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Música

22 del 22 (primera parte)

Atahualpa Espinosa e Iván Ortega confeccionaron una lista con algunos de los álbumes que mayores resonancias les produjeron el año pasado

Atahualpa Espinosa e Iván Ortega | viernes, 6 de enero de 2023

Carl Stone retratado por Samantha Gore

2022 no estuvo libre del catastrofismo que ha caracterizado a gran parte de la opinión popular sobre la música. No obstante, fue un año en el que aparecieron grandes álbumes: Rosalía se consagró como un éxito de crítica y de ventas con Motomami; Wild Up continuó con sus interpretaciones personales de la obra de Julius Eastman; Max Richter volvió a reversionar a Vivaldi; veteranos como John Scofield y John Zorn grabaron obras que se alinean con lo más destacado de sus discografías (John Scofield y Spinoza); artistas pop recientes, como Carla dal Forno y Cate Le Bon, publicaron los que podrían ser los mejores discos de sus carreras hasta el momento; Moor Mother y Sarah Davachi también lanzaron álbumes importantes.

Decidimos partir de un número relativamente arbitrario para elaborar una lista de álbumes aparecidos el año pasado. No está jerarquizada, no hay un número uno. Tampoco consideramos que sean necesariamente los mejores del año o los únicos imprescindibles. Escogimos los que nos parecieron importantes y sobre los que queríamos decir algo, en algunos casos porque notamos su ausencia en otras listas anuales o la falta de cobertura por parte de los principales medios musicales. De igual manera decidimos publicar la selección a inicios de 2023 con el propósito de poder darnos el tiempo de escuchar álbumes lanzados en noviembre y diciembre, que con frecuencia son omitidos. Dividimos la lista en dos entregas. Debido a las diferencias estilísticas y de aproximación, las secciones de cada autor están separadas.

Atahualpa Espinosa

Carl Stone lleva más de cuatro décadas reconfigurando los sonidos de distintos géneros de música popular con resultados donde el material original resulta, a la vez, reconocible y extraño. En años recientes ha trabajado con el lenguaje Max-MSP para crear collages en los que los elementos de una canción resultan discernibles en medio de irrupciones de otra melodía, a la manera de un zoótropo. Si su trabajo en décadas anteriores (experimentos en los que manipulaba cintas, entre otros recursos) puede verse reflejado en algunas variantes cercanas al presente, como el vaporwave, la velocidad con que se mueven las piezas de álbumes como Wat Dong Moon Lek parece anticipar el nacimiento de criaturas distintas que, uno sospecharía, veremos materializarse con más frecuencia en un futuro no muy lejano.

Stone ha comparado su proceso con arrojar un jarrón y rearmarlo a partir de sus fragmentos en algo vagamente similar a lo que fue, pero que en su misma apariencia discontinua se vuelve algo nuevo. Me recuerda también a la narrativa de Robert Coover, otro veterano de la recontextualización de elementos en géneros establecidos. Novelas como Noir y Ciudad fantasma, por ejemplo, lo hacen con las narraciones detectivescas y el western, respectivamente. Rasgos como las pistas de un asesinato, la mujer fatal y la ciudad nocturna, por un lado, o el cuatrero (que deviene alguacil), el desierto y la cantina llena de extraños hostiles, por otro, aparecen recombinados en historias que son, en parte, comentarios a géneros establecidos y sus tropos. De manera parecida y con elocuencia excepcional, Carl Stone nos habla de nuestra condición fragmentaria, de lo absurdo y a la vez entrañable que puede ser el intento por encontrar el significado, incluso la continuidad, en la vida conectada.

Una forma de abordar antologías que, hasta donde sé, puede dar los mejores resultados es la del mapeo de territorios desconocidos o de rutas nuevas, que revelan aspectos insospechados de entornos que se creían familiares. En vez de seguir prescripciones complacientes, como la de reunir las obras mejor conocidas o más accesibles de una escena o un género, lo que hacen recopilaciones como Uneven Paths: Deviant Pop from Europe, 1980-1991 y Elsewhere VXIII es partir de preguntas acerca de lo posible: la interrogación del pasado y del presente, para trazar caminos distintos.

La primera tiene un nombre bastante explícito (como el del sello que la lanza: Music From Memory) y permite imaginar un continente paralelo en el que la música pop tomó formas más exploratorias que la de las listas de ventas. Escuchar esta colección abre la puerta a especulaciones acerca de toda la música que habría podido existir de haber encontrado un público más amplio y las hibridaciones resultantes de esa escucha. Tal como están las cosas, es una manifestación de la historia oculta. Lo que llama la atención es que se trata de canciones de lo más hospitalarias, en la intersección de la extrañeza y la calidez.

