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Literatura

El viaje de Fogwill

A 80 años de su nacimiento, recuperamos este retrato de Rodolfo Enrique Fogwill escrito por Patricio Pron unos días después de su muerte

Patricio Pron | jueves, 15 de julio de 2021

Fogwill retratado por Ale Guyot

Rodolfo Enrique Fogwill nació en Buenos Aires en 1941. Murió en 2010. No es poco habitual que la muerte de un escritor sea abordada mencionando el hecho de que “quedan sus libros” y que la existencia de esos libros se postule como paliativo al pesar por la pérdida. Aunque este argumento es esencialmente correcto, puesto que es la obra de un escritor la que realmente importa, y su muerte tan sólo debería provocar pesar por suponer el final de esa obra, no es realmente aplicable al caso de Fogwill, y esto por dos razones.

La primera, porque la figura autoral de Fogwill resultaba casi tan importante como su propia obra, que a menudo la apuntalaba o la contradecía jovialmente. Fogwill fue increíblemente talentoso para reconocer aquellos territorios de la cultura argentina en los que se producían tensiones y para reconocer los cambios en las condiciones materiales y económicas que les daban lugar. Al reconocerlos, Fogwill se instalaba en ellos y realizaba una parodia de los elementos más conservadores que participaban del conflicto; su actitud era producto del agotamiento de la figura del intelectual “comprometido” en Argentina y del tránsito esperpéntico del maoísmo al liberalismo que realizaron muchos de ellos.

Fogwill comprendió muy pronto que las posibilidades de intervención política con las que contaba un escritor argentino tras el fracaso y la aniquilación de los proyectos políticos de construcción del socialismo en el período comprendido entre 1973 y 1983 eran mayores si éste no amonestaba ni pretendía instalarse como una conciencia crítica o moral sino, precisamente, si asumía las actitudes más conservadoras y las llevaba a su paroxismo, exagerándolas.

Se sabe: la parodia es repetición con distancia crítica. En el caso de Fogwill esa distancia crítica (imperceptible para algunas personas, que le odiaron o simplemente prefirieron apartarse de su camino) provenía del hecho de que exageraba las posiciones conservadoras hasta ridiculizarlas, ridiculizándose de paso a sí mismo y a lo que se supone que un escritor argentino es o debería ser, y a menudo (lamentablemente) es. Un ejemplo típico de esta estrategia tenía lugar toda vez que Fogwill sostenía que los campos de concentración alemanes no habían existido nunca, y, contra toda evidencia, afirmaba que estos eran el resultado de una maniobra publicitaria de los Aliados; a continuación, pasaba a ponderar las virtudes del ejército israelí, y, en ese punto, su interlocutor comprendía las similitudes entre ambos argumentos, abandonaba los argumentos propios con los que había procurado hacer que Fogwill cambiara su postura y comprendía que simplemente había estado participando de un diálogo en el que se le había exigido que asumiese la defensa de unos argumentos que eran los correctos y que estaban en las antípodas de lo que sostenía el escritor argentino, caricaturizándolos.

A pesar de esta actitud principalmente escandalosa y beligerante, en manifiesta hostilidad a cierta corrección política que, por su naturaleza misma, no es política en absoluto, Fogwill era en la intimidad una persona agradable, y esta es la segunda razón por la que se le echará de menos. Nadie había leído tanto como él (sólo Elvio E. Gandolfo, que era su amigo y uno de los pocos escritores argentinos que Fogwill realmente admiraba), nadie había visto todo lo que él había visto, nadie había sido todo lo que él había sido, lo que incluía una larga lista de profesiones y adicciones en una vida que debe haber sido muy difícil y muy feliz. A Fogwill le gustaba que sus amigos tuvieran hijos y me dicen que fue un padre  liberal pero sólido. También era extraordinariamente generoso con los jóvenes y lo fue con mis primeros libros. Una vez corrigió las erratas tipográficas de una novela que yo le había enviado, todas ellas y sin que yo se lo pidiera. Me dio dos consejos a lo largo de nuestro intercambio de cartas y de correos electrónicos: que escuchara mucho a Isaco Abitbol y que, a diferencia de algunos, no utilizara la literatura para hacer turismo. Ambos fueron excelentes consejos.

Cuando finalmente le conocí, en su última visita a Madrid, hablamos sobre sus libros y sobre su vida y él nos leyó, a sus editores y a algunos amigos, cuando terminamos en un restaurante, su poema “Llamado por los malos poetas y flirteó un poco con mi mujer. Al despedirnos nos abrazamos y algo sucedió y yo tuve el coraje del que casi siempre carezco en presencia de un escritor que admiro para agradecerle por sus libros, por lo que esos libros habían representado para mí y por su ejemplo. Fogwill respondió: “Gracias a ustedes por el viaje y acabó marchándose a un hotel que, en su opinión, estaba lleno de trampas mortales. Fuimos afortunados por haber sido sus contemporáneos y los contemporáneos de una obra cuya claridad y belleza harán comprender a quien no la conozca aun cuán grande es el tamaño de esta pérdida.

Publicado originalmente en El Boomeran(g), 23 de agosto de 2010

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