24/11/2024
Artes visuales
Duende con memoria: Francisco Toledo
A 80 años de su nacimiento, el poeta Ernesto Lumbreras recuerda al gran artista mexicano, fallecido en septiembre de 2019
Dos semanas antes de la muerte de Francisco Toledo (1940-2019), un amigo editor me escribe para decirme que un pasaje de un artículo mío, según la lectura del pintor oaxaqueño, nunca sucedió y que, por lo mismo, no debe publicarse. El episodio en cuestión es éste: “Por varias fuentes me enteré de esta historia: Francisco Toledo es llamado con urgencia a la casa de Ocotlán de Rodolfo Morales; el pintor de las mujeres levitantes y de las colinas floridas se encontraba enfermo de gravedad. Entre sus últimas voluntades deseaba entregarle ‘el pincel de mando’ de la pintura oaxaqueña al artista juchiteco; antes de partir hacia esos cielos de nubes de algodón de azúcar que pintó tanta veces, Morales deseaba reconocer con cariño y admiración a su virtuoso sucesor. Los pintores más jóvenes que Toledo saben esta historia y se preocupan cada vez que el de Juchitán los manda llamar, aunque claro, también se les ilumina el rostro al pensar que puede ser alguno de ellos el que reciba su llamado postrero”.
Cuento chino o fábula zapoteca, la anécdota apócrifa puede iluminar dos territorios. El primero es negativo pues arroja luz artificial sobre esa diatriba reduccionista que, especialmente Alfredo Canseco Feraud y Andrés Henestrosa, promovieron bajo el nombre de Escuela de Pintura Oaxaqueña. El segundo espacio, de naturaleza positiva, abierta y propiciatoria, alumbra el universo material, mítico y simbólico de sus creaciones. En todo caso, Francisco Toledo no un es pintor, stricto sensu, oaxaqueño. En apego a su geografía vital es ante todo un artista istmeño, de Salinas Cruz y de Ixtepec, Oaxaca, pasando por Arriaga, Chiapas y hasta llegar a Minatitlán y Coatzacoalcos, Veracruz. En la cintura de México, en el Istmo de Tehuantepec, se localiza la arcadia del imaginario de Toledo. Pero obviamente esos gentilicios de discurso político banalizan y acotan su obra incontinente, de múltiple invención y siempre dispuesta en una zona de riesgo e inestabilidad.
Personalmente me gusta ubicar el legado tolediano en las coordenadas de la llamada Generación de la Ruptura del arte mexicano. Aunque con unos años menos que Fernando García Ponce, Vicente Rojo, Lilia Carrillo, Manuel Felguérez, José Luis Cuevas o Alberto Gironella, desde sus primeras exposiciones Toledo marcó una distancia prudente –sin virar a la pintura abstracta o ejercer el parricidio o firmar proclamas políticas– respecto del arte nacionalista que todavía pesaba a finales de la década de los cincuenta. No fue obra del azar que en 1959, el año de su primera exposición individual en la Galería de Antonio Souza, Francisco Toledo participara en la muestra colectiva Nuevos exponentes de la pintura mexicana, en la recién habilitada Casa del Lago donde expusieron –además de los citados con la sola excepción de Gironella– dos artistas de la generación anterior, Juan Soriano y Vlady.
Cierta crítica extranjera gusta de encasillar la propuesta de Toledo con el cartabón de “arte primitivo”, el mismo que sirvió en el pasado para abordar la pintura de Wifredo Lam y, en tiempos recientes, el trabajo de José Bedia. En su primera residencia en París (1960-1964), el mexicano fue asiduo visitante de museos y galerías; de manera significativa, recorría a menudo las salas del Museo del Hombre en la Plaza del Trocadero. Frente a las esculturas y las máscaras de África y Oceanía, la reacción del oaxaqueño no fue de extrañeza o de revelación de un hallazgo, efecto predecible y común para un artista europeo. Su respuesta mostró más bien empatía y un reconocimiento de su propia visión de mundo. La impronta etnográfica en su arte será siempre un punto de partida, pero no más que eso. La aportación artística de sus cuadros y objetos se localiza, más allá de lo dado por el tema en sí, en el lenguaje plástico que resignifica, perturba y desborda. Efectivamente, su propuesta visual “saca
de quicio”. Toledo es un iconoclasta desde el poder desaforado de sus imágenes, va contra natura de la vida de los hombres y de sus leyes a partir de una naturaleza extasiada de sí misma, lúdica y lúbrica en una noche de San Juan sin mesura ni término.
Entre la edad de la piedra y la de un niño, el humor irreverente y el fulgor de lo sagrado, la cima de Eros y el desbarrancadero de lo ridículo, el desasosiego que genera el arte de Toledo nos libera de prejuicios y solemnidades, nos torna más puros y audaces. Dice Alberto Manrique: “He aquí que alguien aparece y nos propone una manera radicalmente diferente. Ahí surge el principal problema con Toledo: nos sentimos desconcertados, desajustados, incómodos. […] Las obras de Toledo nos remiten a esos momentos que se suelen llamar, con la mayor de las sinrazones, época anteriores a la razón”. Aunque, y el mismo crítico lo consigna, el universo tolediano no cae en las coordenadas intelectuales del surrealismo para desestabilizar el statu quo de la realidad abordada como pretexto visual. Más cerca de Artaud que de Breton, el daimon o el duende de Toledo posee raíz y memoria, conceptos que es necesario atemperar para no degenerar en folclor o representaciones antropológicas.
