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Música

Simon Reynolds: algunas lecciones del glam

En esta entrevista el autor de ‘Como un golpe de rayo’ (Caja Negra) se extiende en el mito Bowie y habla de los imaginarios populares

Miguel Ángel Morales | jueves, 22 de marzo de 2018

Simon Reynolds fotografiado por Adriana Blanchedi

Parece aún cercano el día en que David Bowie dejó de existir. Era de madrugada y la noticia nos tomó por sorpresa. El pierrot, el extraterrestre, uno de los tantos padrinos del punk, el ladrón de sonidos, el Major Tom, había muerto. A dos años del suceso, aún hay quien percibe su espectro. Por ejemplo Simon Reynolds (Londres, 1963), que ve en el último disco de The Weeknd alusiones al Delgado Duque Blanco. Autor de libros seminales de la música popular como Retromanía, Postpunk: Romper todo y empezar de nuevo o Después del rock (todos editados en nuestro idioma por la editorial argentina Caja Negra), aquel 11 de enero Reynolds terminaba los últimos detalles de un libro sobre el glam. La muerte de Bowie también representó el punto final para Shock and Awe (2016). Conmoción y asombro.

Recientemente llegó a nuestro país la traducción al español de aquel libro, a cargo también de Caja Negra. Su nombre es Como un golpe de rayo. El glam y su legado de los setenta al siglo XXI (un título más perfilado y creativo que el original, a mi parecer), un tabique de casi 700 páginas que desmenuza casi cincuenta años de una forma musical, una imagen, una actitud que perdura hasta hoy: el glam. Sobre todo es una historia puntual con tintes postestructuralistas del mito Bowie (hay ecos de Barthes, Berger, Derrida). Aparece justo en el momento en que quienes llevan la obra del creador de Ziggy Stardust mantienen una profusa campaña de preservación: box sets, recopilaciones, incluso actividad constante en redes sociales.

¿Aún hay algo por rascar de una veta constantemente explotada como la suya? Libros como Starman (2010), de Paul Trynka, o Bowie (2016), de Simon Critchley, abordan la vida del artista desde una perspectiva personalísima y desnuda o diseccionando cuasi filosóficamente sus canciones, discos y look. El primero, sobre todo, hace un minucioso trabajo con aquellos episodios decisivos en la vida del inglés: entrevista con el tipo que le golpeó el ojo, los años de Berlín, etc. Incluso se vende como “la biografía definitiva” del artista. La virtud de Como un golpe de rayo es que, en vez de sólo colocar a Bowie como la figura principal del relato, también se detiene en otros pequeños universos que le dieron sentido a aquel referente de la música pop: el imperio efímero de Marc Bolan, la exquisitez de Roxy Music, la obsesión que rayaba en lo barroco de Queen, la violencia protopunk de grupos como The Runaways o The Tubes. Da un contexto menos romántico y más crudo y contextualizado a momentos que hoy se asumen como icónicos del glam. Ahí están, por ejemplo, los casos de Lou Reed e Iggy Pop: lejos de ratificarlos como amigos inseparables de Bowie, Reynolds los plasma en una dimensión más problemática, acaso infernal, en plena pugna por defender sus ideas ante un Bowie demasiado controlador.

¿Nos dice este libro quién es Bowie? Sí y no. Sobre todo hace una historiografía de la falsificación en el pop y del impulso que tiene la fantasía en el imaginario musical. Es, también, el relato de una contradicción eterna: la carrera de Bowie. Mientras en su época Ziggy el sector gay lo consideraba un turista accidental, otros muchos veían en él a un transgresor de la cultura pop. Pero la descripción a la que más recurre Reynolds es la de narcisista: “una entidad hecha de lo que ha visto”, un fanático sensible. Visto así resultan menos escandalosas citas del cantante como “Soy como una copiadora fotostática” o “No soy más que una colección de ideas de otras personas […] Siento que hay una falta enorme en mi vida, y no estoy seguro de qué pueda ser”. Reynolds desentraña una faceta que crece en dos niveles: la del artista como repositorio constante de influencias y la del dictador que ejerce su dominio creativo con quien se deje; incluso nos recuerda los coqueteos abiertos de Bowie con la imaginería nazi.

Portada del libro editado por Caja Negra

Algo de lo que más destaco de Como un golpe de rayo es que muestras a Bowie como un fanático, como un coleccionista. ¿Qué significó para ti plasmar esa faceta?

