21/11/2024
Literatura
Boceto de jirafa gris
Juan Pablo Villalobos narra su visita a Tiflis, la capital georgiana, y busca paralelismos con el viaje que Sergio Pitol realizó en 1986
¿A qué mundo he llegado?
Sergio Pitol, 29 de mayo de 1986, en Tiflis, Georgia
Esta historia comienza dos veces, con la recepción de dos cartas sorpresivas, separadas por treinta y seis años. Lo inesperado de las cartas no era el contenido, sino lo exótico del remitente; de hecho, una vez superado el sobresalto inicial, el mensaje en sí era previsible, un producto estándar de la diplomacia cultural. Se trataba, pues, de dos invitaciones institucionales para visitar Georgia.
La primera carta la recibió Sergio Pitol a principios de 1986 y el remitente era la Unión de Escritores de Georgia. La segunda era un correo electrónico que el comité organizador de Tiflis Capital Mundial del Libro de la UNESCO me envió a mediados de febrero de 2022. Pitol aceptó encantado la invitación, a la que se sumaron dos estancias previas en Moscú y Leningrado. Yo no estaba nada seguro. ¿Qué se me había perdido a mí en Tiflis? Miraba el mapa, la frontera al norte con Rusia, la cercanía de Ucrania. Además, no podía ignorar que apenas hacía catorce años había tenido lugar un conflicto armado con Rusia y que en territorio georgiano había dos zonas ocupadas, Abjasia y Osetia del Sur.
Comenté la invitación con la familia y la brasileira, como siempre, me animó a que aceptara. Para ella, lingüista, la perspectiva de conocer la cuna de una de las lenguas más enigmáticas del mundo le resultaba emocionante. Un plan ideal de vacaciones después dos años de pandemia.
Le pedí a mis anfitriones que me confirmaran si estaban seguros de la invitación, “dadas las circunstancias”. Seguramente mi psicoanalista diría que estaba poniendo excusas, que suelo resistirme a estos ofrecimientos porque en el fondo creo que no los merezco. Me contestaron que una numerosa delegación internacional visitaría Georgia esos días para la ceremonia de clausura del año de capitalidad mundial del libro. Y que, obviamente, cancelarían los actos si la seguridad no estuviera garantizada.
Pitol viajó a una Georgia que era parte de la Unión Soviética, mientras que yo visitaría una república independiente en el momento en el que la vecina Rusia invadía Ucrania.
Pitol viajó a una Georgia que era parte de la Unión Soviética y fue testigo de la apertura que estaba promoviendo la Perestroika, mientras que yo visitaría una república independiente en el momento en el que la vecina Rusia invadía Ucrania. Pitol era embajador mexicano en Praga; yo, además de escribir, dedicaba la mayor parte de mi tiempo a dar clases de literatura y talleres de escritura en Barcelona. Pitol tenía 53 años; yo, 48. Pitol hizo el viaje solo; yo lo haría acompañado por la brasileira, el adolescente y la niña, quienes, para variar, no me autorizaron a utilizar sus nombres en estas páginas.
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Esto no es una guía, tampoco un diario ni una crónica de viaje. No soy tan ingenuo como para creer que en diez días fui capaz de entender algo sobre Georgia y su gente. Peor aún: cada vez estoy menos seguro de que sea siquiera posible registrar y transmitir una experiencia a través del lenguaje. Pitol estuvo la mitad de tiempo que yo en Georgia, incluso menos, si consideramos que el primer día lo dedicó en parte a trasladarse desde Leningrado y en el quinto salió rumbo a Moscú; aun así, acabó dedicándole veintidós páginas en El viaje, su libro ruso de memorias.
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Aunque de manera indirecta, Sergio Pitol fue una figura decisiva en mi vida. En 1999, luego de abandonar mi trabajo, en medio de una crisis existencial, decidí mudarme a Xalapa para estudiar letras. Una de las razones para elegir Xalapa –no la única, pero sí la más simbólica–, fue que ahí se había establecido Pitol hacía unos años, luego de su largo periplo como diplomático. Yo sabía que Pitol daba algunas clases y cursos en la facultad de letras de la Universidad Veracruzana. Había escuchado que en su casa por fin había logrado reunir toda su biblioteca, de alrededor de treinta mil ejemplares. Y, por supuesto, había leído toda su obra publicada hasta aquel entonces, los cuentos, las novelas y los ensayos, y esa mezcla de comedia grotesca, memorias de una infancia pueblerina, erudición y cosmopolitismo era todo con lo que yo soñaba. En el año 2000, cuando yo ya estaba viviendo en Xalapa –o en Coatepec, para ser exactos–, Pitol publicó El viaje, en el que explicaría el origen ruso y georgiano de una de sus novelas, una de mis favoritas: Domar a la divina garza.
