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Nada más que la vida

‘Vendrá la muerte y tendrá tus ojos’, de José Luis Torres Leiva, es una de las películas más sugerentes del cine chileno reciente

Mónica Ramón Ríos | miércoles, 14 de octubre de 2020

Fotograma de 'Vendrá la muerte y tendrá tus ojos', de José Luis Torres Leiva

La película de José Luis Torres Leiva Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (2019) comienza con la presencia absoluta, una luz que cae sobre las pieles de dos mujeres definiendo sus contornos, sus cuerpos sólidamente limitados con los paisajes de la naturaleza. Comienza con una cotidianidad, expresada en las caricias de fin de semana al sol, que es un horizonte amplio. En ese estar una mujer frente a la otra, el tacto se vuelve urgente y cargado de una materialidad que abre un espacio para que habite, en el presente, la ausencia futura.

Esta película bien podría llamarse Nostalgia, porque a pesar de las detalladas notas que leo Vendrá la muerte y tendrá tus ojos no trata sobre un suicidio, aunque comparte algunas de sus pulsiones. Se trata de una muerte prematura –como son casi todas las muertes–, pero también de una muerte que llega justo a tiempo, pues la muerte que se avecina con el paso de las secuencias es una decisión pensada y llevada a cabo no sin dudas ni dificultades. Así, el director y guionista da un nuevo sentido a la palabra “espectadores”, alejándonos del espectáculo y transportándonos a la espera. Quedamos expectantes frente al final anunciado en el verso de Cesare Pavese, poeta suicida, que da título a la película. Sabemos que, escena por escena, nos acercamos al cuerpo de una de esas mujeres abandonado de vida y del amor que le dio sentido. Nada, sin embargo, contesta la pregunta que cuelga sobre cada una de las escenas: ¿qué se hace con todo eso que es la vida?

Después de ver la película por segunda vez he ponderado la importancia de que esta historia sea conducida por personajes mujeres, y que sea una consciencia creada en la diferencia sexual quien decide abandonar la vida de manera prematura. “Conducción” y “decisión” son dos aspectos por lo general negados a personajes mujeres frente a acontecimientos que bien podrían adquirir formas melodramáticas, donde los personajes son más bien conducidos por los acontecimientos a pesar de sus decisiones, o de drama heroico, condenado, frente a una enfermedad terminal, al fracaso.

En Vendrá la muerte… la decisión de no tratar la enfermedad, obstaculizada por Ana, enfermera de profesión y pareja de María, nos posiciona en un lugar argumentativamente poco explorado (se me ocurre Mi vida sin mí como antecedente, por ejemplo) y cuyo resultado es una indagación no sólo del personaje sino de los efectos de la muerte en la vida de otros –pienso ahora en todas esas mujeres que hilaban sus mortajas en Cien años de soledad o esas que deseaban la muerte, como tantos personajes de María Luisa Bombal.

Hace unos días conversábamos con el cineasta argentino Matías Piñeiro sobre la relación entre “hombres tras las cámaras” y “mujeres frente a ellas”, característica que la obra de Torres Leiva y la suya comparten. Me comentó que le parecía poco interesante y repetitivo que tomara las decisiones una conciencia (mirada) masculina. Desarticular la relación hombre-mirada-decisión a través de la diferencia sexual abre un campo de posibilidades no sólo en términos formales. A principios de la semana mis estudiantes y yo analizamos el texto clásico de Laura Mulvey “Visual Pleasure and Narrative Cinema”, que explica la continuidad de esa relación naturalizada en esta sociedad (capitalista y patriarcal) que el cine clásico estadounidense refleja. Para ejemplificar les mostré la secuencia de Vértigo (de Hitchcock) donde Scottie ve a Madeleine por primera vez en el restaurante. Allí, cámara y mirada del personaje se funden para objetualizar a la mujer, enmarcarla como espejo de la pulsión masculina y cumplir el rol –pasivo a duras penas– de llevar al personaje hacia el abismo de su obsesión que es, en fin, matar a una mujer.

Como muchas feministas antes que yo, pienso que es ese “drama”, y no el drama edípico, el que funda la psiquis y estructura esta sociedad. Por eso la refracción de la mirada que llevan a cabo Torres Leiva y Piñeiro a través del lente de la diferencia sexual no sólo es una metodología inusitada para abrir los campos de la imaginación cinematográfica, sino una acción urgente para afirmar un necesario cambio sobre quién tiene derecho a la vida y a decidir su propia muerte. Algo así se atisba en la oscura fábula escrita por Alejandra Pizarnik que la película cita, usa y reinterpreta como parte de una historia-otra que, alejada de la víctima, repiensa el sitio desde donde se relaciona cuerpo de mujer con muerte de mujer.

Pero la película no se trata únicamente de eso; me parece que es una pausada reflexión de qué es es lo que conforma la vida. Hace muchos años, décadas ya, atendí un taller con Raúl Zurita donde leímos a los dos Césares, Pavese y Vallejo, ambos afectados por los soles negros de la melancolía. Concluimos que no se trataba de que la vida pasara y en un momento uno dijera “no voy a vivir más”, sino que vivir la vida requería decir “sí”, un “sí” constante y cansador, a veces placentero, muchas veces no. La película de José Luis Torres Leiva es también un homenaje a ese “sí”, un recordatorio de que cada minuto es una decisión, un deseo de vida. Por eso la película también utiliza estrategias para distanciarnos de la nostalgia, y así llena la pantalla de estrellas y desvíos.

“Estrellas”, escribo de manera bastante literal. A la actriz Julieta Figueroa, a quien hemos visto en la lente de Torres Leiva desde El cielo, la tierra y la lluvia, se suma, en el rol de Ana, Amparo Noguera, actriz prolífica de la televisión, el teatro y el cine chilenos, cuyo rostro está inscrito en nuestras retinas juveniles. También aparece la actriz y escritora Nona Fernández, el crucial documentalista Ignacio Agüero y la icónica actriz Naldy Hernández.

“Desvíos”, escribo porque hay secuencias enteras compuestas de los delirios de María y Ana, otorgándole una necesaria dimensión inmaterial al argumento, y secuencias enteras que nos muestran historias que los personajes se leen o cuentan mutuamente. Una de ellas se enfoca en un encuentro sexual entre dos desconocidos en los bosques, y el otro en una niña salvaje rescatada por una mujer. En estas historias, pero sobre todo en ese contar la historia, la vida parece adquirir otros colores, desplegarse en sentidos múltiples y adquirir la fascinante textura del presente. La secuencia final, que nos lleva a un grupo de muchachas y una playa, funciona como un recordatorio. ¿Qué se hace con todo eso, entonces? Se vive, responde José Luis Torres Leiva con palabras envueltas en los ritmos de la naturaleza y una pausa como de otro tiempo.

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