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El nacimiento de una nación

Sergio Huidobro revisa críticamente ‘Nuevo orden’, la cinta de Michel Franco que ha levantado polémica antes de llegar a las pantallas

Sergio Huidobro | martes, 20 de octubre de 2020

Fotograma de 'Nuevo orden', de Michel Franco

“Uno debe ponerse del lado de los oprimidos en cualquier circunstancia, incluso cuando están equivocados, sin perder de vista, no obstante, que están hechos del mismo barro que sus opresores”, escribió Emil Cioran –ya sexagenario, parisino y cínico– en un cuaderno que terminó publicado como Del inconveniente de haber nacido (1973). La navaja moral de esa sentencia está afilada con tal ironía que, en el medio siglo que le sigue, se ha usado como escudo para legitimar excesos en ambas orillas: a veces los de la opresión, a veces los del oprimido.

En los primeros minutos de Nuevo orden (Michel Franco, 2020) nos cubre una ola de símbolos que piden ser descifrados: escuchamos el adagio de El año 1905, la sinfonía de Shostakóvich dedicada a honrar a los caídos durante el sangriento golpe popular al Palacio de Invierno. Una mujer bañada en verde; un árbol, en rojo, ambos sobre fondo blanco: bandera mexicana de visiones dantescas.

Estamos en el Pedregal de la Ciudad de México, en la casa de una familia de arquitectos enriquecidos por contratos turbios. Como en el arranque de El padrino, asistimos al enlace de la hija menor, la entrega de sobres con dinero y el susurro de favores que no se pueden rechazar, excepto uno: Rolando (Eligio Meléndez), ex trabajador del lugar, se presenta para suplicar el apoyo de sus antiguos empleadores. Su esposa necesita una costosa válvula cardiaca, pero a diferencia de Bonasera le hace falta más que besar la mano de Corleone para obtener su gracia: “Te hubieras puesto un saco o algo”, le dicen.

Conocemos a la familia a través de sus reacciones ante el visitante imprevisto, que van de la compasión protocolaria al rechazo disimulado. Nosotros, espectadores, somos invitados a tomar partido y dirimir lo que consideramos justo o razonable. Como el rumor de una tormenta, llegan anuncios de una protesta violenta que se extiende por la ciudad con la rapidez de un virus y los efectos de un huracán. El ejército se impone por la fuerza. La boda termina en matanza. La capital amanece regada con cadáveres y manchas verdes.

El punto de mira

Como distopía política, Nuevo orden es hábil al arañar nuestro miedo social a los otros, sean estos los de arriba o los de abajo. Su estupendo primer tercio, cuyas tensiones corales fluyen como relojería, es un modelo de construcción de conflictos. Cuando nos invita a señalar víctimas, victimarios y motivos terminan sus certezas y empieza su mayor problema: el conflicto se simplifica y se bifurca en dos líneas separadas por la frontera del privilegio. A partir de ahí se vuelve fascinante o repulsiva, según a quiénes consideremos dignos de compasión o merecedores de nuestra empatía. ¿Quiénes son los culpables? ¿Quiénes pierden más? ¿Con quiénes nos identificamos? En apariencia, Nuevo orden invita a hacer las preguntas, pero en el fondo se agita la sensación incómoda de ser guiados hacia conclusiones que fueron tomadas de antemano.

Mientras los aristócratas son personajes con un arco amplio de desarrollo –transitan diversos estados de ánimo, conocemos fragmentos de su pasado, los observamos lo mismo en la intimidad que en tribu–, sus empleados tienen menos dimensiones y un trazo más grueso. Son más arquetipos que personajes, y el escaso desarrollo de sus escenas da pocas oportunidades de asomarnos a su vida interior. Su función es reactiva, encaminada más a impulsar conflictos ajenos que a tomar decisiones propias; cuando se atreven a hacerlo, los resultados van de lo trágico a lo inverosímil. Salen a flote por el estupendo rigor con el que Mónica del Carmen, Fernando Cuautle, Leonardo Alonso o Mercedes Hernández construyen personajes vivos, pero su trabajo está cercado por un guion que los dibuja como seres que transitan del sometimiento al rencor, con pocos matices entre una cosa y la otra.