Luego resultó que durante los cuatro años y medio que pasé en Xalapa tuve un mínimo contacto con Pitol. Asistí a un curso sobre teatro mexicano del siglo XX que impartió con muchas dificultades en el 2001 o 2002, una serie de conferencias frecuentemente interrumpidas por el tartamudeo que ya presagiaba la futura afasia. En 2003, antes de que yo partiera a Barcelona, por intermediación de Teresa García Díaz, mi profesora y entonces amiga íntima de Pitol, tomé un café en su casa, del que recuerdo especialmente el paseo que hicimos por su biblioteca, durante el cual Pitol hizo de guía, señalando los miles de ejemplares de las estanterías, orgulloso: “aquí están los italianos, aquí los polacos, aquí los ingleses, aquí los rusos…”.
Sin embargo, aunque fuera distante, la influencia que ejercía Pitol sobre todos nosotros –aspirantes a escritores, aspirantes a profesores de literatura, académicos, críticos–, sobre nuestras lecturas, era absoluta: venerábamos a los autores que había traducido, dedicábamos especial atención a sus amigos, estábamos alertas a sus descubrimientos, a cualquier rumor o comentario suyo sobre la genialidad de una obra rara, desconocida, que nos precipitábamos a localizar en las bibliotecas de la universidad o en las librerías de viejo del centro de Xalapa.
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En este relato, tarde o temprano, voy a tener que hablar de caca.
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“Hoy inicié el recorrido”, escribió Pitol el 28 de mayo de 1986, al llegar a Tiflis, “empecé a tocar los estratos que la componen, una operación constante de construcción y deconstrucción mental, un viaje a través de varias capas culturales que se han sobrepuesto en la región, dejando vestigios de lo que ha sido: la Hélade, Bizancio, Persia, los eslavos del primer milenio, las iglesias cristianas del siglo V, la influencia del Asia Central, el sufismo”.
En el imaginario occidental, Georgia es ya un territorio exótico, la puerta de Asia, lugar de paso, de comercio, de invasión y de conquista. De hecho, solo los extranjeros utilizan el topónimo Georgia, de origen griego; en kartuli, la lengua georgiana, los georgianos denominan a su país Sakartvelo y se llaman a sí mismos kartvelianos.
Tiflis ha sido, desde la antigüedad, una ciudad multinacional, multicultural, multiétnica. A principios del siglo diecinueve, el cónsul francés Jacques François Gamba escribió: “Mercaderes de París, mensajeros de San Petersburgo, comerciantes de Constantinopla, Englishmen de Calcuta y Madrás, armenios de Esmirna o de Yazd, uzbecos de Bujará –todos ellos se encontraban en Tiflis en un día”.
Tiflis ha sido, desde la antigüedad, una ciudad multinacional, multicultural, multiétnica.
En la actualidad, a todas estas capas habría que añadir los vestigios de la era soviética y la arquitectura del deshielo, las obras de diseño que la globalización ha ido levantando para celebrar el final de la historia: el Puente de la Paz, las nuevas sedes de la administración de la república o la Galería Tbilisi –Tbilisi es el nombre en kartuli de Tiflis–, un centro comercial mastodóntico junto a la Plaza de la Libertad, en la histórica avenida Rustaveli, la del parlamento, los teatros y museos.
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Durante un día de paseo por la región vitivinícola de Kajetia, en un autobús turístico repleto de diplomáticos, burócratas, traductores y escritores de todos los continentes, el escritor Archil Kikodze me contó dos cosas que se me quedaron grabadas.
La primera es el verso de un poeta kartveliano, de quien no retuve el nombre, muy probablemente porque ni siquiera lo alcancé a entender. Afuera llovía a cántaros y por las ventanillas contemplábamos un paisaje de cerros y nubes bajas. “La niebla es el pensamiento de las montañas”, me dijo Kikodze, traduciendo en su cabeza el verso del kartuli al inglés como hago yo ahora al castellano. Recordé de inmediato la niebla de Xalapa, aquellas mañanas en las que la nula visibilidad me impedía tomar la carretera de Coatepec para ir a la facultad de letras en Xalapa.
