Lo que era una sospecha cuando se anunciaron las nominaciones se confirmó con los Oscar recibidos por Parásitos: la industria hollywoodense sigue apostando, como lo hace cíclicamente, al wokeness, término usado en primera instancia por los afroamericanos para referirse al despertar de alguien a una suerte conciencia social o racial. El año pasado, con Roma, la agenda empezó a moldearse no sólo por la “inclusión” de las minorías (a pesar de ciertos intentos, el feminismo sigue siendo la gran deuda) sino por los temas sociales que acapararon el reflector. El principal: el capitalismo se sostiene en la desigualdad y la injusticia, hay que voltear a aquello que ocultan nuestros privilegios… quizá para asegurar que sigan intactos, una vez que el discurso sea engullido por el sistema.
Da para abundar en el éxito de la cinta coreana, que acumula espectadores y premios por donde pasa, y que hace unos días se convirtió en la primera cinta hablada en un idioma distinto del inglés que se alza con el Oscar más importante, el de mejor película, que sumó a los otros dos grandes de la noche, mejor director y mejor guion original. ¿Qué dice de este momento, además de que el wokeness es oro puro, la consagración en la meca del cine de un director como Bong Joon-ho? ¿Las virtudes fílmicas de Parásitos emulan la fuerza con la que ha deslumbrado al mundo?
El tono resulta extraño, descoloca. Es la marca de casa y la cereza en el pastel, se nota en la primera mitad de la cinta y se desdibuja después, aunque Bong lo recupera por instantes, sutilmente, para recordarnos su poder de manipulación. Esa mezcla de humor de pastelazo, vodevil y sátira está presente en prácticamente toda la obra del director, que incluso trabaja con el mismo actor protagónico (Song Kang-ho), quien entiende bien su mecanismo: salpicar la sordidez con situaciones absurdas que provocan mofa, de manera que el desconcierto juegue a favor de la historia. No es simple humor negro, se trata de un trabajo en capas que articula el discurso con las imágenes, siempre en compás. En Memorias de un asesino (2003), su segundo largometraje, esta búsqueda se expande: estamos ante un filme que cruza varios géneros sin perder la unidad formal y sin volverse un amasijo argumental. La conocida historia sobre chicas muertas en un pueblo rancio resulta en Bong un simple gesto para experimentar cruces imposibles, de la comedia rara al filme de denuncia social a la fórmula de la pareja dispareja y hasta a la cinta de acción, todo para derivar en un extraño y oscuro thriller que regala un hermoso final de ternura contenida.
Una aleación que no tiene lugar
La intención de llevar esta mixtura hasta el límite es el hilo conductor de Parásitos: un ir y venir descarado entre lo improbable y lo cotidiano, entre la belleza y la mugre, entre la comedia y el horror. La noción de mezcla define la tensión entre los personajes principales, los Kim, una familia de trabajadores pobres de Seúl, y los Park, sus empleadores adinerados. Así, la amalgama más importante es la que nunca ocurre –la de clases–, y Bong la traza a través de un elemento que no se puede percibir a través del filme: el olor.
Lo que en el tono y el argumento es cruce, en la forma es unidad. Durante la primera mitad la gramática se sostiene casi por completo en planos medios con gran profundidad de campo, lo que permite observar el contexto a detalle. Aquello que existe detrás cuenta una historia, ya sea un armario lleno de cachivaches o un pulcro remate de arquitectura moderna. Hay un énfasis en el modo en que los espacios forman parte de las circunstancias que definen el carácter de los personajes. Conforme avanza el metraje, Bong se vale de primeros planos, muy cerrados, para causar el impacto que pide la vuelta de tuerca. Es necesario que el espectador vea el sudor en la frente de un hombre con disfraz y la sangre que brota de los pedazos de carne destazados por las manos veloces de una mujer.
Es notable la manera en que en ciertos planos el director expone formalmente el leitmotiv de la cinta, como sucede en la acalorada pelea de la familia en el sillón. Mientras se arrebatan el teléfono, el encuadre se segmenta en tres: lo que se ve cuando alguien levanta la mano, las caras de los involucrados al nivel de los sillones y la acción debajo de los muebles. Esta partición, que se repite en algunas escenas clave, es la misma que propone el universo de Parásitos: la hermosa casa moderna, el semisótano y el sótano representan las clases sociales en constante tensión, y el final no es más que una metáfora (tremenda y efectista incluso en los términos de la cinta) de lo que podría suceder si la liga se estira demasiado.
Hay otro elemento clave en el éxito de Parásitos: la sorpresa. No es poca cosa para el cine de este siglo, en la era de las franquicias y los remakes, presenciar una cinta que se desdice de pronto para construirse de nuevo sobre otras bases (como en su momento hizo Psicosis: otra cinta que explora los niveles de una casa). En esta suerte de comedia dramática o drama de humor Bong ha logrado que el espectador vuelva a experimentar el asombro en una sala oscura, tal como sucedió en esa legendaria tarde hace más de un siglo, cuando el tren atravesó las paredes de un café parisino. Emoción básica, congruencia cinematográfica, conciencia social acorde con la época: ¿se puede pedir más? Que la pasen doblada, dirían muchos espectadores del otro lado del muro. Por suerte ese problema, y sólo ése, no es nuestro.