Elsewhere VXIII, por su parte, acentúa más lo anómalo, empezando por el numeral romano, carente de sentido en tanto cifra, que remite a un lugar con una geografía imposible de situar. El abordaje hace referencia, sólo de forma tangencial, a las muestras de música autóctona de distintas partes del planeta, que estuvieron presentes en supermercados y cafés (siguen estando, en cierta medida, aunque mucho menor) en décadas pasadas: esa infame etiqueta comercial, que no género, conocida como world music. En este caso, la curaduría a cargo de SoFa dio con un criterio que rebasó los esquemas previos de la serie: canciones que dialogan con tradiciones lejanas a géneros occidentales, al tiempo que se mueven en lindes vanguardistas o desterritorializados, por decirlo de alguna forma. El efecto es el de asomarse a mundos inexistentes, que podrían o no estar relacionados entre sí. Las dos recopilaciones enriquecen nuestro mapa interno de territorios distantes, reales o imaginarios, a partir de sus sonidos.

Cada tanto se ponen en boga descriptores para publicaciones digitales. Aluden a cualidades un tanto laxas, pero con las que parecen conectar amplias partes del público. Por ejemplo, la búsqueda de las etiquetas liminal spaces, liminal places y similares arroja decenas de resultados de cuentas en redes sociales, protagonizadas casi siempre por lugares desolados, con una atmósfera a la vez lúgubre y seductora. Lo liminal o lo limítrofe, aunque no sean intercambiables con lo solitario, aparentemente convocan aquí a las mismas sensibilidades, unas que parecen muy extendidas, al menos en lo que deja ver este muestreo. Parques de diversiones en ruinas, pasillos de hotel a media penumbra durante la madrugada, hangares vacíos. ¿Qué se busca ahí? Aunque su descripción en foros de consulta (en donde,  por cierto, se les clasifica como parte de una “estética”) y artículos de la prensa que ha cubierto el tema parecería empatar con la noción de “no-lugar” de Augé, hay algo que los distingue, además de ser transicionales y desprovistos de la posibilidad de ser habitados: al contrario de los sitios de diseño corporativo o industrial en los que las personas pierden sus facultades sociales y su individualidad, las resonancias de estos lugares limítrofes armonizan con la subjetividad de sus espectadores en maneras que se sienten profundas.

Lo irónico es que, mientras tanto, los lugares en los que más se invierte para, al mostrarlos, despertar el deseo de escape o placer visual (los destinos turísticos) no siempre despiertan la misma sensación de paz. Sucede que la industria del ocio nos ha acostumbrado a ver todos estos falsos refugios bajo la rejilla de una hoja de cálculo, con columnas en las que se distribuyen las horas y los días, las necesidades logísticas y, especialmente, los costos. Estos lugares limítrofes son, por contraste, ajenos al Excel.

El género musical en donde puede verse más reflejada esta tensión entre el atractivo de lo anómalo-limítrofe y la fatiga de las convenciones es, seguramente, el jazz. Nacido en los márgenes, aún después de varias décadas lograba mantener su lugar de riesgo, una presencia amenazante para el pop televisado y los términos de conducta dictados por los gobiernos conservadores en los encuentros juveniles para presenciar música en vivo. Cuando se le reduce a un artículo de mobiliario en bares o a su expresión más domesticada para representarlo en festivales su función parece caber al calce en una hoja de cálculo.

Por el contrario, los trabajos más interesantes del jazz nacen actualmente en esos lugares liminales. Podría decirse que, cuanto menos se busca cumplir con los parámetros del género, más probables son los resultados favorables. Es el caso de Eric Chenaux, que ha creado un estilo personal inclasificable, equidistante del folk, la vanguardia y el jazz. Tal vez podría darse una idea de él pensándolo como una forma de hacer una balada de jazz, rebajada de forma analógica, con antecedentes en la forma que Loren Connors tiene de tocar la guitarra. Su más reciente álbum, Say Laura, ahonda en ese tono que licúa la percepción del tiempo hasta distorsionarlo. Canciones de una languidez que recordaría al Edén (su anterior disco se titulaba Slowly Paradise) de no haber sido por la sensación de desplazamiento que provocaba su apariencia de estar a punto de disolverse en el aire a la vuelta de cada compás. En Say Laura cada pieza parece contravenir el principio de que las canciones deben ser algo “redondo”, trabajado para limar cada arista. Al contrario, parecen derivar por lugares que se inventan a medida que suceden. La forma en que llegaron a grabarse podría muy bien haber sido otra y la diferencia no importaría demasiado, por la forma en que explicitan la belleza de lo inacabado.

