21/11/2024
Literatura
Los contraataques de César Aira
Los textos reunidos en ‘La ola que lee’ (Literatura Random House) muestran a un autor crítico con el sistema literario latinoamericano
Hace unos meses fue editado en Argentina un libro que –me gustaría pensar– pronto llegará a las librerías mexicanas. Como se lee en la contraportada, es el resultado de un “exhaustivo y vasto rastreo en hemerotecas y colecciones privadas a cargo de la investigadora María Belén Riveiro”, que “compila reseñas, notas y columnas –dispersas, variadas y hasta ahora inhallables–” de uno de los autores más importantes de la literatura latinoamericana.
El trabajo de Riveiro es en todo sentido sobresaliente y oportuno: se sabe bien que el autor de este compilado trabaja de forma dispersa. Publicar antes de escribir –frase de su maestro, Osvaldo Lamborghini– fue, casi siempre, su mantra, y muchos de sus escritos tiran hacia lugares diferentes, desperdigados, cual nómadas en plena “huida hacia adelante”. El libro se llama La ola que lee, el autor es César Aira.
Cada progreso es una ganancia en el individuo y una separación en el conjunto, apuntó Robert Musil. Todo lo que se fuga hacia adelante lleva en sí la virtud de un descubrimiento, aun si el resultado termina encallado en lo desconocido. Lleva también, desde luego, porque es inevitable, una marca de nacimiento que lo aleja de la manía pequeñoburguesa de entender y, por lo tanto, lo aleja del consenso, crea distancia, lo pone en otro punto del mapa, al que puede llegarse siguiendo su intermitente, irregular, caprichoso camino.
Es bien conocida la irregularidad que afecta los textos de Aira; no sólo son cientos sino que además oscilan entre lo genial y lo desechable. Esta inestabilidad parece no tocar lo que su escritura ensayística hace en la dañada superficie del contrato literario. La ola que lee es puro pensar la literatura no sólo como fenómeno cultural o de mercado sino como arte. ¿Suena estúpido? Sí, y de esa estupidez nace su relevancia. Me explico: se asume que cada autora y autor piensan en el arte antes de pensar en su malogrado autómata, la cultura, pero un vistazo veloz a la maquinaría de publicación y manejo de los acontecimientos literarios pondría aquello en entredicho.
Gran cantidad de narrativas –novelas, series, perfiles en redes sociales– no buscan efectos inesperados sino capitalizar –esa palabra– lo contrario: dar al lector exactamente aquello que venía buscando de antemano. Aira lo pone mejor cuando escribe: “ya se sabe que las masas no reconocen sino a lo ya reconocido”. Entonces opta por ser tan irregular como le sea posible, desconoce alianzas, trabaja desde la intuición y a partir de ideas tan contradictorias como vigentes en torno a la literatura y el arte. Al igual que su narrativa, su pensamiento consiste siempre en un desplazamiento, está cargado de hallazgos, dudas, elucubraciones que no llegan a ningún lado. Y uno que otro evento sorpresivo.
Volviendo a Riveiro, ¿cómo hacer un conjunto de textos tan disímiles, tan pensados? La respuesta le viene del mismo lugar que el Catálogo de Ricardo Strafacce: sólo el tiempo pone las cosas en su lugar, el orden es cronológico. Tres capítulos que son también tres unidades temporales (1981-1990, 1991-1999, 2000-2010). Primero los textos que aparecieron en revistas no-literarias como Vigencia, El Porteño o Fin de siglo; luego aquellos que formaron parte de publicaciones universitarias y, finalmente, los editados en diarios y revistas internacionales, con Aira ya consolidado.
Quedémonos en esa palabra: excepción. No es el único, sus admirados Lamborghini, Di Paola, el mismo Puig, han realizado atentados mucho más directos contra la idea del profesional de la escritura. Pero quizá ninguno haya vivido esta batalla de forma tan singular, mediante un mecanismo que, si bien no puede definirse como una línea temática, aparece hermanado con la irregularidad y se muestra como una constante en sus artículos y reseñas: la negatividad.
La experiencia negativa de un texto, una película, un disco ha sido reducida con preocupante aceleración a términos más banales y simplificados –el comodino hate–: Si no tienes nada bueno que decir, cállate, dicta la doxa. Es verdad que las reseñas “malas” no tienen la presencia de antes. Ni deberían. La crítica vista como ejercicio de poder es un concepto tan rancio como la columna de opinión y tan trivial como la reseña de YouTube. Pero la lectura, ese sintetizado cliché de la incertidumbre, habría de descubrirse como una rebelión, un estallido hacia lugares menos marcados por su necesidad de pertenecer. En esos lugares habitan muchos de los textos de César Aira, sobre todo los que no son autocomplacientes y tiran la piedra a la escritura de otros, textos con frases cargadas de humor, de inteligencia, de atención y, sí, generosidad y cuidado ante lo leído.
Hay que tener mucho cuidado y consideración por lo que haces para apuntalar frases tan devastadoras como “ser un buen profesional del arte no es equivalente a ser un buen artista” o “que entre nosotros los escritores haya quienes crean estar cumpliendo vitales funciones sociales es apenas otra fantasía en nuestro sistema de sueños”, e incluso aquellas que ni siquiera en su gracia pueden ocultar su desmesura: “es flojo incluso para un Nobel” o “cualquier galimatías petardista tiene más derecho a la eternidad que el trabajo honesto de tantos escritores que se ajustan a las expectativas y el gusto de los lectores”. Y remata: “Pues bien: ¡sí! Así créase o no. ¿Quién dijo que la literatura era una profesión de biempensantes?”. Ha habido consecuencias, desde luego. Fue llamado a reserva, fue, al menos por un tiempo, un extraño, lo que le permitió configurar un performance a ratos saturado de humo y espejos, con una o cientos de teorías, abiertas o cerradas, tantas que se le caían de las manos. Todas existen en sus textos narrativos, pero La ola que lee las revela con la soltura de quien ha entendido su lugar como intruso en el recatado arte de las letras.
Lo negativo y lo irregular son dos formas de la percepción que suelen desconcertarnos y hasta parecernos inadecuadas. Como escribió María Negroni en torno a Héctor A. Murena, a algunos autores es preferible leerlos “como un desvío, en un continuo desplazamiento, una discordancia o una fluctuación no armónica, sin que fuera posible arribar a ninguna síntesis, identidad o sistema”. Aira mismo duda en ocasiones sobre cómo leerse: “¿No será que escribí novelas solo para tener a mano un muñeco con el que hacer ventriloquia teórica?”, le dijo a Alan Pauls y por primera vez sonó sincero.
Quizá haya comprendido que lo suyo es recorrer esa distancia, de la novela que teoriza a la teoría que narra, bajo el mandato autoimpuesto que dicta que un buen libro debe vivir siempre al borde del fiasco; como el artista de Boris Groys, no busca enviar un mensaje propio, sino destruir y cuestionar la manera en la que enviamos mensajes. La ola que lee no sólo es un documento que interpela con altísima precisión al sistema de producción literaria en Latinoamérica, sino un testimonio de la gran valentía y el arrojo que sólo los genios y los estúpidos –tantas veces sinónimos– se pueden permitir.