16 de agosto de 2017

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Literatura

‘Al morir Jonathan’

Presentamos un adelanto de la novela ‘Al morir Jonathan’, del escritor francés Tony Duvert (1945-2008), que la editorial mexicana Canta Mares pondrá a circular en breve en nuestro país

Tony Duvert | lunes, 28 de mayo de 2018

Un retrato del autor francés

El niño entró a la cocina y percibió cosas insólitas en el azulejo.

Pero no dijo nada. Su madre platicaba con Jonathan. Y él, Serge, exploró aquella casa desconocida porque estaba descontento de que la conversación no lo incluyera.

Luego su madre se fue sin él. La siguió con los ojos. Tomó un caminito que se incorporaba a la carretera; ahí estaba su coche. Jonathan cerró la puerta del jardincillo, empujó al niño por los hombros y volvieron a la cocina. Era la hora de la merienda. Serge aceptó una rebanada de pan con mantequilla y mermelada y un vaso de leche. Y, al llenarse la boca, el niño señaló a Jonathan las cosas extrañas que había en el suelo:

—¿Por qué pones eso?

—Es para los ratones —dijo Jonathan. Un plato con leche, otro con mermelada y un gran pedazo de pan.

—¿Toman leche?

—Sí, toman leche.

Serge escuchaba con placer el acento ligero de Jonathan. Un acento alemán o inglés mucho, ya había perdido todo origen. Serge tenía ganas de imitar su voz; las palabras eran bastante claras, tranquilas, un poco tímidas, como objetos cándidos, sin ninguna sombra encima.

—¿Tienen una lengua? —dijo Serge.

—Una lengua, sí. Una lengüita rosa que se mueve. Les gusta. Lamen la mermelada también, es de frambuesas, dejan las semillitas de las frambuesas.

—A mí me gusta más cuando es así de durazno —dijo Serge, a quien la diferencia entre su merienda y la comida de los ratones pareció decepcionar—. Pero ¿por qué les das de comer?

—Porque no sé.

Serge comía su rebanada de pan por el interior. Sacaba la miga enmantequillada y dejaba la orilla, que formó una herradura.

—Me gustan —añadió Jonathan—. Son bonitos, ¿has visto alguno? —Serge hizo gesto de que no—. Tienen una cola larga así, se mueve, como las orejas de tu perro cuando te habla —Serge dijo rápidamente: “ya no tenemos perro, mamá lo regaló”—. Ah, ¿de verdad? Y patas como un gato o una ardilla, ¿has visto alguna ardilla? —Serge dijo: “ah, tenemos un gato, es un chico, se llama Julie”—, y es suave, ¡muy suave!

—¿Los has tocado? Fue mi madre cuando le pusimos Julie al gato, bueno ¿has tocado ratones?

—No, les da mucho miedo. ¿Fue tu madre quien le puso Julie al gato?

—Sí, por supuesto, entonces no los has tocado.

—Sí, pero el ratón estaba muerto. Aun así lo toqué. Estaba al lado de mi cama.

—¿Hay en el cuarto?

—Sí, vienen de noche. Es su hora de paseo, su mera hora. Porque tengo galletas, de mantequilla, que pongo en el buró.

—¿Les pones galletas?

—No, son para mí cuando me despierto, si no duermo y me da hambre.

—¿Y son chicos o chicas los ratones?

—Es en serio, hay de los dos.

—Ah… entonces hay ratones y a veces son chicos.

—Sí.

—Pero ¿tú puedes ver si son chicos cuando comen?

—No, no se puede. Habría que atraparlos por la cola y luego tendríamos que ver, justo ahí. Jonathan señaló modestamente con el dedo hacia el pantalón del pequeño. Serge se puso a reír:

—Entonces es como Julie, ¡se le ven los huevos! Debes limpiarme, me he ensuciado.

