Para Martín, para Mauricio
Hacer cine consiste en mirar por la ventana hacia
donde los demás no miran, hacia ese rincón
donde la historia transcurre, aún sin mayúscula.
Isaki Lacuesta
I
Con veinte minutos de duración, solamente narrada a través de voces en off y fotografías, La Jetée de Chris Marker produce sentidos inagotables.
En esta ficción seminal se cuenta la historia de un hombre obsesionado con una imagen: cuando era niño vio un asesinato en el aeropuerto de Orly. En el presente vive el apocalipsis después de la Tercera Guerra Mundial. La humanidad que sobrevive en París se refugia en los subterráneos de Chaillot, entre viejas esculturas y ruinas. Ahí, unos científicos experimentan con la posibilidad de viajar en el tiempo para intentar salvar el presente.
Al viajar al pasado el protagonista se pierde en sus recuerdos, se enamora, conoce algo de felicidad. Al viajar al futuro logra salvar a la humanidad. Pero es una rata de laboratorio. Los científicos quieren eliminarlo una vez cumplida su misión. Al final tiene la opción de vivir en el futuro o regresar al pasado donde, por unos instantes, fue feliz. Decide volver y buscar a la mujer que amó. La encuentra en el aeropuerto de Orly, justo a tiempo para protagonizar la imagen que tanto lo marcó de niño.
II
Al recordar esta película icónica yo mismo no puedo evitar regresar obsesivamente a una imagen que dice mucho sobre el pensamiento de Chris Marker, un pensamiento que constantemente reflexiona sobre el poder de las imágenes, sobre su trascendencia, su realidad y su conexión con el pasado. La imagen que me obsesiona es la de una estatua: la estatua de un niño de piedra que se funde en un abrazo con un cisne.
El primer viajero temporal que aparece en La Jetée, con un mostacho vigoroso y ojos perdidos, fija su vista en esa estatua al salir del experimento temporal. Algunas imágenes después vuelve a aparecer la estatua con su presencia sórdida, pero esta vez la observa el protagonista de la historia, el viajero del tiempo atrapado en un eterno retorno.
La imagen es fugaz, pero se repite en el trayecto de estos dos condenados. Una imagen casi irreal, que vemos de paso, en medio de los horrores del último refugio de la humanidad.
III
En un texto corto en plena efervescencia estructuralista, Roland Barthes habla del barómetro que Gustave Flaubert menciona, de paso, en una descripción de su cuento “Un corazón sencillo”. El teórico francés utiliza esta imagen para hablar de los “lujos” narrativos que habitan la tradición literaria occidental, lujos que no aportan nada al relato pero que sirven para crear un “efecto de realidad”.
El barómetro no agrega nada a la construcción de la trama, en efecto, pero se justifica por los imperativos realistas: el hecho de que se describa algo inservible crea una sensación de realidad. Porque, claro, en la realidad no todo lo que vemos sirve a un propósito narrativo.
¿Puede considerarse en estos términos la figura fantasmagórica del niño de piedra fundido en un abrazo suplicante con el cisne? ¿Sirve de algo esta imagen? ¿Dice algo además de crear un efecto de realidad sobre el sórdido presente del apocalipsis?
IV
La estatua del niño y el cisne tiene una función espacial al señalar el desplazamiento de los prisioneros que van hacia la experimentación temporal o que acaban de sufrirla. La posición de la estatua, a la derecha o a la izquierda de los viajeros, marca el camino de las ratas de laboratorio. Es un mecanismo que, a través de los ejes de la imagen, dibuja el espacio que habitan los condenados en el subterráneo de Chaillot.
El primer viajero temporal la percibe a la derecha del túnel, saliendo del experimento que lo vuelve loco, con la curiosidad de quien observa los restos macabros de una realidad que ya no tiene sentido. Los ojos asustados del personaje principal la observan desde otro ángulo, a la izquierda del túnel, en dirección contraria. Él se dirige hacia ese laboratorio en el que, posiblemente, también perderá la cordura.
La colocación espacial de esta estatua, su contemplación desde el punto de vista del que fue condenado y del que camina al suplicio, la sitúan en un lugar privilegiado. La estatua resguarda la entrada a la recámara de los científicos: es la guardiana silenciosa de una puerta infernal, la división entre el espacio habitual del presente sórdido y el lugar en donde se lucha por el futuro.
V
Después del apocalipsis la tortura en los subterráneos de Chaillot es el recuerdo. Los sujetos del experimento temporal son escogidos según la fuerza de su memoria. Si sueñan imágenes recurrentes del pasado tienen más posibilidades de lograr viajar, físicamente, al tiempo de ese recuerdo.
En este infierno se juzga entonces a las personas por sus sueños. Se elige a los nostálgicos y se castiga con locura o muerte a aquellos que no resisten, por la debilidad de su memoria, la prueba de volver a vivir un pasado perdido. El infierno de este presente sin futuro está en la necesidad del pasado. Los que sobreviven al viaje temporal son los que se aferran al recuerdo como trauma, como dolor, como la imagen de un muerto en la jetée de Orly.
