21/11/2024
Literatura
Noticias desde el país sumergido: el cuento argentino
Patricio Pron discute aquí la posibilidad de establecer un canon del cuento argentino, una de las grandes tradiciones de la literatura hispánica
No había terminado aún el siglo XX cuando la sección argentina de la editorial Alfaguara organizó en 1999 una encuesta entre setenta “críticos y escritores” para seleccionar el “mejor cuento argentino” del siglo; como recuerda Sergio Olguín en el prólogo al volumen, la lista estaba compuesta en su totalidad por obras de autores masculinos, aunque la encabezaba un relato breve con una mujer como protagonista, la Eva Perón de “Esa mujer”, el extraordinario cuento de Rodolfo Walsh.
Las listas, afirmó David Ives, son “antidemocráticas, discriminatorias y elitistas, y, para peor, a veces están impresas en una tipografía demasiado pequeña”. La de los “quince mejores cuentos argentinos del siglo XX” se presenta en un tamaño de letra relativamente grande y de fácil lectura, pero (leída en el presente) no parece escapar a los otros aspectos de la invectiva del dramaturgo estadounidense. Es, sobre todo (y en eso se parece a todas las listas de su tipo), un espejo en cuya superficie se refleja, a la manera de un rostro, el Zeitgeist del momento en que fue confeccionada: ningún relato escrito por una escritora, nada perteneciente a la producción literaria de minorías étnicas y/o de otro tipo, ningún aporte de las llamadas “literaturas regionales”, prácticamente ni un solo ejemplo de las literaturas de género (a excepción de “Vivir en la salina” de Elvio E. Gandolfo, un cuento de ciencia ficción) y un predominio claro de la literatura urbana y del fantástico rioplatense.
No se trata de que los relatos breves que conformaron la lista carezcan de calidad; los quince cuentos (“Esa mujer” de Walsh, “El Aleph” de Jorge Luis Borges, “Casa tomada” de Julio Cortázar, “Sombras sobre vidrio esmerilado” de Juan José Saer, “El jorobadito” de Roberto Arlt, “El perjurio de la nieve” de Adolfo Bioy Casares, “El matadero” de Esteban Echeverría, “A la deriva” de Horacio Quiroga, “La madre de Ernesto” de Abelardo Castillo, “Yzur” de Leopoldo Lugones, “El fiord” de Osvaldo Lamborghini, “Muchacha punk” de Rodolfo Enrique Fogwill, “Caballo en el salitral” de Antonio Di Benedetto, “Vivir en la salina” de Gandolfo y “Las actas del juicio” de Ricardo Piglia), con dos posibles excepciones (la de Castillo y la del relato de Piglia, que, en mi opinión, no es el mejor de su profusa y muy valiosa obra cuentística), son buenos y delimitan, en líneas generales, el territorio del consenso en torno a la práctica del cuento en Argentina. Pero si el género goza de una gran reputación en ese país no lo es en menor medida debido a que hubiese sido posible (también) escoger otros quince cuentos distintos sin que el nivel de la antología hubiera perdido calidad.
La confección de listas no carece de dificultades, y Olguín menciona algunas en el prólogo al volumen: varios participantes en la encuesta se votaron mutuamente, un autor se votó a sí mismo, varios incluyeron cuatro o cinco cuentos de Borges, hubo algunos que llamaron luego de enviar su voto para modificarlo, tres uruguayos se colaron en la votación y (lo que resulta todavía más desconcertante) uno de los “mejores cuentos argentinos del siglo XX”, “El matadero”, fue publicado en 1871.
Veinte años después de este último esfuerzo de importancia por establecer el canon del cuento argentino, es más que probable que éste último tendría una apariencia ligeramente distinta si se lo llevara a cabo en el presente: por una parte, debido a las intervenciones que en los últimos años han abogado decididamente por la supresión de la “trinidad” del relato breve argentino (Borges, Cortázar, Arlt) y su reemplazo por otras (Walsh, Lamborghini, Fogwill, por ejemplo), así como la recuperación de las voces de Silvina Ocampo, Sara Gallardo e, incluso, Marta Lynch; por otra parte, debido a que la popularidad adquirida en los últimos años por las literaturas de género (el policial, por ejemplo, con Sergio Olguín y Claudia Piñeiro entre sus principales figuras, y el terror, con Mariana Enríquez como su cultora más importante), al igual que la reputación adquirida por la no ficción (Leila Guerriero, Cristián Alarcón, Martín Caparrós, Josefina Licitra, etcétera) han supuesto desplazamientos y reescrituras del canon concebidas para legitimar esa nueva popularidad mediante el establecimiento de antecedentes y padres (y madres) fundadores.
Una vez más (y esto ha resultado evidente en Argentina en los últimos veinte años, no sólo en el ámbito de la literatura), la negociación del pasado común es la instancia en la que se dirime la legitimidad de ciertas prácticas del presente. ¿Qué ha sido el cuento argentino desde su fundación? ¿Quiénes fueron sus principales autores? ¿Cuáles los mejores cuentos? La respuesta a estas preguntas es, respectivamente: lo que es actualmente, los que han anticipado las tendencias del cuento contemporáneo, los que mejor representan algo que es percibido como el “suelo” sobre el que los cuentistas contemporáneos pisan (o pisamos), a veces, incluso, firmemente. Quizás haya llegado el momento (por fin) de dejar de lado los intentos de establecer cánones y listas “definitivas” para celebrar la diversidad y la proliferación de una literatura que invita a los lectores (también a los mexicanos) a perderse gozosamente en ella.
2018