 

Había cerca de un kilómetro entre la casa que Jonathan había rentado y el pueblo. Este espacio de bosquecillos, prados, granjas, era especialmente agradable por el mal camino de tierra que lo recorría. Y, hacia el final de ese trayecto, había colinas acariciadas por la luz, que caían en un río ensombrecido: había que deslizarse entre los avellanos que se inclinaban en medio del camino, y cuyos amentos empolvaban el rostro y el cuello de quien pasaba por ahí.

La casa de Jonathan era pequeña, así como el pueblo. Un jardincillo irrisorio lo circundaba: los jardines son minúsculos cuando están en el campo. Y, del otro lado de su alambrada entrecruzada de correhuelas, Jonathan percibía la extensión agitada y pacífica de los campos de tierra sin labrar, los árboles hechos de mil destellos que parpadeaban cada uno en su lugar y los prados de hierba húmeda que se animaban más suavemente que las hojas en lo alto.

Se acercaba el mes de julio.

Tal vez la casa pertenecía a un antiguo grupo de granjas: porque la única casa vecina, la de junto, era parecida a la de Jonathan, aunque de forma irregular, y más fresca por su vetustez ingenua, y más sucia. Una vieja paisana la ocupaba. Y también se conservaban, en el prado, las ruinas de un vasto edificio que la hiedra y la hierba no habían invadido: sin las matas de ortigas que crecían a su pie, más altas y más apretadas que helechos, los muros habrían podido elevarse, amarillos, empinados, recortados y quebradizos, en medio de un desierto azul abrumado por el sol.

Una carta había anunciado a Jonathan la visita de Bárbara y de Serge, su hijo. Los había conocido por un amigo, dieciocho meses antes. Los había frecuentado en París por el niño. Serge tenía entonces seis años y medio; Jonathan, veintisiete.

El niño y el hombre se habían caído bien a su manera. Sin embargo, Jonathan, empujado por mil dificultades, pronto se fue de París para refugiarse en aquel rincón del campo, sin romper con nadie.

Desde entonces ya no hablaba, respondía raramente las cartas, no recibía amigos, y su vida íntima se reducía a caricias solitarias con recuerdos que lo eran menos. Trabajaba poco, componiendo sólo algunos dibujos a tinta o a lápiz. Su galería le pagaba buen dinero, que Jonathan no empleaba.

La idea de volver a ver a Serge lo trastornó. Bárbara abandonaría al niño una semana, haría un viaje breve al sur y lo recogería a su regreso. Libre de marido, se libraba también de Serge por aquí y por allá, porque le gustaba vivir como soltera. En la época en que Jonathan vivía en París, cuidaba al niño y dormían juntos; por la mañana, lo bañaba, lo vestía, lo llevaba a la escuela. Su amistad era tan extraña que Bárbara se sintió aliviada cuando Jonathan se alejó. Serge, muy colérico antes de conocer a Jonathan, se había mostrado amable con él, pero únicamente con él. Después de su partida, se volvió retraído y abúlico. Eso convenía a Bárbara.

Jonathan se preguntó por qué se atrevía a confiarle de nuevo al pequeño. Eso parecía una transacción. Con frecuencia, Bárbara estaba corta de fondos y, si tenía los medios, Jonathan la ayudaba sin reticencia. Dos meses antes, le había hecho un préstamo que no era tal, pues él no sabía prestar. Bárbara le había agradecido en dos hojas de cháchara, donde la única singularidad era un pasaje a propósito de Serge: porque sus otras cartas no hablaban nunca del niño.

Ese regalo inesperado había intrigado a Jonathan. ¡¡Espero que recuerdes de vez en cuando a mi adorable hijo!!… ¡¡¡Parece que te ha olvidado de verdad!!!… Le hablo de ti —¡queríamos incluso ir a tu famosa expo en diciembre!—… Pero no, eso no le interesa al señor… Ten en cuenta a su edad se olvida rápido quizás es mejor ¿no crees?… ¡¡¡Pero no sabes lo adorable que es ahora!!!, escribía Bárbara, en su lenguaje de trazos y puntos. Añadía que Serge se disciplinaba por fin en la escuela, la adoraba, cada vez más se refugiaba en su cama por las noches, todo un peque- ño amante; se estaba haciendo llorón pero era tan gentil. ¡¡Y claro que me gusta más eso que cuando rompía todo en la casa!!… ¡Ah, estos niños!…

Esas noticias gloriosas habían desesperado a Jonathan.

