16 de agosto de 2017

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Diseño

El pacto del juego

Dharma Books publica ‘Ficciones lúdicas’, ensayos en los que Rodrigo Díez se adentra en la lógica y la experiencia de los videojuegos

Guillermo Núñez Jáuregui | martes, 19 de mayo de 2020

Imagen del videojuego 'Tetris'

Han pasado ocho años desde que el MoMA comenzó a adquirir videojuegos para su colección permanente, con títulos como Pac-Man (1980), Tetris (1984), Myst (1993), The Sims (2000) o Portal (2007), entre otros. Fue uno de los índices que ayudaron a reconsiderar el lugar que ocupan en nuestra cultura: en este siglo los videojuegos detonaron incontables conversaciones –algunas polémicas moralistas, otras de carácter formal (¿pueden algunos videojuegos considerarse arte?), algunas más desde las coordenadas del mercado y la industria–, pero ya es prácticamente imposible negar que han dejado el lugar periférico que solían tener en nuestra cultura. Como ocurrió con otras formas expresivas (la animación, los cómics, incluso los juegos de rol), los videojuegos abandonaron los bordes a través de distintas estrategias, muchas de ellas atravesando los miasmas de la nostalgia o el relato personal. De allí que sea interesante encontrarse con un título que eligió otra senda para discutirlos: Ficciones lúdicas, de Rodrigo Díez.

A pesar de lo que podría pensarse por el diseño editorial de Raúl Aguayo, el libro de Díez –como apunta Enrique Urbina en su epílogo– esquiva en su mayor parte las convenciones del ensayo personal o la tentación de la nostalgia (que hoy en día ya puede reconocerse, incluso, como una estrategia de mercado) al abordar la cuestión de los videojuegos. En este sentido, Ficciones lúdicas contrasta con títulos como Extra Lives: Why Videogames Matter (2010), de Tom Bissel, articulado a través del recuento minucioso de las emociones que puede detonar algún título en particular en la vida de un sujeto.

Urbina: “Escribo sobre mí porque creo que Rodrigo Díez escribió Ficciones lúdicas desde un lugar similar –él, sin embargo, superó el nivel emocional, puramente emocional. Porque es muy fácil escribir desde ahí, desde lo que genera un videojuego, pero es difícil ir más allá del código, de lo que el videojuego no quiere que suceda”. En efecto, la dificultad está en pensar o abordar con seriedad un producto cultural de cualquier tipo. Es algo palpable cada vez que uno intenta leer crítica de videojuegos, que en muchos aspectos opera en una zona similar a la de los escritos de quienes reseñan sin mucho pudor cine espectacular o recomiendan artículos electrónicos. Lo cierto es que sobre el cine espectacular (y probablemente sobre cualquier objeto) puede decirse algo más allá de la impresión personal o si vale la pena gastar tiempo o dinero en ello.

¿Qué tenemos, entonces, en Ficciones lúdicas? Un esfuerzo constante por la claridad argumentativa y un balance de los alcances expresivos del medio, estrategias que le permiten a Díez, incluso, considerar el futuro del medio hacia el final del libro. Para quienes estén interesados en la vieja cuestión de la autonomía de las artes, Ficciones lúdicas se toma su tiempo para volver, en el capítulo “Vicios miméticos”, a la cuestión de la representación de la violencia en los videojuegos, pero también, en “Virtudes miméticas”, a las exageradas bondades que se les han endilgado. El resultado, para cierto tipo de lector, seguramente resultará anticlimático, pero es ante todo necesario. Con argumentos balanceados, casi escolásticos (y en conversación con autores como Steven Pinker, Nick Yee, Marvin Minsky, Brendan Keogh o Simon Parkin, entre otros), Rodrigo Díez subraya una verdad nada trivial aunque, por obvia, a menudo pasada por alto: los videojuegos importan, sencillamente, porque jugar importa.

Al margen de sus impresionantes alcances técnicos o expresivos, sin olvidar sus destacados giros narrativos, los videojuegos merecen nuestra atención nada menos que por ocupar un lugar en la esfera del agradable ocio. Esta verdad –que vale la pena observar cómo disfrutamos el mundo– es lo más importante del libro de Díez: con un aparente tono desapasionado, el libro invita a considerar el disfrute del juego (en un entorno que o celebra las emociones –o polémicas– que detona cierto título o se demora en las virtudes de la nueva generación del motor de juego Unreal Engine, por decir algo). A propósito de su autonomía, tal vez un argumento similar pueda hacerse en las constreñidas disciplinas artísticas. ¿Por qué importa el arte? Porque es gozoso, porque sí.

Volviendo al juego, ejemplifico finalmente con una nota que, me temo, tiene algo de personal: desde finales de 2019 comencé a jugar Death Stranding, de Hideo Kojima, un título de mundo abierto que funciona como simulador de caminatas a través de paisajes montañosos (con ocasionales momentos de acción). Es un título interesante (más, al respecto, en el epílogo de Urbina) pero, ante la emergencia sanitaria y tras ciertas lecturas (como este texto de Louisa Thomas para el New Yorker), el juego y su trama de ciencia ficción postapocalíptica, que gira en torno a vincular personajes aislados en búnkeres, comenzó a tener resonancias siniestras con mi vida: dejé, sencillamente, de disfrutarlo y comencé a padecerlo emocionalmente. Comencé a sospechar, como cada tanto ocurre, que estaba en una situación similar a la de quien disfruta de una película sobre choques aéreos a bordo de un avión. Por supuesto, las narraciones funcionan así: comienzan a adquirir un significado que resuena en nuestras vidas, y pueden llegar a ser abrumadoras. Pero el libro de Díez me recordó algo: también jugaba Death Stranding sencillamente porque era bobo y divertido. Es increíble la rapidez con la que solemos olvidar cómo pasar el tiempo.

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