¿Le gusta Casablanca?”. “Sí, me gusta mucho”, respondí al señor que ofrece películas afuera del Museo del Chopo. “Entonces esta película es para usted. Se trata de una pareja que se separa y se reencuentra en medio de un conflicto”. El vendedor, que supo leerme, acertó por partida doble: resumió la trama de Guerra fría (2018) y sembró en mí la curiosidad por la nueva película de Paweł Pawlikowski.
La cinta del director polaco, que me reservé para una sala de cine –el lugar para el que fue pensada–, es más que una lectura de Casablanca (1942), el filme de Michael Curtiz. Es verdad que su historia recuerda a la de Rick Lane e Ilsa Lund, que luego de vivir un affaire en París se reencuentran de forma azarosa en Marruecos. Casablanca es, como se sabe, la gran historia romántica del cine. Rick e Ilsa derraman su amor sobre la humanidad: ella se va con otro hombre que la necesita, el único que puede hacer algo para detener la guerra, y sacrifica su íntima pasión por el bien colectivo.
La cinta de Pawlikowski no es menos idílica, pero de forma distinta. Su historia se sitúa en la década de los cincuenta del siglo pasado en Polonia, época en la que el país europeo estaba controlado por la Unión Soviética como resultado de la Segunda Guerra Mundial. La trama, que también transcurre en Francia y Alemania, sigue a Wiktor (Tomasz Kot) y Zula (Joanna Kulig); él toca el piano y ella canta. Su primer encuentro, que se produce en una audición, es el inicio de una relación fragmentada, interrumpida y sobre todo turbulenta y desordenada.
Guerra fría podría ser un musical, ya que presenta varias secuencias apoyadas en canciones, pero se trata de una película filmada en un esplendoroso blanco y negro, que se abstiene de ilustrar musicalmente las acciones y los deseos de sus personajes; la música, en realidad, es un vehículo para expresar el temperamento de sus protagonistas. A propósito, la escena más bella de la película muestra a un ensamble de música y baile encargado de celebrar el régimen comunista de Stalin con canciones y danzas folclóricas. Aunque Wiktor y Zula no están orgullosos de ser parte del grupo, para ellos representa la oportunidad de viajar y hacer lo que aman.
En el filme hay caras y primeros planos. El rostro de Joanna Kulig es felino; la luz que lo ilumina, que siempre es muy blanca, alude a la transparencia de sus sentimientos, ya que no es una mujer dócil ni sumisa. Pawlikowski filma bien la pasión entre ella y el personaje de Kot, cuyos párpados caídos enmarcan una mirada tan discreta como intensa. La cámara, sin embargo, permite desplazar la atención del rostro y apreciar otros elementos. Por ejemplo en la escena en la que ella interpreta una balada a ritmo de jazz: la cámara la envuelve en un movimiento semicircular continuo que permite observar a la audiencia y el letrero que anuncia el nombre del bar, L’Eclipse; se trata de un bello homenaje a Michelangelo Antonioni. Después hay un corte y se ve a Wiktor, sentado al piano, embelesado; ella voltea a su derecha, lo observa; él le guiña un ojo. Se puede decir que esta escena resume la película: a pesar del movimiento, los amantes siempre vuelven a encontrarse.
¿Qué es lo que impide que permanezcan juntos? La respuesta de Pawlikowski no es tan directa como la de Curtiz en Casablanca, tampoco tan enigmática como la de Antonioni, en cuyo cine abundan las parejas condenadas al fracaso. Una posible respuesta nos lleva a Ida (2013), el filme anterior de Pawlikowski, que sigue a una novicia a punto se asumir los votos que descubre sus raíces judías. Aunque Guerra fría es una película menos estática, también explora la historia de Polonia. El contexto que plantea Pawlikowski, la represión comunista en su país a mediados del siglo pasado, está aparejado con las tribulaciones de los amantes: ambos son productos de su entorno social, desean escapar de la jaula, del pedazo de tierra al que han sido confinados; también desprecian el anonimato y quieren triunfar en la música. Para ellos el sacrificio no abre una posibilidad (como en Casablanca), se trata de un acto de abnegación que nada puede cambiar.