En cuanto a la carta que prometía la estancia del hijo, evocaba también el apuro económico en que se encontraba. La maniobra era tan exagerada que Jonathan temió que Bárbara viniera sola.

 

Le secó las manos a Serge.

—No estabas sucio —hizo notar Jonathan.

—No, no estaba sucio, un poco, era para que me lavaras.

En París, el niño seguía a Jonathan a la ducha, e incluso lo habría acompañado al retrete.

—Mira aquí no hay ducha.

—¡Ah!, ¿por qué? —dijo Serge.

Luego volvió la cabeza y pareció enojarse como lo hacía en su época salvaje:

—¿Por qué te fuiste? —preguntó bruscamente.

—… ¿El año pasado? Ya ves, quería quedarme contigo —dijo Jonathan—. Me tendría que haber quedado. No tuve el valor. Tu madre me incomoda.

—¿Por qué te fuiste?

Jonathan vivía con austeridad. Le faltarían muchas cosas para acoger al niño. Tenía pocas sábanas, una única almohada con una funda, una única toalla. Lavaba eso él mismo. Su confort era algo de vino para sus estados de ánimo negros, y un cuarto muy aislado para sufrirlos: aquellos días hacían falta cerrojos, cobijas, un amontonamiento de obstáculos para retener y encerrar la vida que se le escapaba. Después de la breve estancia del pequeño, Jonathan conocería un desamparo del que quizás ya no saldría: cada vez tenía menos fuerza contra la muerte.

Evaluó sus recursos económicos y partió a la pequeña ciudad vecina para hacerse de comestibles, muebles y objetos necesarios; incluso hizo un viaje a la pequeña ciudad de los alrededores. Rentó un refrigerador. En las granjas compró más alimentos de los que comía en dos meses. Se hizo de un espejo que prometió romper enseguida. Se examinó, consideró su ropa, su cabello, sus manos, su cara, y pasó un largo rato rehabilitándolos.

Hizo limpieza total de la casa, pintó la cerca del jardín, desatornilló los cerrojos de su cuarto y arrancó los trapos que tapaban los postigos. Puso un reloj pequeño en la cocina, restregó las cacerolas ennegrecidas, reparó las baldosas, las porcelanas, limpió los vidrios, cambió los manteles de la mesa y colgó visillos de punto, puso lámparas y pantallas en lugar de focos desnudos. Consiguió juegos, juguetes, revistas ilustradas, un botiquín, y se informaba dócilmente para no equivocarse de edad.

En la juguetería dijo que tenía un hijo. Al salir de la tienda, su mentira le causó tanta vergüenza y dolor que estuvo a punto de abandonar el paquete en un banco.

—Ojalá no venga —pensó al final.

 

Subieron a arreglar la ropa de Serge en el armario. La cama era alta y grande. Era el único cuarto de la casa, que sólo tenía tres piezas, tomando en cuenta la cocina. Ahí, cerca de la cama, Jonathan había instalado sobre caballetes la mesa en la que trabajaba. Estaba cubierta con grandes bosquejos, meticulosamente limpios, y de garabatos informes que hizo en la madera misma.

—¿Y tú haces estos dibujos? —preguntó Serge.

—Sí, yo.

—¿Están bien?

Jonathan sonrió:

—¿A ti qué te parecen?

—Mi madre también hace dibujos. Y pinturas.

—Sí, lo recuerdo.

—Pero ¿los has vendido? Ella no ha vendido nada.

—No es fácil.

—Ah, no. Vamos a las terrazas, ya ves, en los restaurantes con Dominique, se los muestra a la gente cuando comen, pero no tienen ni un centavo. ¿Tú los vendes en los restaurantes?