Creo que ese lado de Bowie es un tanto conocido, al menos entre sus seguidores. Lo que me interesó particularmente fue la forma en que se describió a sí mismo como un coleccionista, una esponja humana absorbiendo influencias de todas partes, incluso de personas. De esta forma absorbería e imitaría voces, expresiones y gestos, así como ideas intelectuales o artísticas. Y parecía haber una especie de autodesprecio allí: una sensación de vacío, un temor de que no había un verdadero centro original para él y de que todo él era una colección de cosas prestadas y robadas. Sentí que era muy interesante y posiblemente sintomático de nuestra era. Ciertamente me he sentido como un «alma hambrienta», llenándome de cultura e ideas. Así que cuando leí a Bowie hablar así de él, más que nada sentí una identificación: que veníamos de un entorno inglés suburbano similar, socialmente precario, de clase media, que éramos en gran parte autodidactas (fui a la universidad pero la mayor parte mis ideas sobre arte, política, etcétera, provenían de la lectura indiscriminada en mi tiempo libre, a diferencia de lo que estudié en Oxford), y que siempre estaba ansiosamente buscando estímulos, nuevas ideas, nuevos sonidos, en cierto sentido llenando un vacío provocado por este estilo de vida suburbano esencialmente ateo y sin fe.

Él creció en los años sesenta en una ciudad en el extremo sur de Londres, yo crecí en los años setenta en una ciudad un poco más alejada de Londres, en el lado norte de la ciudad, pero esencialmente era un tipo de contexto muy similar, y una forma parecida de crear una identidad cultural propia. Desde luego, yo no tengo talento musical, por lo que el camino de la interpretación no me llamó la atención, pero me convertí en una especie de intérprete de la página impresa, dramatizándome a mí mismo y, de alguna forma, creando una serie de narrativas heroicas en las que yo era la estrella. Mi cultura no era la Iglesia de Inglaterra, sino la revista NME y otras publicaciones de música, John Peel y la radio nocturna de la BBC. La música era mi sistema de creencias. Hay un tipo similar de experiencia británica hipster con la vida de Bowie, sólo un poco antes en el tiempo, con puntos de referencia ligeramente diferentes: inicialmente el jazz y los beats, para Bowie.

Era un tipo de coleccionista particular, y entre esos fanatismos está su gusto por la imaginería nazi y el totalitarismo. ¿Qué implicaciones tiene aquella particular fascinación en una época de corrección política como la actual?

Hoy en día el tipo de declaraciones que Bowie hizo entre 1975 y 1976 terminarían una carrera. Pero sorprendentemente la gente lo toleró, de la misma manera que Eric Clapton pudo tener una carrera a pesar de sus comentarios racistas indignantes y ofensivos a mediados de los años setenta. También debes pensar que la conducta sexual de muchas estrellas de rock en esos años acabaría con su carrera en la actualidad, pero en aquel momento nadie parecía pensar que fuera incorrecto que Jimmy Page, Iggy Pop y otros estuvieran saliendo con chicas menores de edad.

Desde Elvis hasta Little Richard, pasando por los Beatles y los Stones, el rock siempre privilegió la imagen a través del maquillaje, los atuendos extravagantes y una actitud retadora. Pero más allá de ello, ¿podría decirse que Bowie es uno de los pioneros de una hiperconciencia de lo visual? ¿Cómo se insertó Bowie en esta época postdigital de memes, videos cortos y mensajes virales?

Creo que es más una criatura de la era analógica: el video como cortometraje, la sesión de fotos para las portadas de los discos y los anuncios de las revistas, el concierto de rock como experiencia teatral con accesorios, telones de fondo y escenografías. Los lanzamientos de The Next Day (2013) y Blackstar (2016) usaron hábilmente Internet y todas las técnicas digitales modernas, pero no sé si fue pionero en algo. Pensaría que Bowie encontraría la forma digital de hacer las cosas demasiado cerca de una forma de sobreexposición, algo que degrada la mística. Pertenecía a la era de los medios analógicos y a una especie de economía de la imagen, donde buscabas una aparición televisiva rara o en un programa de entrevistas o que tus fotografías aparecieran en periódicos musicales semanales como una especie de otro mundo de elegancia y extrañamiento.

Tenía una predilección especial por las imágenes apocalípticas y de catástrofe. ¿Qué crees que pudiera haber pensado acerca de la era Trump, la crisis europea y la ansiedad por una posible Tercera Guerra Mundial?

