16 de agosto de 2017

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23/11/2024

Literatura

El México de Manuel Puig

La responsable del Archivo Manuel Puig se detiene aquí, en el 90 aniversario del escritor, en el impacto que tuvo en él la cultura mexicana

Graciela Goldchluk | miércoles, 28 de diciembre de 2022

Archivo Manuel Puig

Busco la primera referencia a México en la correspondencia de Manuel Puig que recopilé bajo el título Querida familia. Lo que se trasluce en esas cartas, un diálogo entre madre e hijo con el padre y el hermano como testigos, es un juego de decires y silencios discretos, y entre ellos una noticia que puede pasar desapercibida. El 30 de mayo de 1964 Juan Manuel Puig escribe: “Me falló el plan de ir a Tahití, no me alcanzaban los días, así que el viernes tomo mis cuatro días regulares y me voy a…… MÉXICO. Vuelvo el martes a la noche. Tengo pasaje hasta Acapulco pero creo que me voy a quedar en México City, todo el tiempo, con alguna escapada a los pueblos típicos cerca, Cuernavaca o Taxco”. No sabemos si cumplió el itinerario, ya que la postal que envía a su familia es de Acapulco, pero algo de su destino se juega en esa escapada turística de la que regresa con un sombrero para su madre. En ese momento, Manuel Puig trabajaba en el aeropuerto de Nueva York mientras escribía El desencuentro, novela que una vez terminada habría de llamarse La traición de Rita Hayworth. En 1967 apareció un adelanto en la revista Primera Plana, donde se anunciaba su inminente publicación en la editorial mexicana Joaquín Mortiz. Algo se interpuso también en ese itinerario, porque la novela tardó dos años más y se publicó en Buenos Aires en Jorge Álvarez.

Manuel Puig

Postal enviada por Manuel Puig a su familia desde Acapulco, 1964. Archivo Manuel Puig

Diez años después de esa primera visita, encontramos a Manuel Puig en casa del historiador del cine mexicano Emilio García Riera, quien le presenta a Xavier Labrada, la última persona con la que Manuel habló en el hospital de Cuernavaca en el que hace hoy treinta años murió por una complicación postoperatoria. Xavier lo recibió muchas veces en su departamento, donde le organizó un ciclo de cine en un proyector de 16 mm con las películas del productor Miguel Barbachano Ponce. “Pero él no vivía ahí, vivía en el Hotel. A veces se quedaba a dormir. Y al día siguiente se quedaba trabajando todo el día, con Agustín”, me aclaró Labrada años después. Para les argentines, México tiene esa forma extrema de la hospitalidad que se resume en la frase lo invito a su casa de usted. En pocos meses, hacia 1974, Puig ya había conocido a Elena Poniatowska, a Ulalume González de León, a Elena Urrutia y a Juan Rulfo, por nombrar sólo a algunos de los que han dejado huella en su archivo de manuscritos. La amistad con Rulfo puede ser también una entrada para ver la relación de Puig con México, o para escuchar sus ecos.

Es difícil imaginar que entre las películas del ciclo mexicano no estuviese El gallo de oro, con argumento de Juan Rulfo, producida por el mismo Barbachano Ponce y dirigida por Roberto Gavaldón. En esa película aparece Lucha Villa cantando “Amanecí otra vez… entre tus brazos”, y la conmoción de Puig fue tal que escribió un musical para teatro con casi todas las canciones que contiene el álbum doble de José Alfredo Jiménez que la diva grabó en su homenaje, una suerte de ópera mariachi en la que Lucha tiene un talento enorme y lo sacrifica para que el muchachito triunfe. Los proyectos teatrales de Manuel Puig jamás apuestan al realismo, no se parecen formalmente a sus novelas, y algo de eso sucede entre el argumento de Rulfo hecho película y sus relatos. Nada de la sobriedad de Rulfo aparece en la película de Gavaldón, pero sí mucho del hambre y la brutalidad del ambiente en la historia y la actuación de Ignacio López Tarso y la fotografía de Gabriel Figueroa. Los escritores, por ese tiempo, se hicieron amigos. Tengo el testimonio de Male Puig, que me relató algunos llamados telefónicos atendidos por ella en sus visitas a México, pero también queda una prenda de amistad: un ejemplar de la edición especial de Pedro Páramo con ilustraciones de Juan Pablo Rulfo que el Fondo de Cultura Económica publicó en 1980 y Puig conservó en su biblioteca, con la siguiente dedicatoria: “Para el gran escritor Manuel Puig, con la sincera admiración y larga amistad de Rulfo”. Esta dedicatoria, en un escritor que no cultivaba especialmente la socialidad literaria, causó sorpresa y hasta rechazo cuando la presenté en un círculo de especialistas, pero es necesario detenerse en el trabajo con las voces que hacen ambos amigos-escritores para comprenderla.

Manuel Puig

Dedicatoria de Juan Rulfo a la edición de Pedro Páramo que formaba parte de la biblioteca de Manuel Puig. Archivo Manuel Puig

Desde lugares disímiles (los sueños de una clase media urbana en uno, los campesinos en el otro y el poder brutal en ambos), estas textualidades devienen similares en la ética de una escritura que se niega a avasallar a sus criaturas. Después de leer Boquitas pintadas y Pedro Parámo, dos novelas imposibles de comparar, se reconocen sin embargo algunos afectos que las atraviesan como murmullos, puntos que no son de contacto sino que marcan el vector de una distancia insalvable, la de la voz del otro. Un escritor (un “gran escritor”, que es el título que Rulfo otorga a su amigo en la ceremonia privada de una dedicatoria) sería entonces el que puede escribir una voz que no le pertenece, aquel que es capaz de articular un sistema de signos como quien traduce, despojándose de su lugar de enunciador. Esto no lo aprendió Puig en México, pero fue en esa tierra donde encontró un acento definitivo, vale decir extranjero, para sus inflexiones del español.

Para entender el lugar de México en la obra de Puig hay que recuperar la grabación de “La semana de autor” organizada en Madrid, en abril de 1990, por el Instituto de Cooperación Iberoamericana. Es un registro difícil de conseguir, pero allí se escucha un acento que se acerca mucho más al de Ciudad de México que al de Buenos Aires; es que Puig se dirigía a Cuernavaca, la ciudad de las flores, hoy hermanada con General Villegas (el Coronel Vallejos de sus novelas), el pueblo recordado por su aridez, donde “Lo peor es que en Vallejos las plantas cueste tanto hacerlas crecer”. Después de vivir en Nueva York y en Río de Janeiro, Manuel Puig no pensó en continuar al sur, sino que regresó a buscar el Amor del bueno que había quedado trunco en los años setenta, porque una historia de amor donde no se juegue la vida no vale la pena de ser vivida.

Publicado originalmente en la edición digital de La Tempestad (no. 157, octubre-noviembre de 2020)

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