—Uh, no —dijo Jonathan un poco incómodo—, en París por la noche no salía mucho. Pero hay revistas, libros y una galería, me envían dinero.

—¿Una galería?

—Una tienda, ¡eh!

—Entonces no trabajas, ¿estás todo el tiempo en tu casa?

—Sí.

—Mamá ahora trabaja.

—Sí, me lo dijo.

—Como secretaria, por la tarde. Pero no todos los días. Porque escribe música, canciones, no escribe las notas, canta como lo siente. Jacques escribe las notas. Y ella inventa todo. Incluso las palabras. Él tiene una guitarra. ¿Conoces las canciones de mi madre?

—No, no sabía, no me ha cantado nada.

—No, ¡qué va!, desafina.

—¡Ah! ¿Pero alguien las canta?

—Bueno, no, nadie. Ella me enseña con Jacques, a veces.

—Ya veo. Tienes suerte.

—Bueno… no tanta.

—¡Oh!

—Pero ¿por qué no haces dibujos de Mickey? —retomó Serge.

—Eso parece… muy… tonto, me gusta más dibujar vacas. ¿Quieres una vaca?

Se sentaron lado a lado delante de la plancha de dibujo y Jonathan sacó una hoja grande.

—Oh, sí. O mejor no. Un puerco. Y una gran vaca. Y Donald, ¡eh!, ¿te sabes a Donald?

Jonathan obedeció. Complacerlo no lo incomodaba. Su mano estaba ejercitada en todo: y esas imágenes claras e irónicas, únicamente legibles para los ojos del pequeño, le brindaban el mismo placer que si, como compositor serial, hubiera tarareado con un crío una canción escolar.

—Yo sé dibujar un gato —dijo Serge—, voy a dibujarlo aquí, primero se está riendo, sólo que no tiene patas. ¿Qué estás haciendo?

—¿Esto? Es una manzana con muchos pelos.

—¿Qué? ¡Eso no existe! ¿O sí hay?

—Aquí sí hay. No, Serge, te estoy haciendo a ti. Anda, mira por debajo.

Y bajo el cráneo de cabellos delicadamente enredados, Jonathan desarrolló el perfil de Serge tal como lo tenía cerca de él, con un trazo de lápiz tan fluido, tan tierno, que se embrolló con esa belleza que su mano producía a su pesar. Una facilidad que no le servía para nada confesable, pero que había trabajado con empeño durante años, por su amor secreto a los rostros de niño. Nunca hubiera mostrado esos retratos a nadie. Sus obras conocidas, que le valían un renombre, eran sobrias y poco se ocupaban de figuración. El crío se quejaba de no tener orejas y, cuando se las puso en su lugar, Serge dijo:

—Ahora yo te voy a dibujar.

Empuñó una media docena de plumones de color y dibujó, rojo, azul, amarillo y rosa, con una flor en la mano, un chico con pestañas en forma de estrella y que reía de oreja a oreja, con piernas muy largas porque era una persona alta.

—¿Soy yo? —dijo amablemente Jonathan—. Estoy lindo.

—Sí, eres tú. Porque tienes piernas largas. Y ahí está tu suéter. El color de la ropa sorprendió a Jonathan: azul celeste, con una banda roja en el torso. Llevaba más de un año sin ponérselo.

—Pero es el viejo, el de París. Mira, todavía lo tengo. Me lo voy a poner de nuevo.

—No vale la pena —dijo Serge con una vocecita fría. Y rellenó de color café su gato sin patas.

…………………………………………………………………………………………….

 

—¿Dónde está tu covacha? —preguntó Serge, brincando del jardín a la cocina. Jonathan, instalado en la mesa, componía un dibujo a dos tintas, marrón y roja.

—¿Mi covacha?

—Sí, ahí en donde metes tus cosas, sí, todas las cosas.