In Search of Our Father’s Gardens es un álbum emparentado con el anterior en la distensión casi absoluta, aunque está del otro lado del espectro luminoso. Sus autores, RA Washington & Jah Nada, se han movido desde hace tiempo en la escena del noise y el free jazz de Cleveland. Para esta obra reunieron un ensamble diverso (que incluye al enorme Kid Millions, de Oneida, entre muchos otros nombres) y trazaron un recorrido estilístico amplio, aunque bien ajustado en su planteamiento: el sonido parece de una pieza y no traiciona su eclecticismo. A lo largo de casi dos horas cruzan ágilmente, varias veces, la línea del spiritual jazz y del dark ambient, como si siempre hubieran estado unidos, al fondo de la noche.

El tercer ejemplo se encuentra, en términos de ritmo, en el otro extremo. El muy esperado regreso de Sélébeyoné, el conjunto integrado por Steve Lehman, que apareció como tormenta en 2016, con su fusión de jazz, electrónica y rap en wólof, una lengua senegalesa. En aquel momento habían llamado la atención por el acto de equilibrismo en registros diversos, pocas veces logrado con tanta destreza. Esta vez, con Xaybu: The Unseen, la fusión está más cargada hacia los beats y el juego rítmico entre las voces, con lo que el impacto es mayor.

Iván Ortega

 

Evgueni Galperine

Theory of Becoming

 

Para cerrar su más reciente producción discográfica, Theory of Becoming, el compositor francés de origen ruso y ucraniano Evgueni Galperine, que anteriormente había trabajado casi exclusivamente con su hermano Sacha Galperine en soundtracks para cine europeo (aunque también, en ocasiones, para producciones hollywoodenses), ha elaborado una interpretación instrumental del cuadro de Max Ernst Loplop im Wald en la que se nos muestra un escenario ambiguo: por un lado, la base de la pieza evoca una atmósfera siniestra, por el otro, encima de esta base es posible escuchar un silbido entonando una melodía alegre. ¿Es el canto de Loplop, que sobrevuela un entorno siniestro? Las composiciones de Theory of Becoming se plantean como obras ambiguas, como indica el nombre del álbum: siempre están a punto de convertirse en otra cosa. La extensión de cada pieza, por ejemplo, corresponde a los tiempos de composiciones pop antes que a los de las músicas de cámara o ambiental (con los que el álbum tiene una relación estrecha).

Una de las premisas del álbum es la ampliación de las posibilidades sonoras de los instrumentos de cámara mediante el uso de herramientas digitales, de modo que los sonidos están en un constante devenir, siempre a punto de convertirse en otra cosa. Theory of Becoming representa también el debut de Galperine como compositor individual, dentro de la ECM New Series. Las piezas se mueven entre el horror (“This Town Will Burn Before Dawn” y “Cold Front”), la ciencia ficción (en la dedicada al Oumuamua, que por momentos roza el kitsch espacial de Phaedra de Tangerine Dream) y la fantasía oscura (“Loplop im Wald”). El álbum es casi instrumental y sólo aparece la voz humana en una composición, “Don’t Tell”, donde Galperine practica variaciones a partir de una frase pronunciada por la voz de Masha Vasyukova.

 

Weyes Blood

And in the Darkness, Hearts Aglow

 

Debido a su estreno tardío (18 de noviembre), este álbum no figura en varias listas de “lo mejor del año”, a pesar de la expectativa luego de la gran recepción crítica de su precursor, Titanic Rising, en 2019. And in the Darkness, Hearts Aglow es la culminación del tríptico iniciado con Front Row Seat to Earth, en el que Natalie Mering explora las posibilidades de la sinceridad y la candidez del soft rock en una era en la que todas las apropiaciones pop parecen estar regidas por la ironía. Es posible encontrar paralelismos entre las búsquedas de Mering y el movimiento de la new sincerity que surgió en buena parte como respuesta al humor negro, desencantado y derrotista de la metaficción norteamericana.

En su último álbum, Mering se entrega más abiertamente a su visión particular del romanticismo, aunque haciendo guiños a lo popular. La portada misma alude a las ediciones pulp de novelas de romance gótico. Musicalmente el disco se aleja del pop de cámara de Titanic Rising y se entrega a la instrumentación convencional de conjunto de rock.  Si en álbumes anteriores los precedentes más claros eran los Carpenters, los Beach Boys, Van Dyke Parks y Harry Nilsson, en esta entrega Weyes Blood opta por un sonido más cercano a Carole King (Tapestry) y a los primeros álbumes de Laura Nyro. La parte lírica del álbum aborda la vida de Mering durante la pandemia: un rompimiento, el deterioro de relaciones, el aislamiento y la búsqueda de sentido dentro del caos.