La segunda era una excentricidad filológica: según él, en kartuli no hay una palabra específica para nombrar al mar, a pesar de que Georgia tiene costa en el Mar Negro. La palabra que designa al mar es la misma que se usa para frontera. Supongo que a partir de ahí podría escribirse una larga digresión sobre la identidad kartveliana, algo a lo que yo renuncio conscientemente por pudor y también quizá por pereza.
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La verdad es que la razón que acabó de convencerme de aceptar la invitación del viaje a Georgia fue la comida, la fama de los banquetes kartvelianos, sus deliciosos khinkalis y kachapuris, la manera exquisita de cocinar las espinacas, los frijoles, las setas o las berenjenas, su barbacoa de pollo, de cerdo y de res, sus quesos, la fama de la gastronomía megreliana. Por si fuera poco, sus excelentes vinos blancos y tintos, secos y semidulces. Y el aguardiente nacional de uva, la chacha. Todo servido en exceso.
Incluso en la era soviética, Pitol dio cuenta de ello en su diario de Tiflis: “El desarrollo de una comida georgiana puede ser apasionante y fatigoso. La mesa tiene que estar siempre servida, las copas llenas y el ambiente mantenerse vivo y cordial”. Supongo que Pitol utiliza el “apasionante” para referirse a la atmósfera del banquete y a la euforia que produce la llegada de los entrantes, los primeros platos y los platos principales. Lo “fatigoso”, no me cabe la menor duda, acontece cuando se descubre que los platos principales todavía no lo eran, y sigue llegando más comida, más, siempre más, hasta desatar la risa nerviosa de los comensales extranjeros.
Bastante aprensivo por mi historial gástrico, yo había llevado una dotación exagerada de antiácidos. Al hacer la maleta, había recordado mis crisis terribles de reflujo en viajes al País Vasco o a Oaxaca, lugares donde el banquete adquiere también ese carácter pantagruélico. Sin embargo, para mi sorpresa, a pesar de todo lo comido y lo bebido, no tuve que recurrir nunca a ellos. Y lo mismo le sucedió a Pitol: “Contra todas las advertencias del doctor Rody, mi médico de Praga, bebí como un descosido, sin sentir la menor molestia”.
Podría aventurar la hipótesis de que el temperamento expansivo, cordial, alegre y cariñoso de los kartvelianos cura las tensiones internas, pero prefiero pensar que la respuesta está en un aforismo de Shota Rustaveli incluido en El caballero en la piel de tigre, el poema épico nacional de Georgia del siglo XII: “¿Puede un médico curar a alguien que no es consciente de sus dolores?”.
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Según Pitol, para los escritores rusos el Cáucaso era tierra de libertad y felicidad. Lo fue para Pushkin, para Tolstói y para un largo etcétera: “La peregrinación al Cáucaso, en especial a Georgia y Armenia, se vuelve una obligación literaria. Lérmontov, Bulgákov, Mandelstam, Pasternak, tantos más”.
En 2022, para los kartvelianos Rusia simbolizaba la opresión, manifiesta, de manera incontestable, en la invasión a Ucrania. Durante nuestros días en Tiflis, la brasileira, el adolescente, la niña y yo contábamos banderas ucranianas…
En 2022, para los kartvelianos Rusia simbolizaba la opresión, manifiesta, de manera incontestable, en la invasión a Ucrania. Durante nuestros días en Tiflis, la brasileira, el adolescente, la niña y yo contábamos banderas ucranianas: en los balcones de los edificios públicos, en los restaurantes y bares, en los comercios, en las casas. En camisetas. En las solapas de los abrigos. También en grafitis y calcomanías, donde los colores azul y amarillo servían siempre de fondo al lema “Putin Khuylo”. Putin pendejo.
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En 1905 el artista kartveliano Niko Pirosmani pintó una jirafa gris. Según la información que encontré en la Galería Nacional donde se exhibe, Pirosmani nunca salió de Georgia –nunca pudo cumplir su sueño de viajar a París– y sólo había visto a las jirafas en fotografías en blanco y negro. En el fondo del cuadro Pirosmani utilizó colores realistas: el cielo es azul y la tierra amarillo verdoso. Viendo el resto de sus pinturas en la sala, que podría calificar apresuradamente de naífs, me pareció cierta la versión oficial de la historia: que Pirosmani pintó la jirafa gris simplemente porque no sabía que las jirafas eran amarillas.
