Nada se parece más a un fusil que una cámara de cine: algo, invariablemente, se modifica en quien está en la mirilla de uno o de la otra, en el ángulo de tiro. Si el arma o la lente se portan con el cañón hacia abajo, se marca una distancia instantánea frente al otro, pero si el artefacto se levanta y apunta, la distancia transmuta en poder y el mundo queda partido en dos miradas: la de quien está empuñando el mango y quien está en el objetivo. Pero el ejercicio de ese poder es inverso, pues mientras el arma expulsa una bala y destruye, la lente captura imagen y voz en un simulacro de verdad.
La imagen, más potente y revulsiva que cualquier teoría, es de Jean-Luc Godard y fue descrita por él en los días en que militaba en el colectivo fílmico Dziga Vertov. Aquellos eran los días del Tercer Cine y los exilios, de Chris Marker y Vietnam, Hearts and Minds (1974) y Harlan County, USA (1976), de la pornomiseria denunciada y de proyecciones de Gleyzer, Álvarez, Solanas o López Aretche en bodegas clandestinas y facultades ocupadas. La comparación de Godard tenía más sentido que nunca. Filmar lo real era un arma en lucha; se exhibían documentales como quien deja una bomba en las vitrinas del sistema. El mundo resultó ser más complejo que eso, pero si algo quedó en pie de aquella fiebre fue el documental como territorio creativo en ebullición constante.
El festival Doqumenta, queretano en esencia y origen pero hoy con alcance nacional, con los años ha formado una comunidad creciente que, además de abrir ventanas de exhibición para documentales producidos cada año, constituye un laboratorio de ideas para indagar en el documental no como un género tradicional y esencialista, sino como un panorama creativo en constante evolución, imposible de categorizar o describir como una mera oposición al cine de ficción. En su edición 2021, la segunda que realizan en el entorno pandémico, su selección rigurosa permite cartografiar algunas poéticas, apuestas formales y tensiones sociales que quedarán para el futuro como memoria audiovisual de un período tan anómalo e impredecible como los dos años recientes.
De acuerdo con el Anuario Estadístico presentado por IMCINE, durante 2020 se estrenaron en México, del total de largometrajes, 65.94% de comedias, 22.95% de dramas y poco más del 10% de terror, suspenso y animación. El 0.45% restante, menos de la mitad del 1%, corresponde a documentales, a pesar de que el género abarcó en el mismo año el 55% de lo producido: una efervescencia creativa envuelta en un abandono casi total de la exhibición comercial que, aunque el dato no guste, sigue siendo la única ventana de exhibición conocida por una abrumadora mayoría de las audiencias que quieren o pueden desplazarse físicamente hasta una sala y comprar una entrada.
Una desproporción como esa, resultado de la acción combinada de mercado, desinterés público y viejos prejuicios, evidencian la necesidad de expandir espacios de exhibición como Doqumenta, que con funciones de alta asistencia o elevado tráfico virtual desafían la noción de que el documental en México es un nicho especializado y acotado por la subvención pública. Festivales como éste han tomado la batuta del cine de guerrilla documentalista, ocupando plazas públicas, aulas, auditorios y cualquier muro lo suficientemente blanco, amplio y ventilado para proyectar sobre él. En el siglo XXI, ese activismo ha girado hacia redes virtuales, eventos y funciones en línea, al mismo tiempo reductivas y democratizadoras, pero comunitarias y horizontales al final del día.
¿Qué ver en Doqumenta?
Como todo buen festival, el rigor selectivo en la programación de Doqumenta no logra evitar una saturación laberíntica en la cual, por mucho tiempo libre que se tenga, cada dos horas el cinéfilo enfrenta una auténtica decisión de Sophie sobre qué película ver de las tres o cuatro opciones disponibles. Una recomendación personal (tan arbitraria como cualquier otra) es atender ciertos documentales cuya mirada se posa en los actuales procesos latinoamericanos.
No son horas de olvidar (2020), de David Jesús Castañón Medina, tiene el acierto poco frecuente de ser emotivo, pero sobrio y elegante, pese a enfrentar un tema cuya salida fácil sería el golpeteo sentimental. Sus protagonistas son una pareja de ancianos exiliados décadas atrás por la dictadura chilena que, viviendo hoy en México, lidian con el Alzheimer, lo que representa una segunda forma de desarraigo. Un buen acompañamiento es El viaje de Monalisa (2019), de la chilena Nicole Costa, quien viaja a Nueva York para encontrarse con Iván, un amigo prófugo del terror pinochetista a quien encuentra convertido en Monalisa, una sexoservidora jovial, desenfadada e indocumentada quien guarda una larga tristeza por no haber podido volver a Santiago en más de veinte años.
Para completar un programa sobre los exilios latinos recomiendo Landfall (2020), de la boricua afincada en EEUU Cecilia Aldarondo. Se trata de un coro de testimonios hilados con inteligencia y sensibilidad en torno a las turbulencias políticas, íntimas y sociales en Puerto Rico entre el paso del huracán María en 2017 y las protestas contra el gobernador José Carlos Rosello en 2019. A través de varias vidas anónimas y con el lenguaje de vacíos y silencios emparentado con el de Tatiana Huezo, Aldarondo explora las grietas identidad puertorriqueña, un territorio administrado y a la vez abandonado por Estados Unidos, que se resume en una frase del documental: “Nosotros no somos iguales, nunca hemos sido y nunca nos van a ver así”.
Finalmente la fascinante iniciativa emprendida por el documental 499 (2020), de Rodrigo Reyes, ha replicado la ruta seguida por Hernán Cortés hace cinco siglos exactos con un programa itinerante de proyecciones, haciendo las mismas escalas que hiciera el ejército español y que culminarán con una función especial en la Comisión de Derechos Humanos de la Ciudad de México (o de Tenochtitlán, en todo caso) el viernes 13, fecha que historiadores suelen definir por consenso como la que marca la rendición del Imperio Azteca.