21/11/2024
Literatura
Lunático observa el desierto de Chihuahua
En el centenario del nacimiento de Jack Kerouac, Salvador Gallardo Cabrera piensa en este texto las claves de su obra y su pensamiento
“¿Somos ángeles caídos que nos negamos a creer que nada es nada y, por tanto, nacemos para perder a los que amamos y a nuestros amigos más queridos uno a uno, y después nuestra propia vida, para probarnos?”. Ah, la prueba Kerouac. Cómo se encadena a la imprevisibilidad del viaje, cómo se alarga en la dispersión de caminos, en la incertidumbre de las paradas, desde la mañana promesa hasta la noche azar, cómo se endurece y se ensancha y pesa en la asimetría de cada recorrido. La prueba Kerouac muestra que la migración es el eros de la lejanía.
Los soberanos del siglo XVI debían hacer la prueba de su poderío por medio de grandes viajes a sus territorios dominados. Los viajeros del siglo XVIII recorrían la profundidad de la naturaleza para hacer en contra de ella la prueba de su valor o de su sapiencia. Una vez que se retiraban de las ciudades, los padres del desierto tenían que hacer la prueba de su virtud contra el mundo y sus tentaciones y pasarla negando la vida –el eremita Melecio tenía el cuerpo cubierto de llagas infectadas, y cada vez que un gusano caía de éstas lo devolvía cuidadosamente a su lugar para no ahorrarse sufrimiento alguno.
Para pasar la prueba Kerouac no hay nada qué hacer. Es una prueba puesto que exige ser enfrentada y franqueada, pero carece de programa que se pueda o no cumplir, no está proyectada al futuro. Hay que pasarla; no hay algo que probar. Pero tampoco es una especie de camino vacío, oriental, antiguo, serio y sencillo. Se trata más bien de una prueba de orientación para pasar la línea que jamás se alcanzará; la lejanía del afuera, el “gris y loco exterior”.
Existen varios métodos –pero “método” no es la palabra adecuada– para enfrentar esta prueba. Uno de ellos inicia con una negación: rehusarse a seguir la demanda general de la producción y el consumo de pseudocosas y luchar contra la visión normalizada del nomadismo, que lo conceptualiza como una limitante de la posibilidad de cambio. Si negar es una entrega –como lo sabía Nietzsche–, entregarse a la negación es el peor de todos los modos de entrega: “nos fuerza a creer que hacemos cosas importantes, cuando sólo estamos fijos dentro de nosotros mismos”. Para escapar a esa fijación viscosa es necesario alternar la negación inicial con períodos de ansia sensorial: alucinaciones y desviaciones de la atención. Estos ejercicios de ansia corporal funcionan como recordatorios del peso decisivo que tiene la estructura corporal en contraposición al sí mismo entendido en tanto conciencia o bella interioridad. Si viéramos de lado no tendríamos concepto de ninguna línea recta, por ejemplo.
La segunda dimensión de la prueba es un ejercicio de observación y desvanecimiento. Hay que aprender a observar “con excitación, a toda prisa, hasta sentir calambres…”, siguiendo los rizamientos superficiales de los acontecimientos; buscar los espacios intermedios, en un presente intransitable y hostil que nunca se supera por medio de experiencias intelectuales o cargadas de historia. Un observador tal puede transfigurarse por medio del desvanecimiento, esa fuerza de resistencia. Desvanecerse para mejor resistir. Quien ha aprendido a desvanecerse en la observación es capaz de convertir la negación en una potencia afirmativa y despojar a lo observado de la carga funesta intelectual e histórica con ansia corporal, con entusiasmo y expansión vital.
El medio de estos ejercicios es la migración por intensidades. Adelante, adelante, salir, pasar a una velocidad mayor –o menor si la lentitud sirve como recurso de desmarcaje. Quien logra pasar la prueba Kerouac es un artista de las velocidades: puede establecer una línea de debilidad en su punto de resistencia más bajo para salvar su coeficiente de aceleración. También puede leer cosas seguras en una velocidad descendente, pasar a otro carril, depender de objetos a los que hasta entonces no había prestado atención. Cuando migra lo hace con una cartilla extraviada; no lleva su biblia consigo. Cuando retorna lo hace sin nostalgia, hasta que los marcadores de distancia desaparecen; a veces vuelve sobre sus propios pasos marcados en la arena: porque todo regresa más tarde, pero no siempre se necesita reconocer los cambios que se producen en el regreso.
La vida no es algo personal, eso nos lo enseña la vida misma. El espacio de la transfiguración es un espacio lastimado. Dificultosa es la vía de la transfiguración, pero no intransitable ni patética. Como ya no es posible escribir en términos de representación, los viajes de la prueba semejarían ciclos de movilidad y mutación. Movilidad en las preguntas, en el acomodo de los fines. Mutación en la disolución de las historias personales. En última instancia, nadie cambia desde sí mismo. Siempre se requiere algo fuera.
En los años cincuenta del siglo pasado, uno de los últimos sobrevivientes de la prueba aseguraba que existía cierto ejercicio para consolidar los ejes negación-ansia corporal y observación-desvanecimiento: hacer la experimentación del viaje por intensidades a través del arco triangular de Nueva York, Ciudad de México y San Francisco, con muy poco dinero, realizando “caminatas increíblemente largas que a veces duraban semanas y semanas con sólo unos pocos kilos de comida seca en la mochila”. De ahí la importancia que tenía el aventón en sus prosas de registro. Esos migrantes en prueba nombraron los trenes que tomaron como polizones: el “fantasma de medianoche” al que se trepa en Los Ángeles “y nadie te ve hasta que llegas a San Francisco por la mañana. Así de rápido va”. ¿Quién negaría un aventón a un desvanecido, quién pescaría en el tren a un fantasma?
Si una línea de devenir se cruzaba con ellos, los volteaba y los arrojaba en otra dirección, con una nueva necesidad de verificar algo, con un nuevo paso y otro rostro, debían encontrar rápidamente una fisura que desahogara la pureza del triángulo, que quebrara el triángulo por uno de sus vértices. Esa fisura de horizonte era el desierto.
Para ellos, quien estaba yendo al desierto o quien lo atravesaba debía saber si tenía la virtud de la transformación en los labios o en el corazón. Si se adentraba en el desierto buscaba dominar el arte de la autotransfiguración, no sólo enmendarse. No iba al desierto por escapar de algo, como buscando un santuario. Ningún demonio le inquietaba. Cuando hacía frío encendía una pequeña hoguera. Cuando tenía hambre cocinaba unas verduras. Sabía equivocarse: pensaba en el reluciente desierto de Chihuahua cuando ya borracho había cruzado la frontera por El Paso.