16 de agosto de 2017

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El archipiélago de Wes Anderson

Creador de un mundo particular, el director estadounidense es un caso ejemplar de cómo desarrollar una visión propia dentro de una maquinaria como la de Hollywood; aquí, un recuento de los temas y las obsesiones del director de ‘Isla de perros’

Guillermo Núñez Jáuregui | jueves, 10 de mayo de 2018

Sigue en cartelera Isla de perros, el filme más reciente del realizador texano Wes Anderson. Es su segundo largometraje de animación stop motion (o animación en volumen). Sus fieles seguidores pueden volver a un rito conocido y familiar: enfrentarse (aunque sin demasiada fricción) a una cinta que subraya la idea de que todavía existen auténticos autores en el cine. En La Tempestad ya se ha revisado [como se hizo en nuestra edición 97, a propósito de El gran hotel Budapest], la manera en que su cine se desmarca del trabajo de quienes han hecho una obra a partir de la parodia o el pastiche (como Quentin Tarantino). Aunque abreva, famosamente, de la historia del cine, el de Wes Anderson es un meticuloso trabajo de adaptación que tiene, como objetivo final, el crear un mundo propio.

No es exagerado decir que ver una película de Anderson es muy parecido a ver otra, pues los aires de familia (especialmente con sus repartos recurrentes) son muy marcados. No se trata, por supuesto, de una homologación de marca (en un sentido comercial) tanto como la insistencia en obsesiones, temáticas y estilísticas. Es un fenómeno particularmente interesante cuando en su cuerpo de obra se incluyen dos películas animadas (la anterior, de 2009, adaptó una novela infantil de Roal Dahl, la homónima El fantástico señor Fox); cosa que a uno le hace dudar de que no haya hecho otras cintas animadas, o si se prefiere, reconocer la extrañeza ante la impresión de que todas ocurran en un mismo universo. ¿Cómo puede ocurrir esto? ¿Por qué los elementos animados, por ejemplo, de La vida acuática con Steve Zissou, no son chocantes sino naturales? La respuesta cifra, a su vez, la razón de que las tramas más bien sencillas que vertebran las películas de Anderson no sean lo más interesante de sus cintas (a excepción, tal vez, de Bottle Rocket de 1996 –traducida como Ladrón que roba a ladrón pero también Buscando el crimen–, en la que los elementos formales explotados por el realizador ya son reconocibles pero no tan desarrollados; tal vez de allí que sea la cinta que mejor encaja en un género de cine clásico, el de crimen).

Si las tramas de Anderson, que a menudo giran en torno a la rebeldía, son los esqueletos, la musculatura de sus animales es lo más interesante, así como el terreno en el que se mueven. El que se desprende de sus impresionantes diseños de producción es un estilo barroco y preciosista, que recuerda la línea clara de los dibujos de Hergé y detalladísimas capas yuxtapuestas, como las usadas en los mundos creados por Ridley Scott en sus cintas históricas o en Blade Runner. Es ya tan reconocible el estilo de Anderson que sus émulos brillan en la derivación (como se ve en Los hermanos Bloom, de 2008, de Rian Johnson; o en Submarine, de 2010, de Richard Ayoade). La creación de sistemas internos detallados, como puede ocurrir en una novela compleja o de fantasía, invitan a la relectura y la revisión; algo similar debe decirse de las cintas de Anderson, que pueden consumirse y revisitarse hasta el empalagamiento.

En Isla de perros, las maquetas diseñadas por Paul Harrod para la ficticia y futura Megasaki City, o para la distópica isla de basura a la que son expatriados los canes, tal vez no recuerden nada visto anteriormente en el cine del texano (Harrod se inspiró en el movimiento metabolista japonés para la ciudad; y la isla de basura está poblada por híper-objetos que bien podrían haber salido de las siniestras teorías de ecología oscura planteadas por Timothy Morton).

Al mismo tiempo, no puede negarse que existe un método para abordar la creación de estos sets, maquetas y paisajes visuales: se privilegian ciertas paletas de colores pastel, los espacios y encuadres simétricos, el uso insistente de tomas de materiales ya cubiertos en tomas maestras, la atención a la minucia… el método se ha replicado en cada una de sus películas: en la abigarrada casa de los Tenenbaum (de la cinta de 2001), en el gran hotel de Budapest y sus alrededores (2014); en los sets teatrales de Max Fischer, en el barco de Zissou, en el tren Darjeeling, o en la isla de Nueva Inglaterra de Moonrise Kingdom (2012). ¡Etcétera! “Etcétera”, por supuesto, es el término más útil ante la tarea de enumerar los múltiples elementos que acompañan a las esquemáticas tramas de persecución, venganza, rescate o encuentro que movilizan las películas de Anderson.

Es extraño que en un cineasta obsesionado con la rebeldía juvenil (o el desastroso resultado que tiene cuando esa insolencia es compartida por adultos, traduciéndose en cómicos y patéticos “malos comportamientos”) tenga tan firme manejo de sus universos, o una afinidad tan clara por el uso de narradores omniscientes (en Isla de perros la voz del narrador le pertenece a Courtney B. Vance). Al mismo tiempo, explica que vuelva una y otra vez la relación entre pupilos y maestros, entre padres e hijos, tutores y alumnos. De esas paradojas y esas relaciones es de donde surgen las situaciones que se prestan al humor ambiguo de sus cintas. La incipiente sexualidad de sus protagonistas rebeldes también sirve como el origen explicativo de varias de las tensiones narrativas (algunos críticos han notado la alta población de pre-adolescentes de doce años que se encuentran en sus cintas; también ocurre en Isla de perros, Atari –con la voz de Koyu Rankin– comparte varias características con Sam –Jared Gilman–, el voluntarioso puberto de Moonrise Kingdom).

Un comentario final debe hacerse sobre la representación fácil de consumir (que impide la fricción) de cualquier suceso auténticamente chocante o violento en las cintas de Anderson. Todas están punteadas por caricaturas de actos violentos: tanto en Isla de perros como en El gran hotel Budapest, por ejemplo, se representan decapitaciones, pero ninguna rompe la atmósfera de fantasía en que se desarrollan. Es tal el dominio de Anderson sobre la creación de sus mundos, que la violencia se desactiva para ser fácil de aceptar (o consumir), como ocurre en tantas fábulas infantiles. Son mundos que pueden ser peligrosos, como los recorridos que plantean las historias de los hermanos Hansel y Gretel o Caperucita. Esta violencia de fantasía, en relación a la rebeldía, recuerda el lugar que tiene Anderson en el sistema de cine hollywoodense: se trata de un autor con una visión singular que, sin embargo, ha encontrado su lugar en una máquina de hacer cine que niega la singularidad. Una voz original, claro, pero inofensiva.

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