Intermedio
Hacen falta más de tres décadas de memoria, cuando menos, para que afloren nostalgias por los intermedios, esa práctica caduca de los propietarios de salas fílmicas para expandir las ganancias al interrumpir la proyección por la mitad, invitando a la audiencia adulta a renovar el arsenal de palomitas y refresco mientras los niños corrían –¿corríamos?– por los pasillos descuidados entre butacas igual de ajadas.
En el caso mexicano aquella costumbre mercenaria tenía más que ver con el congelamiento de precios de las entradas –incluidas por los gobiernos en la canasta básica, pese a la inflación que volvía más caro importar cine extranjero– que con los intermedios tradicionales del teatro o la ópera. Ante la dificultad social de encarecer las entradas, se optó por reforzar las ventas de comida, una tendencia creciente y presente en los multisalas actuales. Sin embargo, algo había en aquella vieja experiencia de ir al cine que permitía comentar las películas in media res.
“Intermedio”, con ese nombre aún más anacrónico en estos días, dominados por los corporativos del cine en línea, nace hoy con una intención similar: ser un paréntesis quincenal que permita pensar las imágenes, discernir entre lenguajes y formar una comunidad dialogante en torno a ese ornitorrinco del siglo pasado que es el cine y en el cual, pese a todo, algunos seguimos creyendo. Su intención es la búsqueda del espectador de cine con espíritu más activo y menos reactivo, que desconfíe tanto del enrarecido ecosistema de premios y festivales como del pedestal de mármol de la crítica.
Este espacio busca construir el intermedio necesario de tranquilidad para discernir entre la avalancha frenética que es la oferta fílmica actual, la cual ha reemplazado la sequía con la sobreoferta, pero sobre todo ser un espacio habitual para el espectador anónimo que desea recuperar y defender el gozo atemporal por lo fílmico, más allá de las agendas discursivas que estén en boga de aquí al siguiente martes.
Medio siglo de la Muestra
Esta primera entrega coincide en fechas y espíritu con la 69ª Muestra Internacional de Cine y el medio siglo transcurrido desde su primera edición, en noviembre y diciembre de 1971. En ese momento, anterior en tres años a la refundación de la actual Cineteca Nacional, su sede era el Cine Roble de Paseo de la Reforma. Después se amplió al Cine Internacional y, finalmente, al Cine Latino cuando el terremoto de 1985 la expulsó de los dos primeros. La hoy Muestra de la Cineteca, curiosamente, tuvo en la Cineteca su sede después de habitar varias casas en medio siglo y casi setenta ediciones. No hay discordancia en las fechas: la Muestra no siempre ha existido a razón de una por año, ni se ha celebrado en sus cincuenta años de forma consecutiva.
Heredera de las elitistas Reseñas Cinematográficas del Auditorio Nacional y del Fuerte de San Diego (Acapulco), la Muestra Internacional de Cine surgió como un evento de la clase media alta y los circuitos culturales, en un entorno donde la oferta fílmica de cierto interés era mínimo y, encima, se dividía en tres bandos partisanos: el importado por las majors estadounidenses –casi acotado a las nominadas al Oscar–, el autorizado por la oficialista RTC y los combativos cineclubes universitarios, con copias de calidad pobre pero acompañadas de debates nutridos. La Muestra se abrió paso en medio siglo hacia un público más diverso y, aunque todavía centralizada y de acceso limitado, construyó para sí audiencias críticas más allá de Coyoacán.
Su 69ª edición llega como el breviario fílmico de un año anómalo e inédito en la historia humana. Con eficiencia, los corporativos del cine industrial construyeron la narrativa eficaz de un año sin cine, lo que en términos de la industria quiere decir sin ganancias. Las 14 cintas programadas en la Muestra son un contradiscurso indispensable que da cuenta de la resiliencia, la diversidad y la necesidad del cine cuando todo alrededor parece desmoronarse.
Entre aquello que he podido ver hasta el momento, recomiendo la rumana Monstruos (2019), de Marius Olteanu; la mexicana Sanctorum (2019), de Joshua Gil; y la alemana Undine (2020), de Christian Petzold, por ser propuestas iconoclastas e innovadoras en forma y fondo respecto a los temas que abordan.
Sumaría, por supuesto, la restauración de 8 ½ (1963) y la discreta, tibia, pero luminosa La verdad (2019), de Hirokazu Koreeda, que seguramente serán lo más visto de esta edición y tendrán un lanzamiento más amplio en el corto plazo. Olteanu, Gil y Petzold, me parece, tienen una oportunidad más limitada de ser vistas en pantalla grande.
Y en “Intermedio”, añorantes desde el nombre, extrañamos las salas. Que la Muestra Internacional de Cine sea la mejor vía para volver a las butacas. Nos leemos en dos semanas.