Tiempo después de haber adoptado el nombre de Serguéi Paradjánov para firmar sus películas, Sargis Paradjanian contaba que su padre atendía una tienda de antigüedades familiares en el centro de Tiflis durante el estalinismo de los años treinta. Sin saberlo, los recién fundados satélites soviéticos, entre los que destacaban Georgia, Armenia y Ucrania, estaban a la mitad del camino entre la refundación leninista emprendida desde 1917 y la invasión nazi de inicios de los cuarenta. La tienda del padre, que lo mismo ofrecía vestidos de boda armenios que alhajeros islámicos, sagrarios cristianos, camafeos turcos, libros o abanicos europeos, debió ser una suerte de relicario de la compleja cultura que le albergaba.
En esa aún hoy desconocida Georgia, los templos del primer cristianismo se empalmaban con los gregorianos, ortodoxos, y los rastros de las invasiones musulmanas, todo eso mezclado con las diversas culturas locales, algunas paganas y otras sincréticas, que cuentan el múltiple y atribulado pasado de esa región. Cuando el poeta Sayat-Nová creció ahí a inicios del siglo XVIII quizá se haya llamado a sí mismo armenio, aunque su padre fuera sirio, trabajara en la corte de un rey persa y pasara algunos años recorriendo lo que hoy son India y Etiopía. Las identidades culturales de ese rincón que comunica a Europa con Asia Central y Medio Oriente son un caleidoscopio en rotación constante. Con frecuencia eso resulta en tragedias, escisiones, limpiezas étnicas; otras veces permiten germinar tradiciones artísticas únicas como la danza georgiana, la cocina turco-armenia o las diez películas dirigidas o codirigidas por Serguéi Paradjánov entre 1954 y 1988, que constituyen uno de los frescos más vivos, enigmáticos e indescriptibles del cine idiosincrásico.
Aunque está pensada y escrita como una serie de episodios que recorren la vida de Sayat-Nová desde la infancia hasta su legado, El color de la granada palidece cuando se busca en ella una estructura en actos, un tiempo diegético claro o lo que entendemos como el desarrollo natural de un personaje. Paradjánov, de 43 años al momento de filmarla, había codirigido una ficción y dirigido un documental y seis ficciones en solitario, de las cuales una era un encargo propagandístico (La flor sobre la piedra, 1962) y la –en su día– más conocida Sombra de ancestros olvidados (1965; Caballos de fuego en algunos países hispanohablantes). Al menos eso es lo que el Goskino soviético le permitió a la posteridad conservar, pues se conoce al menos un proyecto empezado a filmar con el título de Los frescos de Kiev, cuyos fragmentos mínimos resguarda hoy el Museo Dovzhenko. Sabemos que inició su rodaje en Erevan (Ucrania), que los negativos fueron mandados destruir con adjetivos –en telegramas– como “mística” o “subjetiva” y que en ella, lejos de un canto patriótico al arte antiguo de Ucrania, Paradjánov comenzó a ensayar una forma de cine pictórico que, con composiciones en cámara fija y un meticuloso montaje interno, mezclaba música, danza, retablos místicos y una especie de retorno a las vistas primigenias del cinematógrafo.
Quizás haber conservado aquel proyecto extinto habría servido como puente para entender la extraordinaria anomalía y afrenta histórica que representa El color de la granada. Desde que el realismo socialista se instauró como la estética que acompañaba a los planes quinquenales de posguerra, la continua discusión en torno al homo sovieticus –la características que debían distinguir al Hombre Nuevo del futuro soviético– puso bajo asedio oficial a las culturas regionales del Cáucaso, Asia Central, Ucrania, etc., a las que se pedía abandonar prácticas ancestrales, no científicas, que conservaban la profunda espiritualidad de la población rural de esas planicies infinitas. El color de la granada no es la única película con la misión contraria –las carreras iniciales del armenio Artavazd Pelechian y el georgiano Otar Iosseliani abundan en ejemplos conmovedores–, pero es muy probable que la obra maestra de Paradjánov sea la mejor de todas ellas.
Para Paradjánov y sus colaboradores filmar un canto a la mezcla cultural de Armenia y Georgia, sin ninguna alusión al presente soviético y sin mostrar al pasado como una era bárbara, incendiando sus bellezas en pantalla, fue una jugada tan arriesgada como Iván el Terrible (1945) para Eisenstein o Andréi Rublev (1966) para uno de los amigos más cercanos de Paradjánov, Andréi Tarkovski. Como ellos, el cineasta se resistió abiertamente a retratar el entonces territorio soviético como un caldero de chamanes con vestuarios fastuosos y creencias anticientíficas. Por el contrario, elaboró un relicario amoroso y rigurosamente documentado que, a la postre, se convirtió en el único testimonio audiovisual de un pueblo desmoronado por los siglos hasta volverse arena. Pagó un precio alto: cuatro años (1973 a 1977) en un campo de extracción de granito, una serie de enfermedades y dolencias en lo que le restó de vida y la imposibilidad de volver a dirigir hasta ya entrados los ochenta, cuando la Perestroika se olía en el aire. Para entonces muy pocos en la URSS y casi nadie en Occidente recordaba que existían él o su trabajo. Olvidada y difícil de encontrar incluso en pésimas copias en video, el rescate de El color de la granada hace unos años por The Criterion Collection y hoy disponible en MUBI es una fiesta indispensable para cualquier persona a quien le interesa en algo el cine, la justicia, la belleza o todas ellas.