—¡Ah, sí! Jonathan se levantó. Disimuló rápidamente su dibujo. Abrió varios cajones del aparador, que estaba pintado de café veteado para imitar la madera del que estaba hecho.

—¿Te sirve?

—Voy a ver. Serge sacudió el revoltijo de cordeles, elásticos, plumas rotas, cubiertos dispares, corchos, tornillos y tanta cosa que sabía se deja de lado.

—¿Qué quieres? —preguntó Jonathan.

—¡Estoy buscando! ¡Siéntate!

Jonathan obedeció. El niño reunió una colección voluminosa que llevó al jardín, e hizo varios viajes. Después desapareció. La puerta se cerró de golpe.

No se recogía la basura en el pueblo; cada quien echaba sus desperdicios en un hoyo que se hacía al fondo del jardín o detrás. Y así se constituía una especie de compost plagado de chatarra y de plástico. En casa de Jonathan, ese hoyo, en los linderos de un campo, estaba escondido por ramos de uva espina, enredados con borrajas, zanahorias silvestres, perifollo sin escardar, con las plumas ligeras y altas de algunos plantones de espárrago abandonados. Ahí, tapiado por las verduras enmarañadas y los malos olores, pacientemente, Serge se había puesto a cavar un estanque con una vieja pala cuyo mango estaba roto casi al ras. Se arrodilló primero y desarraigó las hierbas una a una jalándolas con grandes ademanes. Pronto jadeó. Cuando despejó un pedazo del terreno, dibujó un rectángulo y comenzó a cavar. Picaba el suelo con un ángulo del metal de la pala y retiraba la tierra con las dos manos. Era blando y fértil.

Encontró un primer gusano de tierra, pequeño, rojo y que serpenteaba, como los que sirven para pescar. Se divirtió poniéndolo en el dorso de su mano. Las sedas invisibles le frotaban la piel, y la lombriz eyectó también una espira de tierra digerida. Entonces Serge la aventó. Continuó cavando y encontró una segunda: un gran extremo rojo, puntiagudo, que se balanceaba en la entrada de un túnel redondo y limpio como una canalización. Serge la tomó y jaló con valentía. Era elástica, pero mejor que chicle: resistía, era musculosa. Y de un largo interminable. Curioso y vagamente asustado, Serge la jaló una última vez y soltó enseguida. Completamente libre, el gusano se retorció sobre la tierra húmeda.

—¡Qué asqueroso!

Fue el momento en que entró a la cocina para buscar cosas. Mientras tanto, el gusano se había enterrado de nuevo: pero Serge trituró la tierra con una vieja cuchara y lo encontró otra vez.

—¡Ah, vas a ver!

Examinó los objetos que había traído. Probó algunas cosas imposibles de identificar, titubeó, escogió una caja metálica que había contenido un medicamento en pastillas.

—Espera, no te muevas, ¡eh!

Y en la cocina:

—Eh, Jonathan, ¿no tienes alambre?, ¿y cerillos?

—Sobre el horno. ¿Alambre grueso o delgado?

—¡Grueso!… No, delgado. ¿Cómo es el delgado? Mira, ¿puedo tomar la vela usada?, ¡esa!, ¿está vieja? Esta vez el gusano había quedado a la vista.

—¡Espera, gordito, espera!

Serge abrió la caja de pastillas y, tomando al gusano con un bastoncillo, lo metió. La caja era un poco pequeña, pero Serge replegó con destreza la lombriz y, rápidamente, puso la tapa.

El siguiente paso exigió aplicación para el ensamblaje. Serge cortó dos trozos de alambre doblándolos por mucho tiempo para producir una rotura; los apretó alrededor de la caja, luego enredó los cabos que sobraban y suspendió la caja del bastoncillo.

—Ahora me faltan dos así.