 

Rich Ruth

I Survived, It’s Over

 

En medio de la reclusión provocada por la pandemia, el vecindario en el que vivía Rich Ruth fue devastado por un tornado. Las piezas que conforman I Survived, It’s Over fueron concebidas después del evento, mayormente en paseos en bicicleta e inspiradas por Keith Jarrett y el Ascension de John Coltrane. Otro de los aspectos del álbum que fueron moldeados por la reclusión pandémica es que gran parte de las contribuciones fueron grabadas por los músicos en aislamiento, alejados entre ellos, y ensambladas posteriormente por Ruth. El álbum, no obstante, da la impresión de ser una sesión en vivo, incluso de ser un set de improvisaciones.

La principal fuerza del trabajo es la búsqueda de la sanación, física y espiritual. Hay mucho del jazz devocional de Coltrane en estas piezas, a pesar de que el conjunto de instrumentos es más cercano al de un conjunto de rock. Aunque parte de elementos muy similares a los del Love Devotion Surrender, de Carlos Santana y John McLaughlin, en I Survived, It’s Over la música cohesiona mucho mejor, es decir, los instrumentos trabajan en conjunto, generando texturas homogéneas en donde las guitarras se pierden en el cuerpo de la música, en lugar de elevarse por encima del resto de los instrumentos. Genéricamente el disco de Ruth es indefinible, ya que se encuentra en ese limbo entre el jazz y el rock (no el jazz-rock ni el jazz eléctrico) que habitan criaturas indefinibles como Solid Air de John Martyn o los álbumes de inspiración blakeana de David Axelrod (Songs of Innocence, Songs of Experience).

 

Keith Jarrett

Bordeaux Concert

 

En 2016 Keith Jarrett ofreció ocho de los conciertos improvisados para piano solista que han sido su principal sello como artista y que Wolfgang Sandner, su biógrafo, emparienta con la escritura automática de los surrealistas. Este Bordeaux Concert es el quinto de la serie, ofrecido en el marco del Festival del Jazz y del Vino de Burdeos. La grabación original fue editada con el propósito de eliminar cualquier sonido producido por la audiencia, algo nuevo en la edición de un concierto improvisado de Jarrett. Debido al estado de salud en el que se encuentra, que le ha apartado no sólo de los escenarios sino de la misma interpretación musical, es posible que esta sea una de las últimas producciones discográficas sobre las que tenga el control total. Es probablemente su mejor improvisación desde Rio, y también una de sus producciones más desafiantes.

 

The Bug

Absent Riddim

 

Kevin Martin tuvo un 2021 muy prolífico: en junio lanzó Return to Solaris, un soundtrack alternativo para la película de Tarkovski; en septiembre, como The Bug, estrenó Fire, escogido por varias publicaciones como uno de los mejores discos del año; menos de un mes después, como g36, junto a JK Flesh, lanzó el álbum de dub ambiental Disintegration Dubs. 2022 no fue diferente. En medio de los shows de promoción de Fire Martin se las arregló para lanzar, bajo su propio nombre, Sub Zero en marzo y Downtown en octubre. El primero es dub ambiental y el segundo “narco jazz” lento, ominoso e inquietante. Ambos merecen la escucha.

Su lanzamiento más interesante de 2022, sin embargo, fue realizado también bajo el nombre de The Bug. Absent Riddim parte de una premisa particular: a partir de un mismo riddim (la base instrumental del reggae o el dancehall) diferentes MCs elaboran sus versiones personales de la pieza. Reaparecen algunos de los colaboradores de Fire, como  Nazamba, Moor Mother o Roger Robinson, a los que se unen, entre otros, el ex The Pop Group Mark Stewart. El disco problematiza las nociones negativas sobre la repetición y la monotonía y consigue crear una variación dancehall de los Ejercicios de estilo de Raymond Queneau. Absent Riddim también problematiza la idea de originalidad, que siempre ha tenido poco valor dentro de la comunidad dub, aunque no así fuera de ella. Recordemos que el concepto de riddim y sus usos tradicionales han constituido una gran fuerza, que ha minado durante años el establecimiento de una legislación coherente sobre los derechos de autor en Jamaica. Al final del álbum se incluye una versión del riddim inicial sin intervención de ningún MC, como invitando a quien escucha a interpretar su propia pieza encima de la pista. El gesto trae a la mente las páginas en blanco al final de Me acuerdo, de Georges Perec (que tomó prestado el concepto del libro homónimo de Joe Brainard), para que el lector continuara anotando sus propias contribuciones al “Me acuerdo…” inicial.

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