I
Encontrar al otro es, en algún punto, renunciar a lo propio, desencontrarse. Perderse. Quizá la palabra perder asociada al acto amoroso vaya más allá de la metáfora, pone aquí sobre la mesa Alexandre Koberidze. A los enamorados que vertebran la hermosa ¿Qué vemos cuando miramos el cielo? (2021, estrenada ahora en MUBI) esta maldición, la de ya no ser ellos, les cambia el aspecto y los separa al día siguiente del primer encuentro. A ella, Lisa, la planta, el tubo del desagüe y la cámara de vigilancia que encontró en su camino le hablaron del embrujo, ¿y si ya nunca reconoce a Giorgi?
El tono mágico no intenta ser sutil ni toma por sorpresa: además de los objetos parlantes y de la pareja maldecida, tenemos un relator. Su voz acompaña la historia suavemente, como en una fábula infantil. Pero no es un narrador complaciente el que ha elegido Koberidze. A veces desaparece y nos deja a la deriva, como la cinta misma. De pronto estamos asistiendo a la filmación de una película y, después, a un encendido juego de futbol entre niños y niñas, donde la danza alrededor del balón confirma que el azar también define el rumbo.
II
Perdemos la cabeza, perdemos el aliento y nos enamoramos –si realmente lo hacemos– siempre perdidamente. En ese espacio entre la sorpresa del hallazgo y el duelo por aquello que nos pertenecía y dejamos ir se encuentra el goce. Habrá que extenderlo, hacerlo ir más allá de las miradas de los personajes, que abarque también lo que no ven, por donde pasan y por donde nunca pasarán, eso que intuyen cuando no soñaron. Ocuparse de todo lo que ha posibilitado el encuentro es la manera de asirlo; entonces, filmados con una simetría que parece contraria al lirismo del cuento de hadas que se nos ha revelado, el metraje se convierte en una sucesión de planos de la ciudad georgiana que da marco a este relato.
Estamos en Kutaisi, antigua y solemne, que rivaliza en belleza con Tiblisi, la capital. Sus habitantes sonríen, caminan, comen helados, estudian y juegan en parques, grandes avenidas, bares, hospitales, puentes que atraviesan el Rioni, escuelas y canchas de futbol. A veces nos detenemos en alguno, y lo observamos. Todos hablan de la Copa del Mundo, incluso el narrador, gracias al cual sabemos que los perros también son futboleros. Argentina y Messi, los favoritos: el nítido cielo veraniego de Kutaisi (el cielo del título) ahora se esparce por las calles de la vieja ciudad en forma de camisetas a rayas con un número 10 en la espalda. Envuelta por las capas de vida que ha elegido mostrarnos el director, la historia de los enamorados a veces se olvida. Contra toda idea del cine correcto y también contra toda idea del incorrecto, se impone aquí una plácida deriva: distraerse, irse por las ramas, tomarse el tiempo hasta volverse a perder.
III
¿Qué vemos cuando vemos el cielo? nos enfrenta a un cine original y auténtico, a contrapelo de modas, alejado de complacencias y citas obvias (si bien el espíritu de Kiarostami siempre se pasea por las cintas entrañables). Algo de su singularidad radica en la manera en que Koberidze apela a fuerzas opuestas sin parecer que se afana demasiado: una gramática rigurosa, severa, contiene la candidez de la historia y la cordialidad de los personajes, dos impulsos que tiran la cuerda de cada lado hasta dejarla en el centro. Los planos cerrados de las piernas de Lisa y Giorgi, en la parte inicial del filme, que obligan al espectador a construir su aspecto jugando al rompecabezas, dan cuenta de la apuesta formal de Alexandre Koberidze (1984) en su segundo largometraje. Exactitud y cálculo, pero que parezca fácil, liviano, como Messi metiendo goles.