En la residencia de escritores donde nos alojamos la brasileira, el adolescente, la niña y yo teníamos como vecina a Delphine Dewulf, guionista francesa que estaba trabajando en un documental sobre la vida y la obra de Niko Pirosmani. El 1 de junio de 1986 Pitol fue a ver sus pinturas al entonces Museo de Bellas Artes: “Si se le compara con la pintura georgiana de la época”, escribió en El viaje, “se dispara de inmediato muy por encima de todo lo demás. Pero no solo en Georgia, en cualquier lugar del mundo donde se los ponga, sus cuadros se harían notar. Fue un gran pintor, pero él no lo supo. Allá por los años veinte, viejo, alcoholizado, miserable, fue descubierto por algunos conocedores de arte”.
Le leí el pasaje de media página a la guionista francesa durante uno de los desayunos que compartíamos en la residencia. Le sacó una fotografía y anotó la fecha en la línea cronológica del guion que estaba escribiendo: “Pitol, 1986”. Quizá solo vine a Tiflis para que Pitol salga en la película.
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Respecto a mi actividad gastrointestinal, lo único que cambió durante mi estancia en Tiflis fue el color de mis deposiciones, que se volvieron de un verde oscuro, terroso, seco, debido al exceso de consumo de estragón, la hierba con la que se condimentan muchas de las comidas y bebidas en Georgia. Pero no era de mi caca de la que tenía que hablar en este relato, así que basta de porquerías.
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Me parece extrañísimo que Pitol no escribiera sobre los perros de Tiflis en El viaje. ¿Es que acaso no había perros callejeros en la época soviética?
Todos los aspirantes a escritores que vivíamos en Xalapa a principios del siglo veintiuno sabíamos que, si querías cruzarte con Pitol, tenías que ir al parque de los Berros, donde él paseaba a su adorado Sacho, un perro grande y melenudo con el que se retrató en una de sus fotografías más difundidas –la que, entre otras cosas, utilizó la editorial Alfaguara para la portada de la primera edición de sus Cuentos completos, un libro que yo atesoro en la estantería de mi estudio. Además, Pitol fue mecenas de dos albergues para perros callejeros, a los que donó parte del dinero del Premio Juan Rulfo en 1999 y del Cervantes en el 2005, y de donde adoptó a Lola y a Homero.
En nuestros paseos familiares, tanto en la ciudad como en los monasterios de Kajetia o Kazbegi, todo el tiempo nos deteníamos a apapachar perros. Porque hay perros por todo Georgia, la mayoría grandes, tranquilos, excesivamente relajados, perros que a la menor señal de atención se tiran de espaldas para que les acaricies la barriga. Muchos llevan en la oreja un arete de plástico amarillo, señal de que han sido vacunados por el gobierno. En la ciudad de Batumi, según nos contó Zuka, el guía turístico que nos llevó a las montañas nevadas de Kazbegi, hay un perro que se hizo famoso por ayudar a cruzar la calle a los niños pequeños. La alcaldía le construyó una caseta y el perro tiene un community manager que administra su cuenta de Instagram, con miles de seguidores.
La verdad era que cada vez que la niña, la brasileira, el adolescente o yo nos agachábamos para acariciar un perro, secretamente pensábamos en Pirata, que se había quedado en Barcelona a cargo de una amiga y había tenido un pequeño accidente en el que había sufrido cortes en una pata. Nadie decía nada, pero cada apapacho perruno era para Pirata.
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En Tiflis, una de aquellas noches de sueño intranquilo por el exceso de comida y bebida, soñé que le contaba a Pitol que estaba escribiendo este relato. Conforme se lo iba narrando, notaba que él ponía una cara rara, irónica o divertida. Finalmente, no se aguantaba y me interrumpía para decirme que eso era un cuento suyo y hasta el título me indicaba. Al despertar, forcé el recuerdo y concluí que se refería a “El relato veneciano de Billie Upward”, aunque seguro que en el sueño me había dicho algo por el estilo, pero no el título exacto del cuento. (O eso elijo yo creer ahora, porque en ese cuento se relata un viaje, un delirio, una enfermedad y una muerte.)
