16 de agosto de 2017

La Tempestad

También las artes cambian al mundo

23/11/2024

Literatura

«Maten a Darwin»

Adelantamos un fragmento de la nueva novela del escritor Franco Félix, editada por Caballo de Troya, que comenzará a circular en breve; el sonorense es autor de los libros ‘Kafka en traje de baño’ (2015), ‘Los gatos de Schrödinger’ (2015) y ‘Mil monos muertos’ (2017)

Franco Félix | miércoles, 19 de diciembre de 2018

La lengua del cocodrilo

2013

 

El cielo es absurdo. Ridículo. Imprime distintos tonos que se difuminan en el horizonte. Amanece, en otras palabras, como todos los días. No hay gallos. No tiene por qué haberlos. Es una ciudad, no el campo. El ruido es opaco y transita como la espuma, lento, incontenible. Es la hora más grotesca del día. Nadie está despierto en el edificio. Reina la oscuridad, su medianía. No se distinguen los pasillos todavía, las habitaciones, la sala de estar, sus contornos y sus distintas tonalidades[1]. No hay movimiento ni luz ahí afuera, en los otros rincones del inmueble. Las tinieblas se desarman lentamente con la imperiosa salida del sol, con su proximidad, con el amargo aviso de su marcha hacia a este lado de la Tierra.

Detrás de una puerta, oculto en la palidez del bombillo que irradia sobre las cuatro paredes del baño, el chico[2] con sombrero negro de alas enormes examina su boca con un cepillo dental. Remueve la piel, los pellejos, sostiene su lengua, la somete a presión, mira su tamaño. Es bastante amplia, como la de todos los pacientes, sus compañeros. Todos esos chicos con la lengua ancha y grande, echada hacia fuera de sus bocas al hablar, al gimotear. La lengua está agigantada como un sapo mudo que pierde la respiración bajo el agua, un sapo agónico que se contrae una y otra vez y que se sacrifica para evitar la desaparición de su especie[3]. Los cabezas de chorlito ahora duermen, y mientras sueñan, su cuerpo automáticamente hace todo el trabajo, pero en el día apenas pueden respirar por la protrusión incontrolable, la conciencia que tienen de la enormidad de sus lenguas. Los alcornoques afectados por la inestabilidad motriz pronto despertarán. Él sostiene con firmeza el cepillo de dientes sobre el órgano bucal. Su pulso es inalterable. No tiembla. Entrecierra los ojos. Mira detenidamente sus características faciales, los pliegues epicánticos, la capa del párpado superior que marca su territorio desde la nariz hasta la parte interior de la ceja y que cubre el canto del ojo. Es normal, cierto, sí. Si fuera un japonés, o un chino. Pero no. Es un chico occidental con estos rasgos que incluyen una raíz nasal deprimida. Conoce el origen de su condición física. Su boca es pequeña, el hueso maxilar de la cara no se desarrolló bien, por eso la lengua no cabe, es expulsada con fuerza más allá de los labios, exhibida hacia el mundo. La gente que no sabe esto imagina vituperios. Miran de reojo, incómodos por la forma de su rostro: “Ese chico extraño me ha sacado la lengua. Qué desfachatez”. Y qué mala reputación va recogiendo por las calles el joven cuando participa en el Programa de Contacto Social que ha diseñado la institución. La gente estima que es una persona grosera. Nadie saca la lengua así, sin más. Pero no es su culpa. Es culpa de su padre y fundamentalmente de Dios por traerlo al mundo con el trastorno genético en el cromosoma 21. Eso le dijo su madre a una enfermera al traerlo al Centro de Atención a Personas con Síndrome de Down. “Él no entiende nada, no sabe. Es muy especial, pero no tiene la culpa. Fue un designio de Nuestro Señor, pero necesita estar con los suyos, con sus iguales. Su padre era igual. ¿Ve este sobrero que trae puesto y que nunca se quita? Se lo heredó su papá. También se le veía ridículo. Es que tenía la misma condición. Pero ahora no está con nosotros. Ha muerto. Lo mataron. Yo sé que estos chicos no alcanzan la vejez, pero mi marido pudo vivir un poco más con nosotros si no hubiera atizado el fuego. Si no hubiera seguido con su jueguito de policías y ladrones. No sé por qué los niños con Síndrome de Down no son ancianos. Es decir, cuando crecen. Digo, porque los niños no son ancianos, aunque tengan Down, o sean Albinos o tengan ocho piernas. Los niños son niños. Los ancianos son ancianos. Como sea, Dios no lo quiso así. No quería viejitos mongoles. O quizá fue un castigo. Yo no sé”. La madre que lo parió: La Normal. Eso mismo. La Normal, como le decía su padre, que lo parió no pudo con la “responsabilidad” ella sola y lo botó ahí.

