En la memoria colectiva, las ficciones suelen arraigar y permanecer más que las noticias. Al menos así era en los días en que podíamos discernir entre una cosa y la otra, cuando la frontera que separaba testimonios de artificios era menos porosa, líquida, alienante. Cuando el cine de ficción producido en años recientes ha asumido para sí una condición testimonial, de diálogo directo y paritario con la realidad que lo circunda, se genera una ilusión cuando menos cuestionable: la forma fílmica pasa a relativizar su condición de artificio –pues se nos aparece disfrazada no de representación sino de verdad– y se le exige la posición espuria de intermediaria entre público, crítica, festivales y realidades sociales dantescas; tal empeño, desde el trabajo de Robert Flaherty hasta la tarde de ayer, ha sido siempre ingenuo y, de vez en cuando, peligroso.
Durante el siglo que corre una porción del cine de ficción producido en México ha librado batallas recurrentes por reconstruir la memoria colectiva, mediante narrativas individuales, de la guerra civil librada entre 2008 y 2018, construida desde la mentira como una guerra contra el narco. Noche de fuego (Tatiana Huezo, 2021) y La civil (Teodora Ana Mihai, 2021), estrenadas y premiadas dentro de la sección Una Cierta Mirada del Festival de Cannes, continúan con mayor o menor fortuna la búsqueda de formas fílmicas que sean capaces de absorber, proponer y cuestionar modos de representación de las violencias y fracturas del México reciente.
Al ser relatos de ficción amparados en trasfondos realistas (Noche de fuego por el buen oficio indagatorio de la Huezo documentalista; La civil por inspirarse en casos documentados de madres activistas), estas y otras películas recientes parecerían estar sujetas de antemano a un compromiso doble: con la realidad social que representan y con el juicio de la opinión pública, punitivo por inercia y cada vez menos dispuesto a distinguir entre realismo y realidad. Habría que empezar señalando la vena demagógica de cláusulas como esas: el único compromiso perdurable del cine de ficción es con la forma fílmica, con su coherencia artística y con las propias exploraciones creativas de cada caso, incluso si éstas son débiles o fracasan.
Tanto Noche de fuego como La civil concentran el grueso de su potencia en narrarse de forma directa, episódica y cronológica, sin artilugios formales ni ambigüedades. Están narradas con pulcritud y oficio técnico. Son generosas en información detallada sobre los entornos que describen: después de verlas, creemos saber a cuánto se paga una libra de opio, con qué dedos debe extraerse de la amapola, cómo funciona una morgue en Durango o qué jerga emplea el ejército para comunicarse con los cárteles por radio.
La atención al detalle es siempre valiosa, pero ¿es suficiente para levantar un mundo interno que sea artísticamente coherente, que tenga verdad, que tenga duende, que nos absorba? ¿Que además de describir y ponernos en los ojos realidades que ya intuimos nos orille a desmontar lo que creíamos saber? Balzac era obsesivo con la precisión en los detalles, pero ¿son los detalles lo que hace perdurable a Balzac? ¿Basta la exactitud periodística de Canoa (1976) para explicar su potencia y alcance?
Noche de fuego es mucho más interesante por lo que deja en el aire que por la explotación de su argumento: la infancia y la pubertad de tres niñas obligadas a “afearse” en público, en la comunidad serrana de Neblinas, en la Sierra Gorda de Querétaro, para escapar al interés de los tratantes de blancas de los cárteles que alternan el control de la región. Por su altitud y suelo es tan mala para la señal de celular como pródiga para el cultivo de amapola en laderas. Un par de secuencias silenciosas, majestuosas, describen la naturaleza económica de la región: mientras una empresa extractivista dinamita una cantera para extraer minerales, una montaña vecina sirve a la producción de otra especie de trasnacional: un cártel.
Poblada por varias imágenes que crecen en la memoria –las mejores de ellas vacías de diálogo–, Noche de fuego está fotografiada por la también realizadora Dariela Ludlow, que, acostumbrada a las mancuernas con directoras notables (Los adioses, Las niñas bien, No quiero dormir sola), captura un entorno creíble que evoca olores, humedades y texturas a través del color, manteniendo una distancia saludable tanto de la pornomiseria como del mero embellecimiento del entorno natural. En este equilibrio, el plano de una niña preparándose un huevo frito o llorando en la peluquería resulta tan elocuente como un grupo de mujeres en lo alto de un cerro de noche, buscando señal con teléfonos que danzan como luciérnagas. En los momentos en que la amistad parece idealizarse mediante juegos infantiles o el chapuzón en un manantial paradisíaco, de inmediato el tono se nubla como premonición de un horror invisible que se acerca.