Creo que habría recibido la triste satisfacción de tener la razón acerca de sus intuiciones apocalípticas. Tenía una visión fundamentalmente oscura, sombría y desesperada de la humanidad y se lanzó a lo que los alemanes solían llamar Kulturpessimismus. En la mente de Bowie, Occidente estaba perpetuamente al borde de la decadencia de Weimar y de la barbarie totalitaria.

En su tiempo, la estrategia mercadotécnica en torno a Bowie fue revolucionaria. La imagen que retratas acerca de “venderlo” como la cadena Nathan vende salchichas aún me parece agresiva, pero actualmente el proceso de vender la imagen de un artista quizá es más violento. ¿No resulta un problema que la publicidad se haya convertido en algo más importante que la música?

Una de las ideas subversivamente cínicas del glam fue que desbordó la idea surgida en el underground de finales de los sesenta de que la música rock era más que un producto, que era la expresión de una comunidad. Bowie, Roxy, Alice Cooper y otros se deleitaron con la idea de que se estaban vendiendo e incluso exploraron la idea de que la promoción podría ser una forma de arte y que un verdadero artista pondría tanto esfuerzo e inteligencia en el empaque y la promoción como lo hicieron en la música misma. Estaban alertas al hecho de que el underground era su propia forma de «capitalismo hippie». Y, de hecho, sellos de rock progresivo y postpsicodélico como Island, Virgin y Charisma fueron astutos en su propio uso de la publicidad y el empaquetado de discos en la creación de una identidad de marca, utilizando imágenes enigmáticas, codificadas, ingeniosas y surrealistas para atraer a las audiencias de cabello largo que fumaban mota.

Uno de los problemas para cualquiera que intente hacer arte clandestino o contrahegemónico es que necesariamente está operando en el mercado, por lo que se ve atraído por una mentalidad emprendedora, empieza a pensar en estrategias promocionales, etcétera. Hay una alternativa, por supuesto, que es regalar cosas y permanecer completamente fuera de la economía de intercambio. Pero con contadas excepciones –los festivales gratuitos a finales de los años sesenta y setenta, la radio pirata durante los rave noventeros o los músicos de nicho que regalan sus sonidos en Internet hoy en día– la música popular siempre ha llegado a su audiencia a través de la forma de la mercancía. El mensaje puede ser anticapitalista, o al menos hablar de valores más allá del capitalismo, pero necesariamente toma la forma del comercio.

Del glam a la posverdad

El glam y su legado. Gente maquillada con un rayo carmín a mitad de la cara, diamantina en el cuerpo o cabello enchinado en el salón de belleza, tratando de parecerse a sus ídolos. Hoy en día esto nos parece cualquier cosa: sólo hay que pararse en alguna convención de cómics o manga, en un concierto de k-pop o en uno de esos recitales armados por bandas nostálgicas sacadas de alguna estación de radio. Pero esa fue una lección bien enseñada por el glam. La ficción puede ser más real que lo real: un refresco de uva en realidad no sabe a una uva “verdadera”. Desde la visión glam esto no importa demasiado. Su búsqueda es otra: ¿qué sentido tiene aspirar a cambiar el mundo cuando puedes vivir en otro completamente distinto, más interesante? De Lady Gaga a Kate Bush, pasando por Sia, The Smiths, Kiss o Suede, el glam se ha traducido en formas de reinventarse a uno mismo, como un Narciso que se ve ante miles de espejos distorsionados, todo con tal de sobrevivir a los cambios.

© Adriana Blanchedi

Has dicho que expresiones como el glam y en general cierto tipo de rock surgido a partir de los setenta son producto de la crítica. Ahora, lo sabemos, la crítica y el análisis musical se encuentran en un momento difícil. ¿Qué tipo de música crees que esté resultando de la falta de crítica?

