Como Castle View, Derry o Salem’s Lot, Castle Rock es uno de los pequeños y ficticios poblados de Maine que le han servido a Stephen King como escenario para muchos de sus relatos. Por ejemplo, Derry, inspirado en Bangor, donde reside el autor, es donde se desarrolla Eso (1986). Por su parte, Castle Rock es donde tienen lugar novelas como Cujo, Needful Things (o La Tienda) y The Dead Zone (La zona muerta), por mencionar algunas de las que han sido adaptadas al cine o la televisión. Es, también, el título de la serie que se transmite desde el pasado 25 de julio por Hulu (que ayer transmitió su fin de temporada). No quisiera insistir en el innegable pero abrumador impacto cultural del imaginario de Stephen King (hace un año, por estas fechas, aquí mismo comenté el punto): sospecho que muchos espectadores conocen bien sus parodiadas debilidades, por no hablar del cariz industrial que ha adoptado su prosa pero que goza de buena salud (y rentabilidad) en una época en el que el entretenimiento exige constantemente material para ser maquilado o reempaquetado. A diferencia de los casi incontables productos televisivos o cinematográficos que han adaptado obras de King desde hace décadas, Castle Rock destaca por capitalizar su imaginario para crear un nuevo relato.
Creada por Sam Shaw y Dustin Thomason (King y J.J. Abrams son productores ejecutivos), la serie parece una respuesta a Stranger Things (los hermanos Duffer, 2016- ) la exitosa y “nostálgica” serie que se transmite por Netflix, y que tanto le debe al autor norteamericano; pero que, temáticamente, está más cerca de Dark (2017-). Como Stranger Things, Castle Rock hace constantes referencias al universo “canónico” de King sin adaptar un relato específico: en un episodio, un personaje casualmente revela que es sobrina de Jack Torrance, en otro se menciona al estrangulador que motivó parte de la trama de La zona muerta y la prisión Shawhshank (que el público recuerda por novelas, películas o series como Sueños de fuga, El domo y otras) es central para la historia; etcétera. Es una extraña zona cultural en la que términos como paródico o derivativo dejan de ser operativos: en la era de la televisión bajo demanda (o de televisión excesiva) es obvio que muchas series se parecen entre sí (y tanto Stranger Things como Castle Rock explotan el tropo del pequeño poblado siniestro, mismo que Twin Peaks dinamitó el año pasado).
Pero mientras Stranger Things se ha engolosinado con el juego referencial, nostálgico o fantasmagórico que parece definir a gran parte del entretenimiento de nuestra época (y no sólo audiovisual), Castle Rock hace énfasis en problemáticas urgentes para los EEUU: la depresión económica de pequeños poblados y su expresión en epidemias de adicciones e incremento de violencia, las temporadas de incendios forestales cada vez más duraderas, o las conocidas fricciones raciales o fundamentalistas.
No se trata, claro, de que Stranger Things sea una serie más amable con el público y que Castle Rock esté dirigida a un espectador adulto o emancipado: ambas vuelven al terreno del relato fantástico, que lo mismo puede ser grotesco y chocante como entretenido o infantil. Castle Rock merece la atención, más bien, por adaptar infielmente una referencia cultural conocida por gran parte del público, al mismo tiempo que crea un nuevo universo (siguiendo el camino, debe decirse, de series decentes como Fargo, 2014- ).
El capítulo más logrado de Castle Rock, “The Queen” (el séptimo, que se concentra en el personaje de Ruth Deaver, interpretado por Sissy Spacek) puede servir para explicar la manera en que funciona la serie. En él, vemos cómo una persona con demencia sucumbe al horror y la desorientación: intenta establecer una narrativa coherente mientras su memoria sólo ofrece pistas falsas provenientes del pasado (el episodio logra expresar formalmente esa desorientación temporal). Hasta ahora, Castle Rock (y no debe sorprender teniendo a Abrams como productor) ha funcionado de manera similar, como un puzzle que embona algunas piezas para añadir o materializar nuevas. Entre esas piezas está el hecho de que su reparto mismo sea una nueva capa de significado (Spacek interpretó a Carrie en la adaptación cinematográfica de la primera novela de King, y Bill Skarsgård, que interpreta aquí a un misterioso antagonista, interpretó el año pasado a Pennywise, en la nueva versión de Eso). Está por verse, claro, si la serie (que ya anunció su segunda temporada) logrará resolver la tensión de sus múltiples misterios, pero parece que su penúltimo capítulo apunta ya una respuesta: no se trata tanto de lo que pueda resolverse en un mundo, sino de la rareza que impone la posibilidad de mundos paralelos. Otro misterio, me temo, seguirá irresuelto: ¿cómo puede un imaginario tan familiar y mercantilizado seguir obsesionando a las masas?