Hizo una v con los dedos y estudió esta forma. Observó los groselleros, un peral en emparrado, las ramitas del suelo, no vio lo que quería, se puso de pie y recorrió el jardín. Eso le tomó un tiempo. Arrancó una ramilla bifurcada de un joven cerezo silvestre cuyo tronco, en algunas zonas, tenía lágrimas de goma ambarina. Serge separó una: era blanda y se pegaba, se la puso un poco por todas partes antes de plantársela como verruga en medio de la frente. Se palpó para sentir su nuevo aspecto. La ramilla era un pedazo de madera muerta.

Con la ramilla plantada en el hoyo, Serge puso como broche el bastoncillo del que pendía la caja. Colocó el corazón de la vela justo debajo y se esforzó por prenderla. El pabilo estaba atrapado en la estearina solidificada, era necesario un trabajo delicado, y los cerillos no dejaban de apagarse.

Por fin, una llama oscilante se produjo y lamió la caja de pastillas y al gusano que contenía. Serge, inclinado sobre ella, con los dientes de pronto invadidos por una saliva acidulada, contempló, escuchó, protegió el fuego, siguió escuchando. Pero ningún ruido salía de la caja. Salvo, después de algún tiempo, chisporroteos; y un poco de agua fluyó por la bisagra de la tapa. No sobre la vela, por fortuna. El residuo ahumado que se acumulaba sorprendía a Serge. A veces, ese recubrimiento se alzaba en virutas por la acción de la pintura que, por debajo, se despegaba gracias al calor; y el metal aparecía, ennegrecido en el acto. Serge se tragaba la saliva y su corazón latía con fuerza.

—¡Ah, ahora estás bien cocido, asqueroso!

Serge sopló sobre la vela. Le habría gustado abrir la caja pero estaba hirviendo. Sopló sobre ella también, la dejó, se precipitó hacia la cocina una vez más.

—Voy a tomar agua —dijo.

—¿Hay fuego? —preguntó Jonathan.

—¡Oh, no!

Mintió:

—Es para el estanque. Porque estoy haciendo un estanque. Me falta mucha agua.

—El cubo está bajo el fregadero. Pero busca el grifo de afuera, va a ser más fácil, al lado de una ventana, muy abajo.

Jonathan, que había continuado su dibujo a la sanguina, lo resaltaba en ese momento con pequeños toques de gis blanco y de carbón. Serge se llevó el cubo. No lo utilizó. Enfrió la caja directamente bajo el grifo. Por fin pudo tocarla y soltarla del bastón. Sus dedos se cubrieron de negro. Destorció los alambres y desatascó la tapa. En la caja había residuos completamente calcinados, cinco o seis morcillas que parecían constituidas de anillos desmenuzables y huecos. Otros restos se habían disuelto en el agua. El examen de ese cadáver cautivó al niño aún por más tiempo y más poderosamente que la incineración.

Infligió la misma muerte a dos babosas gigantes, una roja, otra gris, atigrada, o más bien marcada con franjas negras de la cabeza a la cola. La parrillada de babosa roja fue un desastre: esas carnes resisten mejor que las de una lombriz. Cuando Serge abrió la caja, la babosa no estaba calcinada, estaba entera e incluso todavía húmeda: pero había estallado y las tripas salían en un enorme racimo. Asqueado, Serge lanzó muy lejos caja y cadáver.

Por precaución, la babosa atigrada tuvo derecho a una verdadera hoguera con ramitas, que Serge alimentó cuidadosamente. Su ataúd, o su horno crematorio, era un grueso tubo de comprimidos efervescentes. El tapón de plástico se incendió, exhalando un olor desagradable y un hilo de humo. Después salió disparado. Líquidos y espumas brotaron. Mucho tiempo después, las cenizas que Serge vertió eran ligeras, sonoras, granulosas.

—¿Por qué no vinieron los gatos? —preguntó a Jonathan. Éste había deseado ver el estanque, pero Serge se había negado.

—Todavía no está terminado. Mañana lo verás. ¿No hay problema si es mañana?

—No, no.

Y Jonathan no se había atrevido a mostrar su dibujo a Serge: porque ese dibujo era obsceno. Representaba uno de sus secretos.

 

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