No recuerdo haber dicho que el glam como estilo fue creado por la crítica, pero ciertamente la música rock y el discurso que la rodea –como se expresa a través de la prensa musical semanal– formaron un sistema simbiótico. Hubo una sinergia entre los músicos más reflexivos y con mentalidad crítica (como Bowie, Bryan Ferry, Brian Eno, Steve Harley de Cockney Rebel, que en realidad había sido periodista) y los principales críticos en los periódicos musicales del Reino Unido: escritores de la Melody Maker como Richard Williams, Michael Watts y Roy Hollingworth, y más tarde escritores de NME como Nick Kent, Ian MacDonald y Charles Shaar Murray. Había una importancia similar para ciertos escritores en revistas estadounidenses como Creem y Rolling Stone. Lester Bangs, por ejemplo (junto con otros escritores como Greg Shaw y Dave Marsh), fueron tan influyentes en la formulación de la ideología punk como lo fueron grupos como The Stooges, The New York Dolls o los Flamin Groovies. El punk era un término que flotaba en torno a documentos musicales estadounidenses y británicos desde 1972. En la famosa conferencia de prensa del Hotel Dorchester del verano de 1972, Charles Shaar Murray le pregunta a Bowie si tiene alguna relación con los tres conceptos principales del día: funk, camp y punk. Roy Hollingworth, corresponsal en Nueva York de la Melody Maker, escribió su primer texto sobre los New York Dolls en 1972 y su celebración hacia ellos es pura ideología punk, seis años antes de los Sex Pistols.

Incluso hoy existen subescenas donde los músicos piensan como críticos y describen lo que hacen en términos conceptuales. Me encuentro con músicos que han crecido leyendo mis libros, a veces en un contexto académico, y que están claramente inmersos en la teoría del rock y una gran cantidad de estudios culturales. Microgéneros como el vaporwave son inseparables de su teorización; han sido creados tanto por músicos como James Ferraro como por críticos como David Keenan y Adam Harper. Es difícil escuchar vaporwave sin las teorías que explican su supuesto significado: no creo que la música sea lo suficientemente fuerte o interesante como para sostenerse por sí misma. Pienso en esta tendencia como «conceptrónica», donde un lanzamiento suele ir acompañado de una losa de texto bastante densa y prohibitiva, similar a lo que acompañaría una exposición de arte visual de vanguardia.

Pero es verdad que la mayoría de la música que se está haciendo y escuchando hoy no surge de un contexto discursivo elevado. Creo que las personas escuchan cada vez más de una manera relajada y utilitaria, y realmente no esperan que la música cambie sus vidas o cambie el mundo. La música es cada vez más sencilla: reconfortante o un telón de fondo para otras actividades. No es un sitio para la formación de identidad en la misma medida en que solía ser. Dicho esto, mi hija está metida de lleno en el emo y parece estar proporcionándole algún tipo de rol en la formación de su identidad. Si ella alguna vez querrá leer una revista emo o una crítica emo eso ya es otra pregunta.

Se habla mucho de las formas de colectividad que se han generado a partir de las tecnologías digitales. Sin embargo, veo que tu postura es de preocupación por el “ahora digital infinito”. ¿Qué perspectivas positivas crees que pueda ofrecernos este presente perpetuo en cuestión musical?

Realmente no puedo pensar en nada, aparte del hecho de que es muy fácil acceder a una gran variedad de formas de archivos musicales e incluso música contemporánea sin costo. YouTube, las plataformas de streaming, las descargas ilegales de álbumes que comparten blogs, SoundCloud y Bandcamp: todo esto ha hecho que adquirir una educación musical sea extremadamente fácil y se encuentre disponible para todos. Pero lo que desaparece es una sensación de contexto histórico, el significado de la música, la razón por la que existió en un lugar y un tiempo particulares. Simplemente se convierte en un “banquete de sonido» del que puedes darte un festín. Tiendo a sentir que el estrechamiento de la entrada de estimulación permite una relación más intensa con la música, ya sea como fanático o como músico creativo. Hay pocas cosas menos interesantes que el eclecticismo, ya sea cuando los músicos son eclécticos o como un modo de escuchar para el consumidor. Siento que el nuevo estado de ánimo nos alienta a escuchar ampliamente, pero de manera superficial. No hay virtud intrínseca en ser «escuchado ampliamente». O, de hecho, en ser «ampliamente leído», para tal caso.

Si alguna vez definiste a la primera década de los 2000 como la primera de la música pop que la historia recordará por su tecnología musical antes que por la música misma, al final de la segunda década ¿consideras que esta situación ha cambiado un poco?