En el nivel básico de un relato, Nuevo orden es el trabajo más complejo, solvente y mejor aceitado de su director hasta el momento. Su control de la puesta en cámara, del montaje interno de planos complejos, espacios físicos y texturas del sonido, hacen pensar que, al fin, después de cinco melodramas burdos, efectistas y de técnica tibia, hay en Franco algo más interesante que los premios. Esta sensación se refuerza durante la primera media hora, en la que vemos a un narrador seguro que teje varios hilos a la vez, lanza anzuelos que retan los prejuicios de la audiencia y dirige elencos, rostros y cuerpos como nunca lo había hecho.

Sin embargo, cuando los sublevados irrumpen, éstos apenas rebasan la caricatura: gruñen, disparan por placer, gesticulan y se ensañan con las mujeres. Por supuesto, en el cine social del México reciente hay espacio para la sátira o el caos, siempre que antes se haya pensado en el lugar desde el que se enuncian las historias: Workers (Valle, 2013), El ombligo de Guie’dani (Sala, 2018), La camarista (Avilés, 2018), Mano de obra (Zonana, 2019) o Las niñas bien (Márquez Abella, 2018) dan cuenta de ello. En todas, al retrato hiperbólico o realista de las tensiones de clase se añaden dos ingredientes: honesta vocación subversiva y lúcida conciencia política. Ni una ni otra han formado parte del cine de Franco hasta ahora, pero su ausencia es más notoria en Nuevo orden.

Estallido sin causa

El orden nuevo que se advierte podría traer a la mente el aforismo de Cioran o la trágica condición del Gatopardo de Lampedusa y Visconti: que todo cambie para que todo siga igual. Pero esa mezcla lúcida de fatalismo y compasión es distinta a la propuesta de Franco, que al acumular golpes de efecto durante la segunda mitad termina por anestesiar la vileza de las imágenes: hogueras de cuerpos, ejecuciones sumarias, la violación anal con un taser. Al diluir su trasfondo político se convierten en una mezcla involuntaria de Saló (1975) y Saw: juego macabro (2004); provocan repulsión, pero no ideas.

En el lugar de éstas, en Nuevo orden se intuye un tibio rigor intelectual para desarrollar una premisa por demás ambiciosa. Sea por omisión o desinterés, una idea que sobrevuela en el último tercio de la cinta es que la causa profunda de las revueltas sociales no es la existencia del 1%, sino el fascismo latente en las clases desfavorecidas, quienes optarían por rayar “Putos ricos” sobre una fachada como forma estomacal de catarsis redistributiva. Esas son las consecuencias de la disparidad, pero ¿cuáles son sus causas y motivos? Aunque esta pregunta sea su punto de partida, conforme Nuevo orden avanza parece menos preocupada por responderla y más por aprovechar las reacciones que provoca.

Tal idea, la de la revuelta popular como un estallido sin causas, ahistórico y tribal, puede implicar desconocimiento o mala fe al pensar la redistribución como necesidad inmediata y a las doctrinas de shock como respuesta inevitable del statu quo. Sin embargo, en el fondo late el miedo a la protesta, entendida ésta como sinónimo del caos irracional y no como consecuencia natural de la disparidad.

Al final de Nuevo orden el gatopardismo triunfa y la burguesía acepta compartir el poder con la cúpula militar mientras el sistema dé la apariencia de seguir a su favor. Filmada durante el primer trimestre de 2019 bajo el título Lo que algunos soñaron, el sexto trabajo de Franco funciona como una radiografía particular o una prueba de Rorschach para las tensiones sociales de su país de origen, pero también para una América Latina que vuelve a ser campo fértil para los populismos de derecha y los gobiernos autocráticos. Ojalá, además de ello, optara por “ponerse del lado de los oprimidos, incluso cuando están equivocados”, pero en este nacimiento de una nación, tan lejos de Cioran y tan cerca de Griffith, la compasión y los matices son las primeras bajas del conflicto.

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