La estatua del niño y el cisne da la bienvenida a los viajeros temporales. Es una ruina, el vestigio de una civilización muerta que conecta el presente con el pasado. Las ruinas saludan la entrada a los dominios de los que juegan con el tiempo, anuncian la pervivencia de la piedra sobre las fugaces y frágiles vidas de los humanos; las ruinas dicen que el vínculo con el pasado es indisoluble.
VI
En el décimo día del experimento empiezan a formarse imágenes. El viajero temporal ve “una mañana del tiempo de paz, una recámara del tiempo de paz, una verdadera recámara / verdaderos niños / verdaderos pájaros / verdaderos gatos / verdaderas tumbas”.
Desde los ojos del protagonista estas imágenes de un pasado extinto tienen algo más de realidad que lo que el presente le ofrece. Esos son verdaderos niños y verdaderos pájaros. Esas son verdaderas tumbas. Las lápidas del recuerdo son más reales que la fosa común de Chaillot donde agoniza la humanidad; los niños del recuerdo son más reales que los engendros sin futuro de esta especie condenada.
Este recuerdo sólo existe en el experimento tortuoso de la memoria y, sin embargo, es más real que el niño de piedra que se puede tocar, ver, sentir, en el presente. Lo material e inmediato de la estatua es menos real porque, en el apocalipsis, es una construcción que ya no tiene sentido. Sólo una era con niños reales podría producir la estatua de un niño. Sólo una era con aves reales podría producir la estatua de un cisne.
Permanece la estatua. Pero ya no hay niños, ni pájaros que le den significado. Lo que hacía real a la estatua se quedó en el pasado.
VII
Los subterráneos de Chaillot fueron utilizados durante la Exposición Universal de 1900, en París, para albergar un espectáculo peculiar de ficción. Por una parte se creó en ellos una representación realista de la vida en las minas. En plena revolución industrial los visitantes burgueses podían sumergirse en los horrores de la vida de los obreros. Vivían, entonces, una representación ficticia de un presente muy real. Por otra parte, en los túneles de Chaillot se construyeron, para esa exposición universal, reproducciones coloridas de la tumba de Tutankamón, de los restos de un templo chino, de las esculturas fúnebres de un sepulcro etrusco.
El último refugio de la humanidad en la película de Marker es, entonces, un lugar de ficciones históricas. Las cavernas en las que sobrevive la humanidad tuvieron la función de enseñarnos el pasado, de representar la distancia de otras culturas, de crear la apariencia de otras ruinas.
Al decidir que Chaillot sería el último refugio de la humanidad Marker escogió un lugar lleno de recuerdos construidos. Así hizo un comentario sobre la obsesiva nostalgia de la memoria europea. La Jetée muestra que la supervivencia de la cultura occidental, en la búsqueda obsesiva de orígenes, no está en el futuro sino siempre en el pasado.
El niño de la estatua sobrevive al apocalipsis porque nuestro presente se refugia en la memoria. No importa ya la realidad de este niño, lo que importa no son las ruinas sino su simulación.
A los visitantes de la Exposición Universal no les molestaba ver una reproducción ficticia de la tumba de Tutankamón porque, tal vez, instintivamente, sabían que el pasado siempre es una ficción. Y la ficción, a veces, basta.
VIII
La ciencia ficción parece decir con frecuencia que nuestro futuro anuncia, en la perdición y en la salvación, un constante regreso al pasado. Las construcciones imaginarias del destino de la humanidad, apocalíptico o glorioso, regresan siempre, como las lecciones de historia, con un escarnio para el presente. Las narraciones prospectivas y los relatos de anticipación construyen futuros para señalar cómo estamos forjando el presente. Son advertencias y sentencias: no podemos cambiar el pasado pero podemos construir un mejor porvenir.
Esta esperanza de la ciencia ficción es la misma esperanza de la Exposición Universal. Regresamos al pasado, físicamente, a través de la ficción, para entender cómo construir el futuro. Las ruinas ficticias de la Exposición Universal expresan el positivismo del siglo XIX: vamos siempre hacia adelante con el progreso acumulativo de la civilización, un progreso que depende del pasado, de una construcción del pasado, de los mecanismos de ficción con los que contamos el pasado.
IX
Los viajeros temporales de La Jetée, al ver la estatua de un cisne y un niño, se quedan pasmados. Este detalle es terrible, en vista de lo que van a sufrir. Porque las estatuas muestran la realidad de algo que sucedió, son el remanente de lo que alguna vez existió, el testimonio de que, en ese mismo mundo, hubo niños y pájaros.
Pero la estatua es también cruel porque muestra las ficciones de la historia. En Chaillot sobreviven ruinas ficticias, ruinas reconstruidas de un pasado que nunca estuvo ahí. La tumba de Tutankamón es una ficción cuando la colocas en el centro de París.
Al mirar la estatua los viajeros temporales ven la realidad de las ruinas y se enfrentan a la irrealidad de las ruinas. En esa duda entre lo que existe y lo que imaginamos está nuestra percepción de la historia.
El caminante temporal puede viajar al pasado porque se obsesiona con una imagen. El pasado siempre está presente en esa imagen. Se impone a todo. No importa si es real, tampoco si las ruinas son reales. Como el viajero, no podemos dejar de contar el pasado, no podemos admitir su carácter ficticio. Perdidos y atónitos entre ruinas y estatuas, somos también ratas de laboratorio que recorren, contando sus hazañas, el laberinto imposible de la historia.