Para Christopher Nolan la problemática del cine se refiere, hoy, a la escala de la experiencia. Mientras las películas encienden cada vez más pantallas pequeñas, con los estrenos trasladándose a plataformas de streaming, el director se aferra al filme de 70 mm y a las proyecciones en salas IMAX. En plena pandemia, con los estudios resignados a la distribución de sus productos en dispositivos electrónicos, Nolan no cede: Tenet ha llegado a las salas de cine.
No es éste el único detonante de la animadversión que profesa al británico un numeroso grupo de críticos. En la apuesta por un cine-espectáculo que busca a un tiempo la activación del sistema nervioso y la apertura al pensamiento, nadie parece quedar satisfecho (excepto el público). Por un lado, se acusa a Nolan de producir perplejidad en un espacio reservado al entretenimiento; por otro, se cuestiona que su ambición intelectual tenga como vehículo costosas producciones.
Una película “grande”
Luego de ver Tenet en una sala IMAX resulta útil pensar el cine reciente de Nolan desde el concepto de bigness. De difícil traducción, fue utilizado por Rem Koolhaas en los noventa para abordar el problema de la gran escala en la arquitectura contemporánea. No se trata de grandeza, ni siquiera de grandiosidad, sino de grandura. En ese aspecto se cifran las ambiciones y las carencias de la obra nolaniana.
La noción de bigness no es del todo operativa en el campo del cine, pero ayuda a entender el problema de la escala. Al implicar a un equipo de trabajo enorme e involucrar lo multidisciplinario, la gran producción tiende a borrar la marca autoral a favor de un estilo impersonal. A partir de Batman inicia, en una tendencia que tuvo a El gran truco como paréntesis, el aumento de la ambición ha sido paralelo a la pérdida de sentido compositivo del plano, es decir, a la mirada distintiva. Como explica Koolhaas sobre los grandes edificios, el impacto es independiente de la calidad.
Pero precisamente ahí se vuelve interesante el cine de Nolan. Las suturas de sus guiones son evidentes porque están escritos por un director que lucha por insertar, dentro del carácter genérico de los grandes espectáculos audiovisuales, sus obsesiones como artista. Como ha quedado claro, éstas son la experimentación con la estructura narrativa y la tematización del problema del tiempo, una dimensión cósmica y subjetiva.
James Bond conoce a Kip Thorne
Tenet es a la vez un relato de espías y una película de ciencia ficción. La trama no es especialmente inventiva: se trata de detener a un oligarca ruso (Andréi Sator, interpretado por Kenneth Branagh), poseedor de una tecnología que, sencillamente, podría acabar con el mundo. La singularidad se encuentra en ese punto de la historia: enviadas desde el futuro por humanos que viven las delicias del calentamiento global, existen máquinas capaces de invertir la entropía de los objetos; es decir, de orientarlos en el sentido contrario de la línea del tiempo.
Como El origen, Interestelar o Dunkerque, Tenet trata de la coexistencia de temporalidades. El espectador pasa dos horas y media tratando de asirse a un principio que alumbre la totalidad, pero será en vano. Nolan ha decidido dejar cabos sueltos: la perplejidad es parte de la experiencia del filme, y ni siquiera el conocimiento de teorías físicas ayuda a desentrañar los resortes de una ficción donde los autos implosionan y las balas son succionadas por las armas.
En un año en el que tendremos una nueva aparición del agente 007, con Cary Fukunaga al mando de Sin tiempo para morir, Nolan ha abandonado definitivamente el neonoir (Following, Amnesia, Insomnia, parcialmente El origen) para entregarse al cine de acción. Tenet, que desde el nombre juega con la idea de una narrativa palindrómica, es el filme de James Bond que Nolan soñaba con hacer. De paso, ha desterrado los resabios spielberguianos que vinculaban las leyes del cosmos con el amor entre padres e hijos (Interestelar). Como en Dunkerque, los personajes son puro acto.
Cine en reversa
En el gran espectáculo de Tenet, donde ni siquiera los diálogos explicativos –marca de la casa– logran disminuir la intensa experiencia cinemática, se abre de nuevo la pregunta sobre lo que su director representa para el cine contemporáneo. Ha quedado claro que, en lo político, Nolan es un reaccionario: aquí, incluso, parece decirnos que los malos son quienes pretenden detener la catástrofe ambiental desde el futuro. Su apuesta fílmica, sin embargo, sigue orientada al ensanchamiento de las capacidades reflexivas del entretenimiento.
La filmografía de Christopher Nolan ha sido, entre otras cosas, una reflexión sobre el cine mismo. Ha sido magia (El gran truco), sueño colectivo (El origen), coexistencia de temporalidades (Interestelar, Dunkerque). En Tenet el protagonista (John David Washington) carece de nombre y los personajes son, para efectos prácticos, objetos con funciones narrativas o posicionales. Desterrada la psicología, convertidas las emociones en gestualidad hueca, esta vez Nolan postula al cine como la paradójica experiencia del movimiento en un entorno inmóvil.