16 de agosto de 2017

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Pensamiento

Contar la infamia

Editado por Daniela Rea, el volumen ‘Ya no somos las mismas’ reúne reflexiones sobre los efectos de la guerra contra el narcotráfico

Karen Villeda | miércoles, 28 de octubre de 2020

Sólo acepto este mundo iluminado

cierto, inconstante, mío.

Sólo exalto su eterno laberinto

y su segura luz, aunque se esconda.

Despierta o entre sueños,

su grave tierra piso

y es su paciencia en mí

la que florece.

Tiene un círculo sordo,

limbo acaso,

donde a ciegas aguardo

la lluvia, el fuego

desencadenados.

A veces su luz cambia,

es el infierno;

a veces, rara vez,

el paraíso.

Alguien podrá quizás

entreabrir puertas,

ver más allá

promesas, sucesiones.

Yo sólo en él habito,

de él espero,

y hay suficiente asombro.

En él estoy,

me quede,

renaciera.

Ida Vitale, “Este mundo”

 

Ésta es una enumeración dolorosa. A finales de este año se cumplirán catorce del inicio de la guerra contra el narcotráfico en México. ¿Los costos? Más de 104 mil muertos y más de 14 mil desaparecidos al finalizar el sexenio de Felipe Calderón (según el Sistema Nacional de Seguridad Pública). Cuando Enrique Peña Nieto terminó su mandato, se reveló que eran más de 40 mil las personas desaparecidas desde 2006. Y, a casi dos años de la toma de posesión de Andrés Manuel López Obrador, se han hallado mil fosas clandestinas (suman 4,092 en los últimos quince años). En junio Animal Político confirmó que “fueron asesinadas 53 mil 628 personas en México” (a diario matan a cien). La Secretaría de Gobernación actualizó la cifra a más de 73 mil desaparecidos y se han acumulado 346 mil desplazados internos. Hay otras cifras, que forman parte de este listado cotidiano. Ante este extenso horror, en Ya no somos las mismas. Y aquí sigue la guerra (Grijalbo / Pie de Página, 2020) hay una contranarrativa de honor duradero “para curarnos de espanto”. Veintidós son los colaboradores de este libro. Veintidós resistencias.

Cada unx de las autorxs tiene un verbo clave (ilustrado por Alejandra E. Saavedra López) para su texto porque, como lo personal es político, sus vivencias confrontan la perversa lógica de la necropolítica. La justicia social parte de la esfera más interior. La primera parte, titulada “Una piedra cae en un lago” y presentada por la argentina Verónica Gago –académica, periodista y militante del colectivo NiUnaMenos–, es una serie de textos que describen las violencias que han trastocado nuestros cuerpos-territorio. Daniela Pastrana habla con las hijas de mujeres periodistas; Celia Guerrero conjunta microhistorias de desplazamiento interno forzado (“Y me duele no poder volver a ese lugar donde fui tan feliz”); Paula Mónaco retrata la detención arbitraria, caracterizada por la lesbofobia, de Korina y Denise; José Ignacio de Alba (inspirado en “Canto a su amor desaparecido”, del poeta Raúl Zurita) hace una recreación de la desaparición forzada de policías municipales durante la administración de Javier Duarte y el posterior surgimiento del Colectivo Solecito; Lydiette Carrión nos acerca a las mujeres que se quedan y el duelo hacia sus hermanas, mejores amigas, compañeras que fueron arrebatadas impunemente por los hijos sanos del patriarcado; y Emanuela Borzacchiello nos recuerda, mediante un breve pero profundo testimonio, que están surgiendo las nuevas Ciudad Juárez en lugares como Silao, Guanajuato, “símbolo del buen gobierno y del conservadurismo que todo arregla y silencia”.

La segunda sección de Ya no somos las mismas, “Un dique en el río”, es introducida por Raquel Gutiérrez Aguilar, activista y filósofa mexicana, y se enfoca en varias prácticas colectivas que se reapropian de estos cuerpos-territorio violentados. Sara Uribe ensaya cómo las consecuencias de la guerra alteran su proceso creativo (“Es urgente nombrar a nuestros muertos también desde la poesía”); Daniela Rea entrevista a varias profesoras sobre las infancias que parecen no tener futuro –la editora de este libro es coautora, con Marina Azahua, de un comparativo entre las académicas (expertas en la teoría de la antropología forense) y las buscadoras (expertas en práctica obligatoria de esta)–; Daliri Oropeza nos acerca a las mujeres zapatistas; Marcela Turati hace un manual de autocuidado psicosocial; y Erika Lozano se pregunta: “¿Cómo nos imaginamos que esto que estamos haciendo por Lesvy, por Nadia, Rubén, Yesenia, Mile, Alejandra afectará a las siguientes generaciones?”. Aparecen también fotografías de Erik Meza, Eunice Adorno, Félix Márquez, Héctor Guerrero, Mónica González, Sara Uribe, Ximena Natera: una mujer caminando sola, versos en los que una escritora se reconoce, las pertenencias de una desaparecida, una mujer migrante en un refugio…

Contar la infamia no se limita a enumeraciones macabras, sino a exponer los otros datos que nosotras tenemos. Y en ese contar no solamente hay números, sino también palabras, información sentimental, glosario para curarse, “redes íntimas que salvan, están salvando, nuestras vidas” con acciones colectivas: amar, reconstruir, confiar, abrazar, hermanar, cuidar, acuerpar, escuchar, acompañar, procurar, sanar, habitar. La memoria de las víctimas es también una muestra de resistencia: “Recordando a los ausentes ellas vuelven a pasarlos por el corazón. Un corazón que se comienza a volver colectivo dibujando estampas de ternura radical, porque esta guerra tiene que acabar”. La verdadera radicalidad es lo afectivo, la ternura, el amor. Este libro, escrito desde los cuerpos de “compañeras que caminamos juntas desde hace una década […] reporteras, poetas, académicas, artistas, documentalistas, fotógrafas, escritoras, investigadoras, es un llamado a la acción. Acompañarnos es vital y seguir haciendo periodismo también”. Lo que hace cada una de estas voces es “una extraña forma de sanar: con el mismo periodismo que nos había roto”.

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