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Literatura

Volver a Salinger

Este año se celebra el centenario del nacimiento del autor de ‘El guardián entre el centeno (1951)’, una novela fundamental que hoy parece casada con las lecturas de formación; aquí, Guillermo Núñez invoca al escritor cuya leyenda mantiene viva la esperanza de obras inéditas

Guillermo Núñez Jáuregui | miércoles, 6 de febrero de 2019

Imagen - Salinger en 1952 © Antony Di Gesu/San Diego Historical Society/Hulton Archive Collection/Getty Images

El suspenso

El 27 de enero se cumplieron nueve años de la muerte de Jerome David Salinger (1919-2010). En su momento, su muerte inició una especulación sobre sus libros inéditos. Famosamente, el autor norteamericano vivió recluido a partir de 1953: tras publicar su exitosa y popular novela El guardián entre el centeno (1951) y Nueve cuentos (1953), una colección de relatos que se habían publicado, en su mayor parte, en el New Yorker entre 1948 y 1953, Salinger se mudó de Manhattan a Cornish, en New Hampshire, donde gradualmente fue distanciándose del mundo (al mismo tiempo que su fama y su aura crecían inflacionariamente). A partir de entonces, sólo publicó dos libros más, nuevas colecciones de relatos en los que distintos personajes de la familia Glass reincidían: Franny y Zooey (1961) y Levantad, carpinteros, la viga del tejado y Seymour: una introducción (1963).

A raíz de su muerte comenzó a hacerse eco de la existencia de nuevos libros inéditos, como se apuntó en el documental más o menos oportunista Salinger (2013), de Shane Salerno, que fue acompañado por una biografía homónima, co-escrita entre Salerno y David Shields (y que tuvo una recepción poco entusiasta por parte de la crítica). De acuerdo con el documental, entre 2015 y 2020 se publicarían, bajo instrucciones precisas del autor, al menos un relato inédito que tendría a Holden Caulfield como protagonista (el mismo, como sabemos, de El guardián entre el centeno); así como nuevas historias en las que volverían miembros de la familia Glass (con énfasis en Seymour). Además, se publicarían (de nuevo, de acuerdo al filme de Salerno), libros en los que se reflejarían las experiencias de Salinger en la Segunda Guerra Mundial –quien en los últimos meses de la guerra interrogó a prisioneros y, tras un colapso nervioso, mantuvo un breve matrimonio con una colaboradora nazi. El documental aseguraba que Salinger había planeado meticulosamente qué parte de su obra escrita entre 1941 y 2008 debía editarse, publicarse o descartarse.

Hasta ahora, sin embargo, ese material no ha llegado a los lectores. Es difícil imaginar un momento más oportuno (editorialmente) para la aparición de nuevos libros de Salinger, considerando que el pasado primero de enero se cumplió su centenario (para celebrarlo, a finales del año pasado Little, Brown and Company publicó una edición especial pero discreta de sus obras, en pasta dura y blanda).

Por supuesto, la accidentada historia editorial de la obra de Salinger (y su aura) se debe al celo que sentía por su propiedad intelectual (en 1974 aceptó ser entrevistado por el New York Times para denunciar la publicación no autorizada de The Complete Uncollected Short Stories of J.D. Salinger, Vols. 1 and 2, un libro de 1970 que incluye diecisiete relatos y que aún puede conseguirse de segunda mano a precios que oscilan entre los 200 y 550 dólares). El celo sigue vigente en sus herederos, quienes brevemente entorpecieron la publicación legítima de Three Early Stories (o Tres cuentos tempranos), una breve colección de relatos antes no reunidos, lanzada en junio de 2014 por The Devault-Graves Agency.

Salinger más allá de la adolescencia

¿Cómo leemos hoy a Salinger? Se ha escrito tanto sobre su obra y su leyenda negra –tanto en la academia como en medios de divulgación– que a ratos el personaje del escritor recluso parece pesar demasiado sobre su obra. Comúnmente, cuando se le recuerda o relee, se llama la atención principalmente a su novela El guardián entre el centeno, como un hito en las letras norteamericanas que recupera no sólo el género de la “novela de iniciación” sino tópicos como la rebeldía y la autenticidad juvenil. La novela, una lectura obligada en muchas instituciones educativas (a pesar de que en algún momento fue considerada una lectura nociva para la juventud) hoy parece casada inevitablemente con las lecturas de formación. Tanto así que a menudo su “tema” arrolla el estilo dinámico y directo de la prosa de Salinger, misma que se discute menos que la importancia de Salinger como persona. Al mismo tiempo, como otros autores edificantes, parece difícil leerlo fuera de un rango meramente emotivo. Beckett, un lector severo, leyó la novela en noviembre de 1953, como consta en sus cartas; en una a Loly Rosset, escribió: “¿Has leído El guardián entre el centeno de Salinger? Bowles me la prestó y me gustó mucho, mucho más que cualquier otra cosa desde hace mucho tiempo”. En otra, a Pamela Mitchell, del mismo mes, se expresa de manera similar. Siendo un autor tan disímil a Salinger, llama la atención que Beckett se limitara a opinar y a recomendar la novela. Tal vez allí esté la importancia de El guardián…, en su redondez y sencillez. Es, en muchos sentidos, una novela tradicional y transparente, pero efectiva y conmovedora; pero, sobre todo, la obra que esperaríamos de un autor que fue, ante todo, un cuentista. Debe decirse, también, que el impacto cultural de El guardián… va más allá de sus escándalos, como puede apreciarse en la obra del realizador Wes Anderson (por poner un ejemplo), poblada de pre-adolescentes cuando no de personajes que rinden un ¿homenaje? a los Glass de Salinger (como en Los excéntricos Tenembaum, de 2001).

Pero menos atención se le ha dado al giro religioso que adquirió la obra de Salinger a partir de 1953, cuando comenzó a interesarse seriamente en el budismo zen, como se apreció en sus libros de 1961 y 1963. Aquí sí valdría la pena realizar una lectura en tándem de su cuentística y las enseñanzas del budismo al mismo tiempo que se presta atención a la decisión de “darle la espalda” al mundo. Se trata de un tema que entronca con otro que también merece atención en su obra, ese proto-tratamiento del síndrome de estrés postraumático. Como se lee en relatos como “Un día perfecto para el pez banana”, “El tío Wiggly en Connecticut” (adaptado al cine en 1949 como Mi loco corazón) y otros de Nueve historias, la obra de Salinger ya anunciaban a la posguerra como un período que escondía, bajo una felicidad falsa, no sólo las profundidades de la angustia existencial, sino las secuelas de la violencia expresadas en desórdenes mentales.

Salinger fue un humanista en un sentido profundo. Como Tolstoi o Kierkegaard, creía que la literatura podía estar al servicio ya no digamos de la empatía o la ética, sino de la moral. Volver a él desde las coordenadas que exigen los encabezados de periódico –¿llegarán esos libros misteriosos?, ¿hay nuevas biografías con nuevos chismes?, ¿qué hay de Mark David Chapman?– sería lo mismo que confesar que su obra no ha tenido impacto en el lector.

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