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Literatura

Papel quemado

Existió en la realidad un personaje como “Funes el memorioso” de Borges: el neuropsicólogo Alexander Luria lo relató en un libro de 1973

Patricio Pron | miércoles, 11 de noviembre de 2020

Alexander Luria con pacientes, en los años sesenta.

Muy pocos recuerdan a Alexander Luria, que nació en Kazán en 1902 y murió en Moscú en 1977 y fundó la neurociencia cognitiva, uno de cuyos contribuyentes más destacados es el neurólogo Oliver Sacks. Es improbable que sin la defensa ardiente de esta obra y de su autor por parte de Sacks, Pequeño libro de una gran memoria (1973) no se hubiese publicado nunca en español y esa pérdida pasase desapercibida a la mayor parte de los lectores; su publicación en la pequeña editorial ovetense KRK (responsable de la edición en español de la monumental El genio austrohúngaro. Historia social e intelectual, 1848-1938 de William M. Johnston, que es la obra fundamental sobre ese Estado europeo y sobre ese período) muestra que esa pérdida hubiera sido considerable.

Pequeño libro de una gran memoria no es tan sólo un ejemplo más del género de las “anécdotas clínicas” en el que Oliver Sacks ha destacado con libros como El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (1985) y Un antropólogo en Marte (1995): la de Luria es la fundadora de este tipo de obras en las que se narran casos clínicos curiosos y sorprendentes pero reales recurriendo a las técnicas de la ficción, lo que el propio psiquiatra inglés acabaría haciendo.

El caso narrado en Pequeño libro de una gran memoria no es menos desconcertante que los de Sacks y recuerda al relato de Jorge Luis Borges “Funes el memorioso”, cuya publicación antecedió veinte años a la del libro de Luria. En algún momento de la década de 1920 acudió a su consulta un reportero llamado Salomon, enviado por un jefe de redacción que había observado en él una capacidad mnemónica inusitada; Luria se interesó por el paciente y al hacerlo comenzó a pisar un territorio enorme y desconocido por la neurología que lo tendría ocupado durante los siguientes treinta años. Al final de su investigación, el paciente todavía podía recordar diálogos que había sostenido con el neurólogo y series de números o de letras que había leído en el marco de experimentos que habían tenido lugar treinta o veinte o quince años antes.

Salomon no encontraba explicación a sus capacidades, que pronto comenzó a utilizar como medio de vida presentándose en ferias y en teatros de variedades como “mnemonista profesional”. Al ser preguntado sobre cómo hacía para recordar, sólo decía: “Habitualmente siento el gusto y el peso de la palabra… y ya nada tengo que hacer, se recuerda por sí sola… pero es algo mantecoso, hecho de numerosos puntos muy, muy ligeros, que me producen un leve cosquilleo en la mano izquierda y ya no necesito nada más”.

En consonancia con su extraordinaria capacidad mnemotécnica, Salomon experimentaba sinestesias (es decir, situaciones en las que un estímulo sensorial específico provoca reacciones en los otros sentidos) que dotaban a su conversación de un carácter fascinante. “La ‘a’ es algo blanco y largo […]; la ‘i’ se aleja y resulta imposible dibujarla. […] La ‘o’ parece brotar del corazón, es ancha”, le dijo a Luria en una ocasión; tampoco los números eran ajenos a este particular animismo suyo: “El 1 es algo agudo e independiente, un hombre orgulloso y macizo; el 2 una mujer muy espiritual, el 2 es más plano; el 3 un trazo agudizado que gira; el 8 tiene un aire inocente, de un azulado lechoso”.

Si bien Luria le observó durante casi tres décadas, sus conclusiones fueron más bien pobres: la capacidad mnemotécnica de Salomon se basaba en la sinestia, que asociaba un contenido con una imagen fácilmente visualizable, y a un método intuitivo de distribución espacial de esas imágenes: el paciente “veía” una palabra o una cifra con una vivacidad desconocida para nosotros, y le bastaba ubicar esas imágenes en un camino conocido por él (a menudo era la calle Gorki de Moscú) para poder recordarlas con la facilidad de quien reconoce los elementos de un paisaje habitual.

Este diagnóstico, sin embargo, no dice nada del drama personal de Salomon. Aunque de a ratos el paciente provoque una sonrisa perpleja en el lector, la suya es una tragedia similar al tiempo que diametralmente opuesta a la de aquellos pacientes que han perdido la memoria; en su caso, el exceso de ésta, el recuerdo de casi todas las circunstancias de su vida y todas las conversaciones mantenidas y los paisajes vistos, le impedía construir una personalidad individual y unitaria; también hacía que le fuera imposible aceptar los efectos del paso del tiempo en quienes lo rodeaban: Salomon padecía un trastorno psiquiátrico llamado “delirio de Sosias”, en el que los pacientes “acusan a sus seres cercanos de ser dobles de las personas reales a las que extraños poderes han eliminado”. Que el exceso de memoria suponía una carga para él queda probado en sus numerosos intentos de desarrollar una técnica eficaz de olvido a lo largo de su vida; una vez, al procurar poner sus recuerdos por escrito para luego quemarlos (una técnica recomendada por Platón), Salomon no sólo descubrió que no olvidaba, sino también que a partir de ese momento recordaría el recuerdo que había querido olvidar, las palabras con las que lo narró, el papel y el fuego y el humo al quemarlo.

2010

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