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¿Por qué estoy escribiendo este relato? ¿Por qué me empeño en comparar la experiencia de Pitol en Georgia con la mía? ¿Por qué, si desde el principio he dicho que ya ni siquiera creo en la capacidad del lenguaje para registrar una experiencia? Debería callar, obedecer el consejo de Shota Rustaveli en su poema de hace nueve siglos: “Un cuchillo no puede curar una herida, solo puede hacerla más grande”.
Sin embargo, cuando estaba a punto de desistir, una noche en mi cuarto de la residencia de escritores, hojeando una antología de literatura kartveliana traducida al inglés, encontré este poema de Paata Shamugia en el que creí ver una señal inequívoca:
¿Por qué escribo?
A menudo me hago esta pregunta
Aunque nunca encuentro la respuesta
Y cada vez que no la encuentro
Escribo.
Así que escribo porque no tengo la respuesta:
Esto podría ser una respuesta a la pregunta –
Una piedra oblicua lanzada al mismo tiempo
Al jardín de quien pregunta y quien contesta
Espero que mi próximo poema
Comience con la descripción de un paisaje hermoso
Niños bamboleándose en el sendero verde
Tranquilidad
Una tranquilidad absoluta
Voy a poner un perrito
Para mayor efectividad en el poema
(Es un símbolo común de devoción,
Y, además, genera emociones positivas)
Y el poema estará condenado a ser una respuesta,
A ser tan fiel como un testigo ocular
La evidencia que aportaré será la poesía
Toda la poesía y nada más que la poesía
Pero cuando aun así me pregunten:
¿Por qué sigo escribiendo?
Miraré con miedo el jorobado abismo
Entre el signo de interrogación y mi cuerpo.
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Durante los días que Pitol pasó en Tiflis tuvo varios encuentros con escritores georgianos en los que confirmó sus teorías de que era ahí, en el Cáucaso, donde se estaba organizando la vanguardia de la Perestroika. “Acabo de estar con los escritores en la sede de su organismo”, escribió el día de su llegada. “Son verdaderamente la rebelión, por lo menos el puñado de ellos con quienes conversé”. Algo se estaba gestando en el cine, el arte y la literatura georgianas, un deshielo, o, como diría el fotógrafo Guram Tsibakhashvili unos años después: “el invierno había terminado”.
Durante los días que Pitol pasó en Tiflis tuvo varios encuentros con escritores georgianos en los que confirmó sus teorías de que era ahí, en el Cáucaso, donde se estaba organizando la vanguardia de la Perestroika.
Tsibakhashvili no sólo fue el fotógrafo del deshielo, sino del posterior conflicto, de la crisis y la precariedad, y se dedicó especialmente a retratar a los artistas que, contra toda lógica, se empeñaban en crear en aquellos años sin futuro: “No teníamos nada más que hacer”, escribió Tsibakhashvili en el prólogo a uno de sus libros de fotografía. “Nadie se preocupaba por nosotros. Y no había nada de comer o de beber, ni tampoco había calor humano. La única manera de sentirte vivo era mantenerte ocupado. Y eso hacías, te ocupabas de tus cosas como Geppetto esculpiendo la madera y almacenando sus obras ignoradas en el ático […] Nadie compraba pinturas aquí. Sabías que, pintaras como pintaras, nunca lograrías vender tus obras, y por eso trabajabas a tu antojo, sin someterte ante nada ni nadie, ni calculando tus opciones, sino siendo absolutamente libre”.
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Según Archil Kikodze, durante los años de realismo socialista fue otro Guram, Guram Rcheulishvili, el primero en volver a retratar a la gente de verdad. Hombre de acción, montañista, atlético, aventurero, cuentista –inédito en español–, Rcheulishvili fue la principal influencia de Kikodze en sus inicios como escritor, una época en la que hacía largas excursiones a la cordillera caucásica en busca de inspiración. No acabé de determinar si me lo contó para vanagloriarse o para echarme en cara que yo subiera al sagrado Cáucaso en autobús turístico, con guía y acompañado por la familia. Aun así, no consiguió hacerme sentir culpable. En 1960 Rcheulishvili murió al intentar salvar a una chica rusa que se estaba ahogando en el Mar Negro. Tenía veintiséis años.