“Los localismos no son más que sometimientos anacrónicos”, afirmaba Luis Cardoza y Aragón, uno de los primeros críticos que repararon en el talento excepcional del joven pintor. Sobre esa misma línea de revisión, a modo de advertencia, anotaba las dinámicas de las influencias externas como internas. “Nos transforman las influencias si las transformamos. En la imitación aparente no hay relación con nuestra vida. ¿Es ello, hoy, el arte nuestro? ¿Cabría otro? Una respuesta la está dando Francisco Toledo”. La obra que expone Toledo en París, en los primeros años de la década de los sesenta, y que cautiva a Rufino Tamayo, André Pieyre de Mandiargues y Octavio Paz, estaba en tránsito para asimilar lo que observaba, aprendía y vivía, influencias a veces fuera de foco de sus filias de aquel momento –pienso en la pintura de Jean Dubuffet y en la Adolf Wölffli, por ejemplo–, pero que trastrocarían sus búsquedas en un horizonte más amplio, menos deudor del colorido local y de sus significaciones regionalistas inmediatas.
En una valoración retrospectiva, la pintura de Francisco Toledo que más me seduce y cuestiona, que más enriquece mi inventario del mundo y lo conecta con otros planos de la conciencia y los sentidos, es la realizada a su regreso de París. Todo eso encuentro en piezas como Bona en Juchitán (1965), En el mar (ca. 1965), Lluvia (1966), Plano de Juchitán (1967), Laberinto verde (1968) –estas dos últimas, obras matrices que dieron origen a la serie Títulos primordiales de Juchitán, que seguirá pintando en las siguientes décadas–, Hombre y toro (1968), Avispas (1969), Mujer peinándose (1969), la controversial Mujer atacada por peces (1972), El mar hondo (1973) o Cocodrilo con tortugas (1975). En la obra anterior reconozco aciertos y deslumbramientos, hechizo y gracia, tanteos a una aventura mayor todavía no resuelta. Roberto Donís, figura cercana a Toledo desde el comienzo de su trayectoria, comenta que a los primeros trabajos del oaxaqueño les faltaba “cocina”, dominio de la técnica y conocimiento de sus materiales. En las piezas que aludo, esos saberes y destrezas ya han desembocado en su arte de manera profunda y categórica.
En la década que va de 1965 a 1975 el trabajo de Toledo alcanzará una madurez iniciática. Sus óleos, gouaches, tintas, sus primeras piezas en técnica mixta, su debut como escultor en bronce, sus numerosas series de grabados en diversos soportes, perfilan al oaxaqueño como un protagonista del arte contemporáneo, distinción que habrá de ratificarse con las exposiciones retrospectivas en la Whitechapel Art Gallery de Londres y en el Museo Reina Sofía de Madrid en el año 2000. Por supuesto, en los años posteriores a esa década estelar, Toledo entregará piezas de mérito al tiempo que explorará otras técnicas y otros materiales. Inevitablemente habrá de repetirse. El mercado del arte presionará su tiempo de creación. Las variantes de sus obsesiones zoomórficas se agotarán. El humor y la crítica se tornarán predecibles. No obstante esos inconvenientes, ¿quién puede objetar furor y misterio a La cangrejera, que cuelga en uno de los muros del Club de Industriales; a la serie de pasteles, óleos y grafitos titulada Insectario; a las ilustraciones de Manual de zoología fantástica de Borges; a las acuarelas de Los cuadernos de la mierda o a La lagartera, esa pieza de cerámica que decora la mansión de un empresario regiomontano?
En la tradición de la Bauhaus del arte utilitario, Francisco Toledo realizó innumerables cruces con la centenaria tradición artesanal oaxaqueña. Trabajó los textiles, la cerámica, el vidrio, la herrería, el juguete, la joyería, el mueble, el papel artesanal, la ilustración de libros… Asimismo se vinculó en tareas de rescate de monumentos históricos sumando su visión de artista a proyectos de arquitectura y urbanismo, diseño de jardines y esculturas públicas. Los cuatro tomos de Francisco Toledo. Obra 1957-2017, que Juan Rafael Coronel Rivera y su equipo levantaron para Fomento Cultural Banamex es, hasta ahora, el trabajo editorial más completo y riguroso para mostrar –vía el contrapunto de críticos e historiadores de arte de diversas generaciones– las distintas etapas y facetas del universo visual de Toledo. Con su muerte, el pasado mes de septiembre, para fortuna y riesgo de su obra artística, el personaje público de notable influencia en la cultura nacional dejará de proyectar luces y sombras a su pintura y acuarela, a su gráfica y su cerámica, a sus dibujos y escultura. Libre de esa carga anecdótica, la obra de Francisco Toledo revelará paulatinamente su orbe mayor: el tránsito de una procesión delirante.
Publicado en la edición impresa de La Tempestad, no. 150, octubre de 2019