21/11/2024
Literatura
123 cuerpos
Alejandro Badillo revisa ‘La otra guerra’, de Leila Guerriero, crónica de los muertos anónimos argentinos en la Guerra de las Malvinas
En El cadáver del enemigo. Violencia y muerte en la guerra contemporánea (2006) el historiador italiano Giovanni de Luna reflexiona sobre el uso del cuerpo del perdedor en las batallas de nuestros tiempos. Si antes existían códigos de respeto para los restos de los soldados caídos, el siglo XX inauguró una época en la cual los ultrajes a los cadáveres se convierten en mensajes de terror. La última afrenta al contrario es vulnerar su honor e infligir una última humillación a sus deudos. Los bombardeos a la población civil, inaugurados en la Guerra Civil Española, mostraron que la historia entraba a una nueva etapa en la cual se olvidaron las reglas anteriores.
La historia de Argentina en el siglo XX estuvo dominada por diferentes dictaduras, en particular la conocida como Proceso de Reorganización Nacional, que llegó al poder después del golpe del 24 de marzo de 1976. Además de las miles de desapariciones de enemigos políticos y el terrorismo de Estado que asoló a la sociedad argentina, el gobierno militar –en ese entonces encabezado por Leopoldo Fortunato Galtieri– buscó en la Guerra de las Malvinas (1982) una forma de legitimar a la Junta que controlaba al país. El Reino Unido, como se sabe, estaba gobernado por la política conservadora Margaret Thatcher. Las Malvinas, un territorio en litigio entre los dos países desde el siglo XIX, funcionó como un botín para las élites gobernantes que buscaban, a toda costa, mantenerse en el poder y explotar el nacionalismo de la gente. El ejército británico derrotó al argentino después de diez semanas de combates en las islas. El resultado contribuyó al debilitamiento del gobierno sudamericano, que fue sustituido el año siguiente (1983) gracias a las elecciones democráticas que llevaron a la Casa Rosada a Raúl Alfonsín. Por su parte, Thatcher pudo reelegirse y gobernó hasta su renuncia en 1990.
En La otra guerra la periodista Leila Guerriero hace la crónica de aquellos combatientes argentinos (murieron 650, según cifras oficiales) que no pudieron ser identificados en los meses y años posteriores al enfrentamiento. Si bien las relaciones entre Reino Unido y Argentina se restablecieron con la salida de la llamada Dama de Hierro, las islas Malvinas siguen siendo un tema irresuelto y convoca viejos sentimientos nacionalistas independientes de la ideología de la élite gobernante. Después de la expulsión del ejército argentino quedaron 230 cuerpos abandonados, soldados que no tuvieron funerales, olvidados por un gobierno que los vendió como héroes de guerra para, por lo tanto, justificar que siguieran ahí, como residentes anónimos de las Malvinas.
El coronel Geoffrey Cardozo, perteneciente a las fuerzas británicas, tuvo la encomienda de identificar los cadáveres de los enemigos. 123 de ellos permanecían en el anonimato, pues no había información que ayudara al conocimiento de su identidad. Sin embargo, Cardozo guardó los restos en bolsas y marcó el lugar del entierro esperando que el gobierno argentino se hiciera cargo del resto. La historia que siguió, documentada por Guerriero, mezcla varios elementos: el testimonio de las familias que quedaron rotas después de la muerte de sus seres queridos, muchos de ellos muy jóvenes y pertenecientes a estratos humildes; también los intereses de la milicia argentina, que manipuló a los deudos cuando, muchos años después, algunos activistas y sobrevivientes intentaron usar muestras de ADN para dar nombre e historia a los cuerpos enterrados. Sin importar el derecho de los familiares a recuperar los cuerpos de sus hijos y aliviar, aunque fuera un poco, su dolor, los militares los usaron para legitimar la guerra inútil que provocaron y evitar cualquier controversia sobre su papel en la dictadura que terminó –aunque su presencia tras bambalinas siguió por muchos años– en 1983.
Una de las virtudes de Leila Guerriero es alejar su crónica del sentimentalismo ramplón que abunda en estos días. Escuchamos las voces de los protagonistas y no los juicios apresurados de quien escribe. Sin llevar el texto a la reflexión histórica o antropológica, deja en el lector varias preguntas relacionadas con las maneras que tenemos para lidiar con la muerte y el vacío que existe cuando nos quitan la certeza de un cuerpo para enterrar. Esto es particularmente dramático cuando llevamos esta idea a la realidad mexicana y los miles de desaparecidos de nuestros años recientes. Los familiares de los caídos en las Malvinas vivieron en un limbo hasta que se reactivó la identificación de los restos anónimos y un empresario financió algunos viajes a las islas. Ese reencuentro es capturado por el lenguaje de la crónica que contribuye a profundizar la memoria. La otra guerra es, también, una justa revindicación del teniente inglés que supo ver personas –historias, identidades– en los muertos abandonados en el campo y cuyo prolijo trabajo contribuyó a que el final de esta historia fuera un poco menos cruel.