No estoy seguro. Las cosas se han calmado un poco, pero mucho de lo que sucedió en la segunda década es la intensificación y la estabilización de lo que fue perturbador y nuevo en la primera década del siglo XXI. El streaming realmente está cambiando muchas cosas sobre cómo consumimos música, destruyendo la idea de poseer música. Spotify y demás existieron en la década de 2000, pero realmente han triunfado en los últimos siete años más o menos. Podemos recordar esta época por las tendencias contradictorias de la transmisión, pero también por el resurgimiento del vinilo, con el extraño aspecto de que vinilo durará más que el disco compacto.

Vivimos tiempos de bravuconería. Ya lo has dicho al comparar la actitud de Tony Defries con la de Donald Trump. El hecho de que ese perfil bravucón, adaptable a las fantasías de las personas, haya llegado a la presidencia nos dice mucho sobre Estados Unidos. ¿Crees que, en ese sentido, el imaginario totalitario del glam aportó algo al enaltecimiento de este perfil?

No creo que exista una relación causal entre el glam y la situación actual, pero sí me llama la atención cómo es que la ideología del glam se adapta al momento cultural actual de la política como entretenimiento y a la posverdad. La elisión de la historia del rock en el mundo del espectáculo, la idea de que puedes reinventar tu personalidad y tu sistema de valores en un abrir y cerrar de ojos porque la consistencia y la integridad no importan, la obsesión con la fama como valor supremo y el uso de la publicidad como una forma de propaganda: esos son conceptos de la era del glam y del presente.

También me llama la atención la obsesión del Bowie de mediados de los años setenta con la idea de un líder fuerte que saliera del ámbito del entretenimiento (en su apogeo, durante la locura de la cocaína, pensó que él mismo podría ser el dictador) para dominar Occidente y rescatarlo de la decadencia. Eso parece ser una profecía del momento actual con los hombres fuertes autoritarios en aumento en toda Europa y más allá.

También estoy muy interesado en la ideología del pensamiento positivo, que está profundamente arraigada en la cultura estadounidense, y puede verse manifestándose en todas partes, desde filmes como Los juegos del destino hasta los pronunciamientos de Lady Gaga. Tanto Donald Trump como Oprah Winfrey –que bien puede postularse a la presidencia contra Trump en 2020– son creyentes del pensamiento positivo: la idea de que si se piensa en algo con suficiente fuerza va a suceder. El pastor del joven Trump fue Norman Vincent Peale, que escribió el best-seller The Power of Positive Thinking. El pensamiento positivo es una forma de pensamiento mágico y funciona a través de la autohipnosis: visualizas tener éxito o lograr un sueño en particular, haces autoimágenes positivas y simples declaraciones de optimismo en tu inconsciente: si deseas algo con suficiente fuerza, pasará. Por mucho que el pensamiento positivo sea la verdadera religión estadounidense, también es muy similar al pensamiento glam: la idea de que puedes crear una nueva personalidad y hacerte famoso a fuerza de quererlo con ahínco. Es la idea, tal como se expresa en El show de terror de Rocky –posiblemente la película glam por excelencia–, del «No lo sueñes, selo». El pensamiento positivo es una gran fuerza despolitizadora, porque ejerce toda la presión sobre el individuo; dice que si no has logrado tus sueños es porque no luchaste duro.

Ciertamente el glam fue una manifestación temprana de la idea de que lo más importante del mundo es ser famoso. Pero puedes ver estas ideas burbujeando a lo largo del siglo XX: Trump es la culminación de Hollywood o la invención de la televisión, ya que es una especie de estrella de rock. La idea de la virtud cívica y de ser un buen ciudadano que contribuye silenciosamente al bienestar de la sociedad se ha visto erosionada por la ideología de la fama como una especie de estado utópico, un paraíso en la Tierra. “Cuando eres una estrella, puedes hacer cualquier cosa”, como lo expresó Trump (específicamente en el contexto de cómo podía acercarse a cualquier mujer y empezar a besarla o manosearla). Esa actitud es muy parecida a una cierta idea de lo que es ser una estrella de rock: licencia absoluta. Tal idea aún sigue muy viva en el hip hop contemporáneo, donde un grupo como Rae Sremmurd se describe a sí mismo como los «Black Beatles», Future se hace llamar «Future Hendrix» y Post Malone tiene un gran éxito con la canción «Rock Star».

¿Podrías nombrar algunos de los nuevos proyectos musicales y artísticos que te parecen más interesantes en América Latina?

Me temo que no estoy realmente al tanto de lo que está pasando en América Latina en estos días. La última artista a la que realmente me acerqué fue Juana Molina. Ella tiene un sonido muy original.

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