Quienes ya estaban ahí recuerdan la década de los sesenta, en México, como una espera interminable por la modernidad anunciada cuando menos quince años antes por Ávila Camacho. Era, como en Dickens, el mejor de los tiempos y el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; era el país de la próxima olimpiada y el partido único, de los conciertos prohibidos, los cineclubes de Ciudad Universitaria, la fundación del CUEC y la clandestinidad, del grupo Nuevo Cine y los superocheros con la Bolex al hombro, como quien carga un fusil.
Hacia mediados de la década regresó al país un grupo de estudiantes mexicanos de cine que se habían formado, becas mediante, en el Instituto de Estudios Superiores Cinematográficos (IDHEC) parisino en los años en que Truffaut, Sadoul o Mitry dictaban las cátedras; otros, como Sergio Olhovich, de abierta y sincera militancia comunista, habían optado por el no menos prestigiado Instituto Pansoviético de Cinematografía en Moscú. Entre los primeros estaban Paul Leduc, Rafael Castanedo, el crítico Tomás Pérez Turrent –quien se había desempeñado como asistente de Henri Langlois durante su gestión en la Cinemateca de París– y Felipe Cazals.
La industria fílmica a la que regresaron poco tenía que ver con la francesa de ese momento, dominada por los bandos confrontados de la Nouvelle Vague y la Rive Gauche, las teorías estéticas y la cinefilia de compromiso político. Tanto México como Francia vivían la antesala de 1968 y el cine comenzaba a ser indisociable del activismo, pero el olor que se respiraba en los cinedebates de ambos continentes era distinto. Mientras en la Francia natal de Cazals (había nacido en Guethary en 1937, poco antes de la migración de sus padres a México) la autonomía creativa e ideológica del cine era palpable, la industria fílmica mexicana seguía secuestrada por estructuras sindicales, no exentas de complicidad estatal, que impedían el urgente relevo generacional que sembrara nuevos lenguajes para cerrar, al fin, el capítulo de charros rubios, hacendados e hileras romantizadas de maguey, idealizados hasta el agotamiento durante el auge nacionalista. Otro cine era urgente.
Esa renovación llegó dos veces: primero con el I Concurso de Cine Experimental en 1965 y luego con el concurso de guión del mismo año. Las películas respectivamente premiadas, La fórmula secreta (1965) de Rubén Gámez y Los caifanes (1966) de Juan Ibáñez, marcaron el tan anticipado cine moderno mexicano en casi todos los ámbitos, desde el montaje hasta el sonido, el registro del habla popular y las estructuras del relato. Aunque Felipe Cazals observó de cerca estos rompimientos, había crecido como cinéfilo en un entorno relativamente distante de la tradición local, pues sus primeros afectos estaban más cerca de Frank Borzage, William A. Wellman, Joseph Mankiewicz y, sobre todo, John Ford, que de lo paisano.
En alguna medida, las muchas vanguardias emprendidas en la década siguiente (y en un furor creativo de solo dos años) por Canoa (1975), El apando (1976) o Las poquianchis (1976) tienen raíces más profundas en –respectivamente– el terror clásico, el drama carcelario o el melodrama social americano que en la narrativa nacionalista, pero también guardan ecos de cierta tradición intermitente, interrumpida, un archipiélago de intentos del cine mexicano por sacudirse el bucolismo rural. Esos antecedentes están en la trilogía de la revolución de Fernando de Fuentes, en Los olvidados (Buñuel, 1950) y, de forma más radical, experimental y confrontativa, en La fórmula secreta, donde las decisiones formales, entendidas como subversión de los discursos oficialistas, son un antecedente directo de Canoa.
