al momento de resolver el aberrante crimen sexual que tuvo a su hija por víctima.
Este inicio hace sospechar una variante rígida y afectada de las celebérrimas “concept movies”, famosas por poner las intenciones delante de la puesta, y todo apunta al subrayado y al énfasis predicador en este primer tramo que desconoce el valor del silencio y la sugerencia y se dedica a enunciar con pomposidad cada uno de sus temas. Pero entonces ocurre algo parecido a un (pequeño) milagro, cuando uno de los personajes centrales desaparece (como en una versión solemne y dislocada de Psicosis, de Hitchcock) y una repartija de cartas relanza la trama en una dirección inesperada (como en una versión vicaria de El cuervo, de H.G. Clouzot) y la saturación y la (sobre)carga de sabiduría dejan paso a una liviandad y una libertad de intenciones en las que el director McDonagh se aparta de la preparación de sacrificios para dedicarse al bordado de insinuaciones, a la captura de destellos de incertidumbre, a la búsqueda de la gracia desorbitada que habita aún en las criaturas más aparentemente irredimibles. Entonces el mecanismo de “screwball comedy” aplicado al drama membranoso comienza a funcionar como un reloj atrasado que buscará la sincronización que se le negara hasta entonces, y las cosas fluyen mucho mejor hacia un final tan delicado como desconcertante. Aunque la atmósfera de equívocos siniestros y la presencia de Frances McDormand remiten fuertemente al cine de los hermanos Coen (concretamente, a esa apoteosis del malentendido que fue Simplemente Sangre), Tres anuncios… no es cínica sino caprichosa, y su mérito último es no tanto la perfección visual como la inteligencia de saber apartarse a tiempo de ese “cine profesional del dolor” escrito por oficinistas malhumorados y dirigido por terapeutas de baja estofa.