16 de agosto de 2017

La Tempestad

También las artes cambian al mundo

21/11/2024

Literatura

Constelación sin relato

La producción literaria reciente en México, de la que forman parte autores que nacieron a partir de 1980, oscila entre el realismo y la preocupación por una prosa capaz de generar fricción. Guillermo Núñez se encarga de hacer este diagnóstico

Guillermo Núñez Jáuregui | jueves, 3 de mayo de 2018

'Fosa y fuente' (2015), de Ramiro Ávila

Tanto asomarse al panorama de nuevas editoriales independientes (que aún deja varias tareas pendientes) como discutir algunas de sus apuestas (por ejemplo, la primera novela de Javier Raya, La rebelión de los negros) abre el apetito para continuar con la conversación sobre la producción literaria de nuestro país, especialmente la reciente. En La Tempestad, ya sea en sus páginas como en este sitio electrónico, hemos procurado ser atentos al trabajo no sólo de escritores consagrados de distintas lenguas, sino a las voces que se han abierto camino en los catálogos de editoriales, independientes o no. Para mantener esta conversación acotada al trabajo de narradores y narradoras nacidas a partir de 1980 en nuestro país, antes tendría que subrayar que ya se han comentado libros de relatos, como Las enemigas, de Claudina Domingo (Ciudad de México, 1982); Cómo piensan las piedras, de Brenda Lozano (1981, también de la capital); o Mil monos muertos, de Franco Félix (Hermosillo, 1981), por no mencionar a quienes han nacido en la vecindad de la década de los setenta. Como siempre, el diagnóstico en el área de narrativa breve sería insuficiente pero se aprecia la oscilación entre la fidelidad centenaria al estricto realismo y la preocupación por una prosa capaz de generar fricción. En este sentido debe llamarse la atención a la novela breve de Gabriela Torres (Nuevo León, 1982), Piscinas verticales, que se enfrenta a las expectativas del lector con un relato enrarecido en forma y estilo; o al archi-citado caso de Fernanda Melchor (Veracruz, 1982), quien ha atacado géneros como la crónica y la novela.

Pero no nos adentremos, aún, al amplio territorio de la novela (el género predilecto de tantas editoriales). Antes, señalemos que escritores nacidos en los ochenta también han incursionado en los géneros que privilegian el punto de vista intimista o personal, como el diario que coquetea con el ensayo (como Cuaderno de faros, de Jazmina Barrera, nacida en 1988) o la colección de ensayos (como Raciones mínimas, de Edgar Yepez, de 1982). La voz personal, o que finge serlo, tiene una clara ascendencia en muchos de estos escritores. En el caso de Daniel Saldaña París (1984) se aborda temáticamente, en su poemario La máquina autobiográfica (2012), pero también estratégicamente, como da cuenta el punto de vista usado en su novela de 2013, En medio de extrañas víctimas (2013). En este sentido han sido refrescantes las novelas donde pesa más el imaginario enrarecido (como el de Humo, la novela de Efrén Ordóñez, nacido en 1983), especialmente cuando choca, encima, con una prosa inventiva (como en Yakarta, de Rodrigo Márquez Tizano, nacido en 1984).

Aunque acotada (¡apenas se asoma la poesía!), se trata de una constelación de autores en activo demasiado amplia como para sugerir que comparten, o no, intereses, temas, apuestas formales o concesiones. Es muy pronto para arriesgar tesis colectivas pero habría que insistir en la sombra de Roberto Bolaño (y en general, ¿del catálogo de Anagrama?) que se aprecia en novelas como la ya comentada La rebelión de los negros pero también en otros lugares.

En la edición del año pasado del Hay Festival de Querétaro, durante una conversación pública César Aira hizo una buena caricatura sobre la novela escrita por jóvenes. “Todas empiezan igual”, señaló, “el joven se despierta después de una borrachera en una habitación llena de latas de cerveza y comienza a recordar la noche anterior, cuando discutió con su novia”. Aunque exageradas, es obvio que las caricaturas encierran una verdad crítica. Lo traigo a cuento porque, compartiendo esta visión sardónica pero, extrañamente, colocándose como sujeto de la crítica, es donde podemos ubicar la primera novela de César Tejeda (Ciudad de México, 1984). Es algo que se desprende incluso de su título: Épica de bolsillo para un joven de clase media. Se trata de una novela realista, con múltiples guiños autobiográficos (como Julio Antonio, el narrador-protagonista de la novela, Tejeda formó parte del consejo editorial de una revista de espíritu bolañesco; la ficticia se llama Los Necios, nombre no muy lejano al auténtico, Los suicidas). Pero sirva esto sólo como un punto de partida: lo interesante es el paso que ha dado Tejeda como narrador (y como editor, ahora forma parte del equipo detrás de Antílope). Aún desde las coordenadas de la auto-ficción, y del humor, en su libro más reciente ha logrado una tensión entre el relato novelado y lo biográfico, como puede leerse en Mi abuelo y el dictador. Ese libro, publicado en agosto del año pasado, forma parte del catálogo de Caballo de Troya, un sello abrigado por Penguin Random House. Tendría que discutirse cómo Mi abuelo y el dictador convive con otros títulos aparecidos en el mismo sello (como El emisario, de Alejandro Vázquez Ortiz, o Matagatos, de Raúl Aníbal Sánchez), así como sobre la naturaleza misma de Caballo de Troya (que se jacta de tener un espíritu independiente a pesar de contar con las herramientas de una trasnacional…). Pero esa discusión tendrá que ser en una entrega futura.

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