Como un largo y crepitante incendio a fuego lento, a medianoche y a media nada, Andréi Rublev (1966) permanece como el calor absorbido por las piedras una vez que la lumbre se extingue. Como la lenta pasión de un mártir, consumió nueve años de la vida de Andréi Tarkovski. Tenía apenas 30 al empezar a escribir el argumento a dúo con Andréi Konchalovski y casi 40 cuando la película pudo al fin ser estrenada en salas de la Unión Soviética, tras pasar cinco años enlatada, biocoteada y mutilada bajo argumentos nacidos del delirio.
Tarkovski había regresado de Venecia con el León de Oro otorgado a su ópera prima, La infancia de Iván (1962), con cierta libertad para emprender un segundo largometraje pese a la incomodidad de Nikita Jruschov al respecto: la URSS, decía, nunca había usado de esa forma a niños en la guerra, a pesar de que el programa de pioneros estalinistas, o menores de edad en campamentos militarizados, era bien conocido.
Para el siguiente proyecto Tarkovski emprendía dos búsquedas que implicaban una profunda transgresión del cine impulsado por la productora estatal, Mosfilm, y por su brazo de distribución internacional, Sovexportfilm: su figura central sería un monje ortodoxo y pintor de iconos cristianos que atravesaba el territorio ruso durante el Medioevo temprano, en el momento exacto en que las invasiones tártaras y mongolas arrasaban con las poblaciones del interior y sus templos. Andréi Rublev, al mismo tiempo filósofo, eremita y artista plástico, encarnaría la tensión histórica entre la Rusia erosionada por el materialismo salvaje y la otra, espiritual, animista y devota, que los dos Andréi –cineasta y protagonista– habitaban como una catacumba para resguardar la belleza a través del arte.
El rodaje de casi dos años de duración en las regiones de Vladimir, Suzdal y Pskov resultó no solo en una de las piezas capitales del cine moderno, sino en un misterio cambiante que el tiempo sigue alterando como a un prisma o caleidoscopio, uno que absorbe el color de la luz que lo rodea en cada momento, alterando su forma y provocando nuevas lecturas. Narrada en siete episodios o retablos levemente relacionados, fechados en un largo período entre 1400 y 1423, la original estructura ideada por Tarkovski y Konchalovski (quien sobrevivió al primero para dirigir clásicos como Siberiada, aunque también Tango y Cash) semeja hoy un tríptico o lienzo basto de Peter Bruegel o el Bosco, poblado por detalles diminutos e infinitos que revelan mundos completos conforme uno acerca la vista a sus rincones.
El título original de la cinta, La pasión según Andréi, es adecuada para describir su rodaje, su atmósfera, e incluso para nombrar la biografía de un pintor que rara vez es biográfica (la mayoría de los episodios son ficticios) y en donde nunca lo vemos pintando. Cuando Tarkovski exhibió un primer paso a los comités de aprobación de Mosfilm, éstos respondieron que para autorizar su exhibición tendrían que realizar 22 cambios, de los cuales Tarkovski aceptó 17, que redujeron el metraje de 205 minutos a 183, además de cambiar su título por Andréi Rublev, con connotaciones menos religiosas o simbólicas, además de evitar los chistes irónicos y amargos de que el Andréi del título fuera el director.
Aún después de realizar los cambios, en 1967 la respuesta (recogida por la dra. Ucraniana Zoia Barasch, de la Universidad de La Habana) fue tajante: “se determina que Andréi Rublev no puede estrenarse ya que los conceptos y las ideas que expresaba trabajan contra nosotros, contra nuestro pueblo y su historia, contra la política partidista en el terreno del arte. Los errores ideológicos del filme son indudables”.
La película fue enlatada hasta que dos años después, a inicios de 1969 y ante los crecientes rumores internacionales de que existía una nueva película del director de La infancia de Iván que permanecía oculta, Sovexportfilm accedió a vender Andréi Rublev a un distribuidor francés. Esto posibilitó que la película fuera exhibida en Cannes, aunque fuera de competencia dado que no había sido inscrita por las instituciones de su país de originen; pese a todo, recibió un premio de la FIPRESCI, pero ello solo acrecentó la molestia estatal hacia Tarkovski.
Unas semanas después del festival, en junio de 1969, el director escribía en una carta a su colega Grigori Kozintsev: “Mi vida se complicó extraordinariamente después del premio de la FIPRESCI en Cannes. Alguien de arriba propuso incluso que los críticos soviéticos salieran de la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica para protestar contra el premio. A pesar de que los franceses, después de comprar la película, la exhibieron en Cannes por su propia voluntad, aquí me están atacando constantemente. Mientras mejor es la crítica (es unánime, la de izquierda y de derecha) en el exterior, peor me tratan aquí” (Z. Barasch, El cine soviético de principio a fin, 2008).
En julio del mismo año, un nuevo intento de desenlatar Andréi Rublev para ser exhibida en la URSS tuvo como consecuencia una exhibición ante los jefes de comité del Partido Comunista en la ciudad de Vladimir (una de las locaciones del filme) con una respuesta igual de tajante, que el 17 de julio fue remitida así a Alekséi Románov, presidente del Comité de Cine: “Es nuestra opinión común que el filme Andréi Rublev constituye un fracaso artístico de A. Tarkovski y no sería correcto estrenarlo. Ante todo, no se entiende la posición creativa, ideológica y artística de los autores del filme. En vez de inculcar un patriotismo en los hombres y el orgullo por nuestra patria y por el hombre ruso creador que había construido los monumentos arquitectónicos de los siglos XII y XIII, durante todo el filme se muestran escenas perpetradas por el Mal: la humillación del hombre y de todo lo bello en su forma concentrada”.
La batalla por Andréi Rublev consumió tres años más de la vida de Tarkovski dentro de la URSS, hasta lograr su tibia y desangelada exhibición en salas en 1971, una vez que la película ya había sido vista en una amplia porción del mundo occidental, incluida la Reseña de Reseñas de Acapulco y en Estados Unidos gracias a la adquisición de derechos por Columbia Pictures.
Para Andréi Tarkovski el largo proceso distaba mucho de haber sido una victoria. A inicios de 1972, encontramos en su diario la siguiente anotación: “¿Cómo es posible que este país tan extraño no desee ni el reconocimiento internacional de nuestro arte, ni buenos filmes nuevos, ni libros? El verdadero arte les asusta. Es natural. El arte se resiste porque es humano. Pero ellos aplastan todo lo vivo, todos los brotes del humanismo, no importa si es el deseo del hombre de ser libre o el fulgor del arte en nuestro horizonte oscuro. Ellos no se tranquilizarán hasta que no acaben con todas las señales de la independencia”.
Para ese momento la página había pasado y él se concentraba en la complicada posproducción de su tercera película, la adaptación de Solaris de Stanisław Lem en una intrincada épica íntima y psicológica ubicada en el espacio exterior. Pero Andréi Rublev había dejado una herida abierta que no cerraría ni siquiera con el exilio en Europa occidental, sino todo lo contrario. Para ambos Andréi, dentro y fuera de la pantalla, la batalla de la belleza frente al fanatismo imperante sería un perpetuo vacío en la mirada.