21/11/2024
Danza de antorchas
La columna que engorda
‘Picardía Mexicana’ (1988), es una obra inclasificable; Alfonso Reyes decía que el libro de Armando Jiménez Farías es uno que todos soñamos con haber escrito. Aquí, Gabriel Rodríguez Liceaga le pasa revista
Hay en la vida de todo mexicano un evento crucial en su andar por el tortuoso camino de la procacidad. Es casi como graduarse. Me refiero a cuando albureas a tu madre y ella no se da cuenta. Lo he mencionado antes: yo jamás pude desbloquear ese logro. Mi mami, una mujer netamente de barrio, contestó con certeros guamazos a mis candorosas ganas de tomarle el pelo.
Precisamente en el barrio donde nació mi madre, yo —esculcando libreros en la búsqueda de VHS porno— me topé por vez primera con un ejemplar envejecido de Picardía Mexicana (1988). Algo en esa publicación sudaba a temas prohibidos y, por ende, me atraía. Había un ejemplar de tal libro en la cantina de mi padre, otro en la casa de mi tío Quique y otro en la vinatería de mi abuela. Años después me reencontré con el ejemplar en varios puestos informales de libros usados y en la colección personal del que fuera mi primer suegro. La Editorial RM lo reeditó hace no tanto tiempo. Tenemos la posibilidad única de leerlo tal como apareció durante años y años. Esta nueva versión respeta cada dibujo, cada detalle, cada tachón y broma oculta del texto original.
Picardía Mexicana es un libro inclasificable. En él uno encuentra albures, juegos de palabras, majaderías, anécdotas chuscas, expresiones coloradas, chistes subidos de tono, dibujos con doble sentido, clasificaciones de pedos, formas de decirle a los tanates, conversaciones entre léperos y un primoroso glosario de caló barrial. A grandes rasgos: un estudio emotivo, sabio y graciosísimo del habla de los mexicanos del siglo pasado. No se crea que es un texto exclusivamente teórico, hay princesas zurrándose, mujeres en sus días, chis, embarazos, sexo oral entre compadres, invitaciones a comer parado, un peluquero que habla hasta por los codos, piezas de pan dulce con asombrosos nombres de genitales, pedas, un mítico espectro sodomita, letreros corrientes en los transportes públicos e inscripciones sexosas en los usos sanitarios. El libro es una pinche joya. A. Jiménez, el autor de la Picardía, aclara que el único propósito de su tomo es “contribuir a que quienes pugnan la superación cultural de nuestra patria tengan un conocimiento más amplio de México y del mexicano”.
Me acuerdo mucho una ocasión en que, en mi primer empleo, luego de una junta extenuante, albureé a mi compañero de mesa Julián. Mi cuate, sagaz y mirándome a los ojos me dijo: “si no hay testigos que te alaben el albur es como si me estuvieras haciendo una invitación. ¡Va! Te la mamo. Vamos a agendarlo”. También he notado que los más jovencitos ya no se alburean. Son cosas del siglo pasado. Digámoslo, el ingenio en este inicio de siglo se manifiesta distinto. Diario uno lee un tuit brillante o comparte un meme sobresaliente. El ingenio mexicano ha evolucionado a una cosa aún imprecisa y que anhela forma. En este entorno es fundamental la reaparición de libros como la Picardía Mexicana. Mi abuelito Alfonso Reyes afirma que es un libro que todos soñamos con haber escrito. Yo además creo que todos los escribimos:
En las cartulinas cotorras de la fayuca. En los dibujos de Bolaño en Detectives Salvajes. En mi maestro de ética que gritaba ¡ay candingas! cuando algo lo asustaba. En la publicidad de lencería tipo “en la otra bailaste pero en esta te sientas”. En las rimas que los marchistas corean… ahí, en todo eso, está la herencia de Picardía Mexicana. El mundo de nuestros padres, su tradición oral y que hemos heredado achicopalada pero rinconera.
El problema y la bendición del lenguaje es que el que habla siempre tiene la razón. Las palabras existen por el simple hecho de ser mencionadas. En un mundo de yolos y obviamentas y ladys conviene regocijarse con un vulgar pero sutil albur de pedos.