21/11/2024
Literatura
J.G. Ballard: preparativos para el colapso
Las novelas catastrofistas de J.G. Ballard ayudan a anticipar las transformaciones psíquicas que acelerará la pandemia del coronavirus
“Pensar el desastre (si es posible, y no es posible en la medida en que presentimos que el desastre es el pensamiento) es no tener ya porvenir para pensarlo”, escribió Maurice Blanchot. El desastre, entonces: no lo que depara el futuro sino la incapacidad de figurarlo. Como indica la etimología, la ruptura con el astro que indica el camino. Lo desconocido, en suma. Fredric Jameson se lamenta con una frase que se ha vuelto cantinela: “hoy día nos resulta más fácil imaginar el total deterioro de la Tierra y de la naturaleza que el derrumbe del capitalismo; puede que esto se deba a alguna debilidad de nuestra imaginación”. Pero ¿es posible, en las condiciones históricas actuales, vislumbrar un porvenir preñado de promesas? ¿Y si en algunos casos la ficción catastrofista fuera, antes que un mero síntoma de nuestra ineptitud para imaginar salidas al régimen del capital, la representación de una temporalidad degradada, un presente cercado, sin estrella que señale el horizonte? La negatividad del porvenir imaginado puede ser, también, un laboratorio de lo posible, una vitrina con alternativas de lo humano.
Sin negar validez a las lecturas marxianas de J.G. Ballard, que encuentran en sus zonas terminales un lamento por la disolución del Imperio Británico, el ciclo que conforman sus novelas de los sesenta –El mundo sumergido (1962), La sequía (1964) y El mundo de cristal (1966)– puede ser leído como una especulación sobre la pérdida de la historicidad y el nacimiento de un presente desolador, desastroso en el sentido etimológico, donde el futuro arroja la imagen de “un enorme y resignado suburbio del alma”. Aquí resulta pertinente lo que Jameson planteó en los ochenta sobre la estructura temporal de la ciencia ficción –lo que no le impidió expresar reservas a propósito de Ballard–, cuya función no es “darnos ‘imágenes’ del futuro” sino “desfamiliarizar y reestructurar la experiencia que tenemos de nuestro propio presente”.
En el contexto actual, valdría la pena preguntarse si Ballard no nos dejó también lecciones sobre lo que significa ser humano en el Capitaloceno. El biólogo Robert Kerans, protagonista de El mundo sumergido, novela en la que los cascos polares se han fundido a causa de la creciente radiación solar, anegando los que alguna vez fueron centros de la civilización, anticipa las transformaciones íntimas que irán sufriendo los personajes ballardianos en los libros subsecuentes:
Se preguntaba a veces en qué zona de tránsito estaba entrando él mismo, y pensaba que su propia regresión no era síntoma de una esquizofrenia latente, sino una cuidadosa preparación para un ambiente radicalmente nuevo, con una lógica y un mundo interior propios, donde las antiguas categorías mentales serían verdaderos impedimentos.
A principios de los sesenta aparecieron también significativos artículos-manifiesto de Ballard, donde llamaba a los escritores de ciencia ficción a la conquista del espacio interior y aceptaba el desafío de Conrad: “Sumérgete en el elemento más destructivo de todos… ¡y échate a nadar!”. La sequía no hace otra cosa, al imaginar el mundo como un gigantesco desierto donde han desaparecido los ríos y los lagos, donde el mar ha remitido y la gente ha hecho de los automóviles lo mismo habitáculos que sarcófagos, en medio de un paisaje ritmado por dunas de arena y sal. Si el río es el tiempo, su evaporación es la advertencia de un presente eterno, sin más actividad que la autoconservación. El doctor Charles Ransom, que asimila las nuevas condiciones como si las hubiera estado esperando, explica: “Si estoy bien preparado es porque… siempre he pensado en la totalidad de la vida como una especie de área de desastre”. Sin memoria del pasado ni vislumbre del futuro, sin esperanza de lluvia en las playas sedientas, se instala el tiempo inmóvil de la supervivencia.
Este futuro como naturaleza muerta, que reaparece en el cuento “El día eterno” (1966) –donde la Tierra ha dejado de rotar–, tiene en El mundo de cristal su representación más delirante, de un modo que permite a Ballard volver aún más explícita su idea del tiempo detenido. El médico Edward Sanders, responsable de un leprosario en Camerún, atestigua un fenómeno natural a la vez fascinante y terrorífico: la conversión de la selva, y de lo que ella cobija, en una gigantesca joya protuberante que atrapa al tiempo en su interior, fundiéndolo con el espacio. De nuevo la entropía, en un tratamiento que recupera lo desarrollado en “El hombre iluminado”, un relato de 1964. Algunos han querido ver en esto una suerte de nostalgia colonial, pero ¿cómo entender, entonces, que Sanders –como antes Kerans y Ransom– elija, como si algo dentro de sí hubiera tomado la decisión de antemano, aceptar las nuevas condiciones y entregarse a ellas? El médico escribe a un colega:
…pero lo que más me sorprendió, Paul, fue hasta qué punto estaba preparado para la transformación de la selva: los árboles cristalinos que colgaban como iconos en aquellas cavernas luminosas, los marcos enjoyados de las hojas sobrecargadas que se derretían formando un entramado de prismas a través del cual brillaba el sol en miles de arcoíris, los pájaros y los cocodrilos congelados en posturas grotescas como animales heráldicos tallados en jade y en cuarzo…
La prosa del primer Ballard, con la cadencia de un Bossuet describiendo la catástrofe, hace de sus espacios finalistas lugares dignos de ser visitados. Y tal es su peligro: volver habitable el desolado porvenir. La pandemia presente, colapso a la vez sanitario y económico que empuja al aislamiento, invita a pensar si las “categorías mentales” que actualmente poseemos se volverán estorbos, si para salir de esta circunstancia tendremos que acelerar la mutación psíquica que ya hemos estado experimentando. A partir de La exhibición de atrocidades (1970), el presente expansivo ballardiano, moldeado en concreto, acero y vidrio, mostrará sus efectos psicopáticos con descarnado hiperrealismo. En un mundo sin futuro, apocalíptico en el sentido bíblico (“No habrá más tiempo”), la locura se revela como vía única de liberación.