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Luego de cinco horas de banquete “hiperpantagruélico” con escritores georgianos, Pitol comenzó a sentirse fatigado. Quería orinar, mojarse la cara, así que buscó el baño. Pero el lavabo estaba cerrado. Una mesera le informó que abajo del restaurante, al lado del río, había una “gran toilette”. Uno de los escritores de la comitiva se ofreció a acompañarlo. Y ahí llega el clímax del diario de Pitol en Tiflis, cuando descubre “lo que jamás habría imaginado que existiera”, una letrina colectiva: “Más que el hedor”, escribió, “lo que en verdad me alteró fue la naturalidad con que eran realizadas esas funciones”.
Al día siguiente, paseando por la avenida Rustaveli, Pitol tuvo una epifanía excrementicia, recuperó un recuerdo de la infancia, como si la magdalena de Proust fuera el hedor a caca: la canción que una sirvienta jovencísima, casi una niña, le cantaba para que cagara en la bacinica y no en los calzoncillos: “Sal mojón / de tu rincón / hazme el milagro / niño cagón”. El origen de Domar a la divina garza, “la novela del bajo vientre”, que terminaría de escribir en Praga en marzo de 1988, veintidós meses después de su viaje a Tiflis.
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En nuestro último día en familia en Tiflis, la brasileira, el adolescente, la niña y yo fuimos a comer a un restaurante que estaba a la vuelta de la residencia de escritores. Era sábado y en la amplia terraza había música en vivo y venta de vinos de productores ecológicos. Nos invitó Luka, culpable de nuestro viaje, cariñoso anfitrión, y Mariam, su novia. Pedimos khinkalis y kachapuri, barbacoa de pollo y de carne. Y vino blanco. Todo en abundancia.
Luka y Mariam se fueron pronto porque ella estaba colaborando en un evento benéfico para recaudar fondos para Ucrania. El adolescente y la niña quisieron irse a la residencia, a descansar. Y ahí nos quedamos la brasileira y yo, bebiendo más y más, en medio de aquella felicidad que, según los kartvelianos desde hace siglos, es la forma más auténtica de la rebeldía. Mujeres, hombres, niños, niñas y perros, todos conviviendo en armonía.
Cuando ya estaba oscureciendo, comencé a sentirme fatigado. Quería orinar, mojarme la cara, así que busqué el baño. Había solo un lavabo, una fila larguísima. Delante de mí había un niño pequeño, de cuatro o cinco años, que me ofreció cederme su turno. Le dije que no, pero insistió, como un adulto minúsculo que ya era consciente de los mecanismos exquisitos de la cortesía kartveliana. Pero aun así había mucha gente antes de mi turno, diez o quince. Para distraerme, y porque estaba bastante bebido y, por lo tanto, sentimental, comencé a hacer un resumen de las vacaciones, como si anticipara el montaje de la crónica que le haríamos a nuestros amigos, o como si anotara mentalmente algunas ideas para estas páginas.
Sin lugar a dudas, para mí, el momento climático del viaje había llegado muy pronto, durante nuestro primer paseo en Tiflis. Totalmente desprevenido, distraído por el caos arquitectónico, confundido por la incomprensión, había entrado a la Basílica de Anchiskhati, una iglesia ortodoxa del siglo VI, la más antigua de la ciudad.
Oscuridad total. Barullo. Cháchara. La gente hablaba.
Eran las doce del mediodía de un domingo y, de pronto, un rayo de sol se coló por uno de los ventanucos para iluminar de pleno al Cristo crucificado que presidía la basílica. Mujeres y hombres tocaban y besaban los iconos, las imágenes, los cuadros, ignorando la pandemia, encendían velas a los santos, compartían el pan que pasaba de mano en mano y cortaban a trozos. Los sacerdotes andaban por ahí, entremezclados con la gente, como si aquello más que un ritual fuera una verbena. Seguramente lo estaba entendiendo todo mal, pero había ahí algo tan arcaico que me hacía sentir niño de nuevo. A pesar de haber viajado tanto, a pesar de haber emigrado, quizá nunca me había ido de mi pueblo de los Altos de Jalisco. Seguía siendo un niño. Incluso estaba a punto de orinarme, ¡qué ganas tenía de mear, por Dios! Y la fila no avanzaba…
Al ver mi desesperación, una mesera quiso explicarme algo en un inglés macarrónico. Supongo que la dirección de otro baño. No quise averiguarlo.