Sebastián no habla, no. Muge, sí. No tiene importancia, tampoco quiere socializar. La gente es idiota. Si las personas tuvieran más interés por abrir libros complejos de Filosofía Médica comprenderían los niveles de erudición que él mismo ha alcanzado leyendo en bibliotecas. Se ha pasado la vida en bibliotecas: de niño, en las fiestas familiares, en vez de jugar y hacer el payaso como los demás primos, se quedaba horas y horas sentado frente a los libros, con las enciclopedias que compraban sus tíos para adornar los libreros. Todavía más pequeño, la biblioteca de su abuela era su preferida. Su madre lo llevaba a visitar a los ancianos, pero él jamás saludaba. El ogro, el bárbaro, no tenía tiempo para cortesías simbólicas. Al entrar en la casa, arrancaba a la biblioteca, una habitación debajo de las escaleras que contenía cientos de tomos y colecciones que había dejado el propietario anterior. No sabía leer todavía, pero las fotografías lo seducían. Debajo de la imagen siempre había una leyenda. Corría a con su madre. Ella le traducía: “Oso Grizzly pescando en Yellowstone”. El animal, imponente, se arqueaba sobre el río con un pez en el hocico. Des-co-mu-nal. Pasaba horas, acariciando las páginas. Luego volvía con su madre a las consultas. Pero su abuela, harta de las interrupciones, lanzó amenazas: “Deja a tu mamá en paz, pequeño demonio. Si quieres saber qué dice ahí, aprende a leer como tu papá. Ya no estés molestando o no te dejaré entrar en la biblioteca cuando vengas, Sebastián”. Horrorizado, experimentando por primera vez el odio y la angustia, se recluiría en la sala de lectura. Más adelante, gracias a la amonestación de la anciana, aprendería a leer, aunque nadie lo supiera, aunque nadie lo creyera. Sobre todo porque los psicólogos, inexpertos, bobalicones, lo acusarían de imitar modelos aprendidos, de simular la lectura, de posar sus ojos sobre garabatos incomprensibles.

Ahí está el chico, recibiendo todos esos recuerdos por un lado del cerebro, mientras inspecciona su rostro, cada vez más cerca del espejo, del doppelgänger mongoloide que refleja su cuerpo, el caparazón grueso y tosco que no coincide con su noble y suave mentalidad, con su frágil y brillante pensamiento. Quisiera ser como los cocodrilos que esconden su lengua a la menor presión del aire, a los cambios mínimos de temperatura. Si tan sólo fuera normal, como los reptiles que guardan el órgano muscular sin el menor esfuerzo.

Pero no. No guarda su lengua. Por el contrario, ha de sacarla mucho más al retrato virtual que elige en su memoria: el irlandés John Langdon Haydon Down[4] que estaba emparentado con otro científico de la época. Charles Darwin, el padre de otros niños “especiales”.