En el cine mexicano reciente nadie ha indagado en la forma documental con la precisión sensible de Tatiana Huezo para convertir el horror en un coro fantasmal de voces sin cuerpo e imágenes quirúrgicas. Aunque su primera excursión al cine de ficción no logra esquivar todos los lugares comunes que la sobrevuelan, es exitosa en trasladar el núcleo creativo de Tempestad y El lugar más pequeño: levantar mundos corales y conectar miradas comunitarias a través de la empatía y el reconocimiento de la angustia ajena. Las dos películas que aquí interesan orbitan alrededor de actrices insustituibles, con presencia, técnica e intuición, no importa si rebasan los diez o los cincuenta años. Se le harán varios reproches a ambas propuestas, pero no podrá negarse que están actuadas desde un humanismo transparente, valiente y vulnerable. En este punto es donde Noche de fuego se conecta mejor con La civil.
Dado que esta última es el primer trabajo de una cineasta que además aporta una mirada externa al ser rumana, sería ocioso prolongar la comparación entre ambas, más allá de haber nacido como mellizas de sección y festival. En este caso, el peso de la autoría recae de forma aplastante sobre Arcelia Ramírez como Cielo, una mujer de edad mediana en la comunidad de Nombre de Dios –el nombre es auténtico–, Durango, y su descenso a los sótanos empantanados del sistema de justicia en busca de su hija adolescente o, en última instancia, de indicios firmes de lo que haya ocurrido con ella después de ser secuestrada por el Puma (Juan Daniel García, inolvidable Ulises en Ya no estoy aquí).
Producida en vía tripartita por Michel Franco, Cristian Mungiu y los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne, aquí y allá en La civil –con dos horas y media de duración– emerge la influencia de los tres, aunque la película se vuelve más interesante en los tramos, cada vez más puntuales e intensos, en los que Mihai toma la rienda de su propia mirada autoral y se deja envolver por su protagonista, quien lleva adelante la película entera, plano por plano.
Aunque es honesta, tiene nervio y a todas luces está filmada desde una empatía iracunda, la película no es sólida de inicio a fin, tiene altibajos naturales en muchas óperas primas y algunos de sus personajes secundarios tienen escaso desarrollo o lógica en el mismo, como el exesposo de Cielo (Álvaro Guerrero) o Lamarque (Jorge A. Jiménez), un teniente inexplicable que funciona como deus ex machina para ayudar a Cielo en momentos puntuales y desaparece sin que lleguemos a indagar en sus motivos. Aunque estas fallas, sean de guion o de montaje, resaltan el oficio sólido, íntegro y disciplinado de Ramírez, también merman la credibilidad del mundo que se levanta a su alrededor. Algunas secuencias magníficas, como la visita a un depósito de cadáveres o sus tensos careos con el Puma, auguran que en Mihai podría despuntar una cineasta de gran altura, pero que aquí alcanza un meritorio vuelo de prueba al que habrá que darle seguimiento.
Recientemente, un notable ensayo publicado en este medio por Lázaro Gabino Rodríguez sobre la miniserie Somos (2021) puso el dedo en la llaga de las ficciones que, aunque presuman buen oficio y vocación social, se enuncian desde la oscuridad del algoritmo y están más interesadas en la viralidad y en la cuota que cubren en el supermercado de las ficciones. Nada es inocente ni arbitrario cuando esas ficciones sustituyen en la arena pública a la memoria colectiva de hechos como un genocidio, una guerra falsa contra el crimen o la violencia feminicida. Este último tema es ya casi un tópico del cine de autor reciente (Las elegidas, La vida precoz y breve de Sabina Rivas, La jaula de oro, Heli, Cómprame un revólver o la propia Somos); por eso, una de las notas más altas tanto de Noche de fuego como de La civil es ensayar nuevos registros para explorar un tema recurrente que en ningún caso tendría que verse reducido a ser un recurso dramático o un pretexto argumental.