17/12/2024
Literatura
Escuchar a Hebe Uhart
A punto de cumplirse dos años de su fallecimiento, este texto recuerda las lecciones de la gran narradora argentina Hebe Uhart
Llamémosla, por molestar, heroica.
Comenzaba a multiplicarse, expandirse, diversificarse, convertirse en una de las lecturas más necesarias para entender los misterios que descansan en un bollo de pan, y falleció. Apenas hace dos años que Latinoamérica no tiene a Hebe Uhart y se le extraña en serio. Al leerla tenemos la impresión de haber sido su familia. Como si en la reunión de todos nuestros apellidos nos mirara desde la esquina con apenas una copa de vino espumoso en la mano, sin decir nada, pero conociéndonos a profundidad, sabiendo que, de pequeños, sosteníamos, bandera en alto, frases como “no voy a casarme”, “el mundo puede cambiar”, “jamás voy a comer habas”.
Hebe Uhart podría ser la única autora latinoamericana reciente –hombres incluidos, desde luego– que pueda englobar con tan cerrado círculo la precisión de saber escuchar, la distinción de aquella máxima que reza: un escritor sin oído no puede ser un escritor. Ya Mariana Enríquez, otra hecha de pura memoria auditiva, había nombrado a Uhart como la escritora poseedora del oído más absoluto y delicado de todos. No sólo escuchaba sino que prestaba atención. Quería conocer, avanzaba con la nobleza y el corazón de quien parte una manzana para darle una mitad a alguien más, y luego regala la otra mitad, supuestamente suya. Sus páginas son todas páginas escogidas. No por la eficiente labor crítica sino por la incansable tarea de encontrar en los alrededores algo a medio camino entre lo trascendente y lo mundano. Un panqué aviva su inteligencia, un par de muñecas despierta su imaginación y renueva en su escritura el cuidado que uno provee de chico, aunque haya caído en la trampa del crecimiento, a los juguetes que moldearon su educación.
Va por ahí guiando la prosa con una sensibilidad sólo posible para aquel que admite, aún estando equivocado –porque ha de señalarse que aquello es del todo cotidiano– que la prosa ya estaba escrita. No pensemos en el fracasado discurso del poeta que, exaltado por una voz más profunda que la propia –dice el mito–, se compra a sí mismo la idea de no ser él quien escribe sino la vida misma, hablándole al oído hasta descender en su pluma. Acá ese discurso no aplica. Acá sólo hay verdadera atención: un ser humano que no se atraviesa entre lo que la vida es y lo que la vida escribe. Porque en última instancia lo que ocurre entre ambas no es del todo distinto. Si volvemos a la manzana, y arrojamos las dos mitades en direcciones opuestas, algunos escritores seguirán a la primera mitad y anotarán el proceso de putrefacción que está a punto de sufrir; unos más seguirán a la otra, perdiéndola, en muchos casos, de vista, y relatando lo difícil, lo complicado, lo doloroso de extraviar algo que sabíamos nuestro. Uhart haría otra cosa, por comodidad, claro, pero sobre todo por afecto: se quedaría detenida mientras los escritores salen en busca de las dos mitades, y escribiría sobre el espacio que se forma entre ambas, nos contaría lo que ocurre cuando el segundo escritor distraído, desolado, traspapelado, tropieza con el primero mientras éste permanece anonadado en el suelo, tratando de comprender cómo la putrefacción es posible.
Es, seguido de coma, diría Saer, si se quiere, la mejor escritora de su generación. Calificativo que le viene sobrando, porque a Uhart todo le sobra: el talento, la atención, la generosidad, el oído, la inteligencia, la capacidad de confeccionar una ficción tan precisa en sus relatos que casi parece extraída de la realidad. Mucho más real, y mucho más honesta que esa manida categoría del mercado conocida como literatura de no-ficción, la cual, seguramente, la propia Uhart encontraría risible.
Fue tan difícil conseguir sus libros en México porque llegaban, apenas, muy apenas, a hurtadillas, como juegos de precisión, lances que, tirados desde nuestra hermana Sudamérica, nos orillaban, a nosotros, sus lectores, a compartirnos cualquier cosa que pudiésemos encontrar. Y así su lectura fue multiplicándose. En Argentina, desde hace tiempo, pero no tanto, ya había sido categorizada como titánica, un emblema, una referencia; acá la leíamos de rebote y la fascinación por lo que encontrábamos ahí nos conducía a platicarla todo el tiempo. Se hacían tuits, se hacían stories, se hacían intercambios apasionados en charlas minúsculas de DM, diciendo lo evidente: Ésta es una maestra, ¿dónde había estado todo este tiempo?
Adonde vamos siempre sale al encuentro, y por donde caminemos habremos de hallar sus huellas. Marcadas con la precisión de una autora que caminó con absoluta tranquilidad, parecía ir siempre flotando. La tarea que emprende es de una nobleza angustiante, alcanza a ver las cosas sin quitarles el lustre que las hace brillar, sin sobrecargarlas de intelectualismo y sin poner en ellas un peso que no les corresponde. Las deja ser, y como tal las deja enredarse y ascender hacia ese punto de la observación, tan obvio y a la vez tan inasequible, donde la profesora de una escuela local vale exactamente lo mismo que el verano y éste vale, a su vez, lo mismo que una pelea de pareja.
Vino a México, y vino sola, se fue sola. Vino y se sorprendió con nuestra forma de hablar, con nuestra tele abierta, con nuestras costumbres, tan raras, que sólo podían haber sido inventadas por una pluma tan honesta como la suya. Porque se supone que esto, México, también es Latinoamérica, y que la cuestión que suscita Latinoamérica es también particularmente extraña, enferma de realidad. Quizá por eso Uhart cuenta todo tal como es. Como en el cine de Assayas, se captura un fragmento de la cotidianidad en toda plenitud y termina dejándonos saber que la película continúa, por siempre, inagotable, pero nosotros, los espectadores, los lectores, esos, no tuvimos más que la oportunidad de presenciar un instante, acaso, de otras vidas. “Se trata de elegir y recortar, no de contar todo lo que sé”, anota Liliana Villanueva en Las clases de Hebe Uhart.
En Uhart todo es acontecimiento. Porque es verdad, aunque suene manido, falto de talento y hasta estúpido, que la vida, como escribe Inger Christensen en su monumental Eso, en efecto, es sagrada. Ya ha escrito Graciela Speranza que sus relatos, en especial “Guiando la hiedra”, la han llevado a una “aceptación gozosa del mundo, que es también un estado de gracia y una forma de generosidad”. Y eso es todo, en realidad, un día cualquiera para Uhart es un día para arrear la voluntad y encontrar, donde pueda encontrarse, el arte de la literatura, ese arte que consiste en entrar y salir, en saber acompañarse, porque aquello de ser, poder ser, querer ser buena compañía no es, de ninguna manera, una tarea sencilla.
En las fotografías tiene casi siempre la misma mirada: altiva pero desinteresada, casi, a poco de ser misericordiosa, como si fuese capaz de encontrar el bien absoluto que reside en cada persona, como si supiera algo que todos los demás ignoramos, pero no va a decírnoslos porque de lo contrario el asunto puede tornarse muy aburrido. Al terminar de leer cualquiera de sus relatos uno se queda con la sensación de que siempre hay algo más a punto de ocurrir. Como en la microscópica confección de objetos y acontecimientos que llamamos vida, y que tiene en Hebe Uhart a una de sus más atentas observadoras.