El cielo ahora es claro, las aves absurdas vocalizan sobre las copas de los árboles. El sol termina por amargarlo todo. Lo veo desde aquí, desde este desierto negro. El movimiento alcanza el instituto. Se escuchan voces. Los monstruos se han puesto de pie. Tocan a su puerta, quieren usar el sanitario. Se arrastran por los pasillos, amodorrados, siguiendo la luz amarilla que sale por la ranura inferior del baño. Son como insectos, atraídos por el resplandor. Rasguñan la madera, braman, empujan con fuerza bruta. Sebastián oculta su cepillo de dientes en la maleta de aseo. Baja la tapa del inodoro y se monta, remueve un compartimento secreto del techo y esconde el bulto de limpieza para que no lo encuentren las bestias, para que no lo saturen de gérmenes con sus babas. Vuelve al espejo, moja su mano derecha y peina su cabello hacia la izquierda. Da un largo respiro. Abre la puerta, entran sus compañeros gimoteando, lo abrazan, lo colman de besos. Lo arrollan con cariños y pasan. Remueven todo, detrás de la cortina, debajo del lavabo, detrás del inodoro. ¿Dónde diablos está el cepillo de Sebastián? Él sale al corredor. Ahí está su amiga Pat, su única igual: 47 cromosomas, una cara apaisada y un cerebro poderoso. Sonríen y asienten. En silencio, se dirigen al patio a jugar, mientras está el desayuno.

Desde aquí percibo el intenso olor a mermelada sobre el pan tostado. Esos hermosos excéntricos, después de almorzar, tendrán una mañana asombrosa.

 

[1] Los contornos del revestimiento de concreto de los interiores del Centro de Atención a Personas con Síndrome de Down. Paredes pintadas con determinados colores y con distintos diseños que funcionan como estrategia de aprendizaje para los pacientes. La aplicación de la teoría del color tiene resultados favorecedores en los niños y jóvenes con el síndrome, pues ofrecen un balance entre lo emocional, lo relajante y lo estimulante, según el médico Fausto Aguirre Escárcega en su libro El color en el interiorismo y los niños con Síndrome de Down. El doctor Aguirre, informa en esta publicación que los niños con esta condición suelen tener estrabismo, cataratas, autismo, hipotiroidismo y otras patologías que pueden tener estimulación mediante figuras y colores específicos.

[2] Me temo que están hablando de mí. Se requiere atención absoluta.

[3] Echemos luz sobre esta analogía. Hay un sapo llamado Rhinella proboscidea en la Amazonia central. Alcanza los 5.5 centímetros de estatura. Bastante pequeño el anfibio. Pero no por ello poco perverso. Se aparea mediante reproducción explosiva, la cual no es muy común entre los de su especie, durante un par de días. Esta alocada fornicación consiste en una espeluznante concentración de anuros en estanques y charcos agitados (agitados, quiero decir, por el movimiento frenético de los sujetos sexuales que participan en la reproducción). Pero su desesperación o excitación o nerviosismo o angustia o cualquier conmoción de la que sean capaces de experimentar estos animales es tan alta que los machos, vueltos unos maniáticos sexuales se montan sobre las hembras en camarillas despiadadas sin medir las consecuencias. La mayor de las veces, el ejemplar femenino muere ahogado, por la cantidad de machos que se bambolean sobre su lomo. A pesar del homicidio negligente, el varón continúa embistiendo al cuerpo sin vida. Es decir, estos sapos practican la necrofilia. Así, el sapo sigue penetrando a su víctima hasta que el cadáver suelta los óvulos para después ser fecundados en el caldo erótico y letal.

[4] Un médico británico que le dio nombre al síndrome. En la edición número 3 de la revista London Hospital Reports, en 1866, publicó un artículo titulado “Observations on an Ethnic Classification of Idiots”. Ahí, comparó los rasgos de sus pacientes con la fisionomía de los mongoles. Escribió: “La cara es plana y amplia. Las mejillas son redondas y se extienden lateralmente. Los ojos están colocados oblicuamente, y sus cantos interno están más distanciados de lo normal uno del otro. La hendidura palpebral es muy estrecha. La frente se arruga transversalmente con la ayuda constante de los elevadores del párpado. Los labios son grandes y gruesos, con fisuras transversales. La lengua es larga gruesa y mucho más rugosa. La nariz es pequeña. La piel tiene un leve tinte amarillo sucio, y es deficiente en elasticidad, aparentando ser demasiado grande para el cuerpo”. Otra ironía: Es cierto que este hombre, Lagndon H. Down, estaba vinculado con Darwin.

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