A finales de los noventa había un puñado de creencias ampliamente aceptadas respecto a lo que nos depararía el siglo XXI. La primera eran las posibilidades infinitas (tanto negativas como positivas) de la computación y todo lo relacionado con Internet. El propio David Bowie hablaba de sus alcances, en una entrevista que la BBC le hizo en 1999. Ante el incrédulo periodista, Bowie pensaba que nos encontrábamos en el inicio de algo “estimulante y aterrador”. Una forma alienígena que justo acababa de aterrizar, en sus propias palabras. No le faltaba razón.
La segunda de estas posibilidades se encontraba precedida por las advertencias catastrofistas sobre el calentamiento global, que adquirían cada vez más protagonismo. Si bien a inicios de los noventa esto se veía como un tema que la agenda que gente como Al Gore y el progresismo globalizado trataba de colocar en el engranaje político, los visos de agotamiento del modelo posfordista ya eran evidentes. Hoy no es necesario que figuras como Alexandria Ocasio-Cortez o Greta Thunberg nos lo recuerden: el desastre es real. Los incendios masivos, los niveles exacerbados de contaminación y los objetivos incumplidos contra el cambio climático rumbo a 2030 ponen de relieve nuestra situación.
Quiero enfocarme en un tercer punto, menos importante a nivel social pero poderoso a 20 años de su aparición. Representa una especie de summa de preocupaciones tecnológicas, psicológicas y medioambientales del cambio de siglo, que siguen vigentes. Se trata de Kid A, el canto agridulce con el que Radiohead dio la bienvenida al nuevo milenio. En el apogeo de su popularidad, el quinteto británico eligió sintetizar (literal y figurativamente) el miedo y las calamidades que giraban en torno al curso acelerado de la globalización, la alienación y la supremacía tecnológica y de los medios de comunicación. Era como si estuvieran parados en la intersección donde todo colapsa y lo plasmaran en diez canciones.
Dos décadas atrás
El prestigio de Kid A se ha vuelto más o menos generalizado en años recientes. Sin embargo, en octubre de 2000 no toda la crítica miró con buenos ojos aquel álbum de cubierta glacial, lleno de letras sin significado inmediato. La influyente Melody Maker dijo que Thom Yorke y compañía habían creado “un monumento de efecto sobre el contenido, un cataclismo asfixiante de sonido y furia que significa joder todo”. En pocas palabras, una banalidad. Mojo, por su parte, escribió que era “intrigante, excéntrico, pero bajo los estándares de Radiohead no puede evitar ser decepcionante”. Otras críticas más duras, como la del sitio Sonicnet, revelan la aversión a Kid A: “El problema con el álbum no es que sea introspectivo u oscuro, o incluso que sea poco original, sino que la sorprendente personalidad del grupo, tan bien definida en sus dos últimas colecciones, parece que se evaporó”.
Lo cierto es que la banda que tocaba “No Surprises” o “Karma Police” se había extinguido por completo. Si bien las letras de Yorke con frecuencia abordaban la crueldad de la existencia (“Paranoid Android”, “Let Down”, “Exit Music (For A Film)”, “Fake Plastic Trees” o incluso “Creep”), éstas no se habían ocupado del deterioro medioambiental o el consumo desmedido como las razones de la catástrofe personal. Con la ayuda de sintetizadores, cajas de ritmos y ruidos digitales incisivos, el nuevo sonido de Radiohead fijó las bases de una incursión apocalíptica que invadió la superficie del mundo.
Darwinismo social. Alienación y negación de lo real. Caos y distopías capitalistas. En general, Kid A es completamente diferente a cualquier sonido producido antes por Yorke, Ed O’Brien, Jonny y Colin Greenwood. Las canciones no parecían del grupo que un lustro antes lanzó The Bends. Los estados de ánimo fluyen entre la desilusión, el cinismo y la melancolía característicos del quinteto, pero a ellos se suman la paranoia, el caos y la resignación. Las misteriosas montañas digitales de la portada, con su aire gélido y distante, cambiaron la percepción. Efectivamente era otra banda, que ahora se comunicaba a través de glitches y beats de tecno tanto como con guitarras rudimentarias y ambientes envolventes. Kid A parecía ser el gemelo siniestro de OK Computer (1997).
Cambiar el juego
Kid A carecía de sencillos o de videos para MTV. En cambio, lo acompañaban clips de menos de un minuto que embonaban perfectamente en la atmósfera opresiva del álbum. En una entrevista, Thom Yorke habló de la cualidad anticomercial del disco, de cómo gracias a su estatus de superestrellas él y sus compañeros se dieron el lujo de imponer su visión a EMI, su disquera de entonces: “Hicimos esos comerciales porque sentíamos que los videos eran eso. ¿Por qué mentir? Pero no se reprodujeron como comerciales porque no podíamos permitirnos publicarlos en televisión, dado que no teníamos un producto que en última instancia valiera tanto. No estábamos jugando correctamente el juego de las revistas. En ese momento sentíamos que nos habíamos ganado una licencia para hacerlo. ‘Hagámoslo’. Pero los medios respondieron súbitamente: ‘Oh, entonces no van a jugar el juego. Vamos tras ellos’”. Paradójicamente, Kid A llegó al número uno en las listas de ventas de diversos países.
El tema que representa como ninguno la ruptura es “Idioteque”. Los viejos seguidores, que los vieron nacer como banda de rock, tendrían que acostumbrarse a que a partir de ahí la banda sonara en clubes de electrónica. La canción habla de gente apiñada en búnkeres, saqueos y multitudes aterrorizadas llevando a “mujeres y niños primero” a espacios seguros. Un sonido frío, casi tan helado como el arte visual que lo acompaña, que se va acentuando con el pulso de la caja de ritmos, que se asemeja al tic tac de un reloj. Y sin embargo invita a la pista de baile. Hoy no es raro escuchar canciones tristes y a la vez bailables, pero entonces lo era. Kid A fue uno de los primeros álbumes que captó la paranoia capitalista, el carácter inseparable de la tristeza y el frenesí.
Luego de dos décadas Kid A conserva su potencia, tal vez porque adopta la postura de un cronista prospectivo, que habla de los tiempos críticos que se avecinan. El propio Yorke lo dijo en una entrevista: “Las letras son ininteligibles, pero surgen de ideas con las que he estado luchando durante años sobre cómo las personas son básicamente pixeles en una pantalla, sirviendo sin saberlo a un poder superior manipulador y destructivo. En aquel momento todo lo relativo al mercado global era una de mis principales preocupaciones. Leía un montón de cosas al respecto y se convirtió en parte de mi bloqueo de escritor. Suena tonto ahora, pero no veía el sentido de escribir sobre sentimientos personales cuando había otras cosas mucho más importantes de las que hablar”.
Más que la bienvenida a un nuevo horizonte, Kid A es la advertencia de un mundo glacial, cuyos efectos catastróficos ya conocemos.