Cazals solía contar que durante la planeación del rodaje, de menos de cinco semanas en Santa Rita Atlahuapan, Puebla, le dijo a Alex Phillips Jr. que el distanciamiento brechtiano percibido por el espectador debía semejar el punto de vista –físico y psicológico– del personaje de James Stewart en La ventana indiscreta (1954), paralizado por la impotencia mientras observa un crimen, pero también sintiéndose a salvo por la distancia que impone el ser testigo oculto de un edificio al otro, o desde una butaca hacia la pantalla. Ya Fernanda Solórzano señaló, en un ensayo para la edición de Criterion, que dicho recurso pone en praxis, con precisión quirúrgica, la definición de suspenso pregonada por Hitchcock: que el espectador sepa que el protagonista está en peligro mientras el protagonista lo ignora. En Psicosis (1960) sucede en el plano medio en el cual vemos a Marion Crane bañarse tranquila mientras, desde el fondo y a sus espaldas, se acerca una sombra; en Canoa, esa tensión dura 115 minutos.
En el cine mexicano de su siglo no hay estructura de relato más precisa ni efectiva que la escrita por Turrent, que parte de un doble distanciamiento: empieza por un epílogo que, al revelar el desenlace, anula la expectativa habitual de los thrillers y, acto seguido, presenta un intermedio que imita la forma de un documental etnográfico, aunque presenta a los actores que después encontraremos en la ficción. Transcurrido el preámbulo, entramos en el terreno de lo que parece una ficción convencional, pero su apariencia oculta el último truco: su mutación, durante el último tercio, en un cuento de horror gótico e iluminación tenebrista, un descenso al abismo que desprende el olor tanto de los aguafuertes de Goya o de Fuenteovejuna como de Frankenstein (1931) o La noche del cazador (1955).
Producida por Conacine I a través del sistema de cuotas sindicales, tan eficiente durante la gestión de Rodolfo Echeverría, Canoa permanece no solo como una cima del cine hispanoamericano y del cine político mundial, sino como la anomalía más afortunada de su época y su industria, en la cual el cine financiado y distribuido por el Estado era autorizado, en cruel paradoja, bajo la mirada vigilante de los mismos funcionarios que, con la otra mano, seguían ejerciendo el terror que medio siglo después sigue pendiente ante la justicia. Junto a títulos de su generación como El principio (1973) de Gonzalo Martínez o El lugar sin límites (1978) de Arturo Ripstein, su tratamiento iconoclasta, plástico y crítico de la vida rural, el costumbrismo y la tradición mexicana son equivalentes a la búsqueda emprendida por Julio Galán en la pintura o por José Revueltas en la prosa. La larga noche de Canoa es, de alguna forma, lo que sigue a los atardeceres eternos capturados por Figueroa o Phillips, padre, por cierto, del cinefotógrafo habitual de Cazals.
Tras su estreno en diciembre de 1975 como parte de la V Muestra Internacional en el cine Roble (en la cual compartía el programa con títulos de Bergman, Fosse, Risi o Allen), se exhibió en diez salas por setenta semanas, casi año y medio; como consecuencia, el negativo original quedó cercano a la inanición, pues en los siguientes años se imprimieron más de 110 copias positivas del mismo. Solo la restauración emprendida en 2016 por The Criterion Collection, con base en las emulsiones y los instrumentos de revelado empleados en 1976, salvó al negativo del desgaste y posible desaparición que el resto de la filmografía de Cazals, con excepción de Los motivos de Luz (1985), enfrenta actualmente. Sirva este paréntesis como llamada para que las restauraciones y digitalizaciones de –al menos– sus mejores películas se emprendan cuanto antes.
Volviendo a Canoa, por encima de su éxito de taquilla, la ebullición de su recepción inicial –solo ocho octubres después de 1968– puede leerse como la necesidad latente por expiar el duelo de Tlatelolco a través de la ficción. Como una alegoría que es también testimonio directo, obra de arte, pesadilla y artefacto de subversión, es preciso regresar a Canoa para despedir la presencia física de Felipe Cazals, a quien saludamos desde esta orilla y desde esta columna con profunda gratitud a un legado que, como las grandes herencias del arte, será siempre un descubrimiento pendiente.